La cuestión de las cachimbas
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La oferta empezó a multiplicarse y empezamos a ver cachimbas en bares de copas y en las discotecasPor fin llega una noticia que personas como yo llevábamos mucho tiempo esperando: se prohíbe el uso colectivo de las cachimbas. Es decir, la Junta de Andalucía y las autoridades sanitarias en general dan un paso por el alzamiento del buen gusto y limitan el uso de las pipas de agua, aunque a partir de ahora lo que de verdad estará multado será compartirlas. Por lo visto, si no la compartes no tiene gracia, y de verdad se veía extraño que en plena desescalada los usuarios de estos artilugios para fumar de dudosa salubridad y colores estridentes pudieran disfrutar de la humareda como si estuviéramos en la normalidad de antes que, vista con la perspectiva del ahora, tampoco era del todo buena.
De siempre he sentido cierta animadversión por las cachimbas. Del mismo modo, creo que jamás he quedado con nadie para tomar un té, mucho menos para compartir una cachimba, propuesta que considero suficiente para acabar con el futuro de una primera cita. Se dice que la Junta se ha quedado corta y que debería prohibir las cachimbas en general, aunque imagino que habrá un honrado gremio profesional con obreros de la química y familias enteras alimentadas. El problema es que, si bien antes las pipas de agua estaban restringidas a lugares tan poco frecuentados por mí como las teterías, pronto la oferta empezó a multiplicarse y empezamos a ver cachimbas en bares de copas y en los reservados de las discotecas más horteras de la Costa del Sol («una cachimba y tres roncolas en copa de balón»). Luego en festivales de música, en chiringuitos más o menos 'cool' y seguramente algunas habrán caído en bodas, bautizos y comuniones.
En una ocasión probé una cachimba y la sensación fue parecida a lo que pensaba yo que era fumar heroína por primera vez: un tremendo vahído, una leve pérdida de autoconsciencia, un desagradable sabor metálico y empalagoso en la boca y un sentimiento generalizado de desazón ante la vida. En ese momento, supe que nunca volvería a someter a mis pulmones, ya raídos, a la exposición del humo de un producto que a duras penas se sabe de dónde viene, que tiene sabores extraños y acaramelados y que ni siquiera coloca. Ahora se cae en la cuenta de que, compartiéndola, puede llegar a contagiar, como mínimo, el coronavirus. Tampoco había que ser un experto virólogo para sospecharlo. Lo más sorprendente es que a la gente le siga apeteciendo. Por mi parte, me queda recordarles a mis amistades que no deben ni mencionar la sola idea de compartir una cachimba y que, si algún día me pierdo, no me busquen en una tetería.
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