Tengo una historia sobre Eduardo Mendoza que no va a gustar a nadie. Le conocí en Nueva York, en el Instituto Cervantes, donde ambos participábamos en una mesa redonda. Imagínense. Yo, que había leído 'Sin noticias de Gurb' en el instituto, que había fantaseado repetidas veces con ingresar la cantidad de pesetas 25 en el banco y añadirle once ceros con mis poderes. Yo, que había imaginado tantas veces cambiar mi imagen por la de Marta Sánchez o la del conde duque de Olivares. Yo, que le admiraba tanto, estaba allí, a su lado, sin merecerlo.

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Ni recuerdo la conferencia ni la charla que mantuvimos después. Solo sé que es una de las escasas ocasiones en las que he conocido a una persona que admiraba muchísimo y al concluir el encuentro no solo no me ha decepcionado, sino que he terminado admirándole más. Es Eduardo una persona de inteligencia prodigiosa, de sentido del humor delicado e incontestable, de mirada profunda y sensata, de voz educada y talante afable. Y esa es mi historia con él, y les avisé de que no les iba a gustar porque no hay historia alguna. Solo la constatación de que un hombre genial en el negro sobre blanco es, además, un bellísimo ser humano. Fíjense ustedes qué aburrimiento.

Mientras escribo esto tengo abiertas las redes sociales y creo que es la primera vez en la que leo que un premio -de cualquier clase, tanto más uno tan relevante- no despierta idéntica cantidad de odios que de antipatías. Toda España alaba la decisión del jurado de darle a Mendoza el Cervantes «por devolverle al lector el goce por el relato y el interés por la historia que se cuenta». Habla el autor por la radio, también mientras redacto estas líneas, y dice que el galardón le da impresión, que está un poco asustado. Esa es la medida de un hombre que demuestra con cada libro que palabra, humor, sentido e historia pueden ir de la mano sin perder calidad, gracia, validez y disfrute. Dudo que el lector no se haya acercado nunca a un libro de Eduardo Mendoza, pero en el improbable caso de que eso ocurra, le recomiendo que visite primero 'La ciudad de los prodigios'. Un libro que en Francia ganó el premio al libro del año por delante de Marguerite Yourcenar o de Tom Wolfe, inaugurando esa moda tan española de que fuera de nuestras fronteras guste más lo nuestro que aquí.

Aquí, donde aún tardaríamos muchos años en comprender que Mendoza no era solo el catalán ese que escribía cosas graciosas. Al contrario, es un gigante de las letras que pondría la pistola en la sien del aburrimiento onanístico de la literatura de los setenta y ochenta, preparando la llegada de los escritores que arrasarían en todo el mundo con historias de aquí escritas con vocación de narrador, no de cosechador de alabanzas y premios. Lo cual, de una irónica y sutil mendociana manera, lo hace aún más acreedor de unos y otros.

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