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Salvador Salas / Migue Fernández
«Yo he sido víctima de violencia vicaria»

«Yo he sido víctima de violencia vicaria»

Dos mujeres explican esta manifestación del machismo desde todos los prismas, a partir de la experiencia de la hija de un maltratador y desde la óptica de la madre de un bebé amenazado por su agresor

Domingo, 1 de diciembre 2024, 00:40

«Yo he sido víctima de violencia vicaria», confiaron a SUR dos mujeres, una veinteañera, otra de mediana edad, en la manifestación del pasado 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. La vicaria es una forma de violencia de género que consiste en que los maltratadores instrumentalizan a los hijos e hijas de sus víctimas con el objeto de provocar dolor a sus madres. En algunos casos, esa violencia llega al extremo, al asesinato. Y en lo que va de año, ya son una decena los menores asesinados, a los que se ha sumado un caso acontecido esta misma semana: el crimen que ha segado la vida de un niño de dos años en Linares (Jaén).

SUR, días después de la marcha por el 25-N, se volvió a reunir con esas dos mujeres, que no se conocen entre sí, pero que tienen en común haber vivido la violencia vicaria de cerca, cada una desde su perspectiva, una como hija, otra como madre: una joven de 19 años, Casandra (nombre ficticio), que sufrió maltrato y abusos de su padre cuando se separó de su madre, a la que también agredía; y Libertad (también identidad figurada), que logró que un juez le quitase a su expareja la patria potestad de la hija que tienen en común por las amenazas de muerte que profirió sobre la pequeña si la madre no accedía a someterse a su control.

Las dos quieren contar su historia «para ver validado su dolor», dice Casandra, y por sororidad, dice Libertad, para que las mujeres que se vean reflejadas en estas historias salgan de sus infiernos particulares.

Casandra, 19 años

«Tengo las dos visiones de la violencia de género: como hija y como expareja»

Casandra (nombre ficticio), en la Plaza de la Merced, en el monumento a Torrijos, donde se mantenían las siluetas de las últimas mujeres víctimas de crímenes machistas tras la manifestación del 25-N. Migue Fernández

«Contando esta historia siento que estoy rescatando a la Casandra del pasado, esa niña sentada en un rincón, pasando miedo porque su padre podía entrar en la habitación. Esa niña no hablaba, pero andaba por la calle con ojos de súplica, pedía 'por favor, sálvame', pero nadie la ayudaba. Ahora estoy dando voz a esa chica sumisa. Quiero contarlo. La violencia vicaria existe, yo la he sufrido. No hace falta que alguien te mate para salir en las noticias». La Casandra de la mitología griega tenía el don de predecir el futuro, pero una maldición la condenó a que nadie creyera sus profecías. La Casandra de este reportaje no se llama en realidad así, pero ha escogido este nombre para que contemos su historia de abusos. Primero fue su padre, después fue su ya expareja. Denunció a ambos. Al primero, cuando era menor, cuando tenía apenas 15 años, a través de su psicóloga, que detectó el maltrato. Al segundo, ella misma, cuando cumplía los 18 años -ahora está cercano su vigésimo cumpleaños-. Los dos casos se archivaron. Pero dejó de estar bajo custodia compartida y comenzó a vivir únicamente con su madre tras la primera denuncia. Y la segunda ha contribuido a que desarrolle un radar contra cualquier maltratador que utiliza para ayudar a sus amigas y también para protegerse a sí misma.

«Después de acabar con el chico que me maltrató, que era un compañero de clase, tenía miedo a repetir los mismos patrones, no podía abrazar ni tener relaciones sexuales con nadie, porque a veces todavía confundo las situaciones; estoy aún en proceso de superarlo, pero estoy mucho mejor», explica Casandra, que quiere que la que se publique en SUR no sea una historia triste, sino de superación. «Que me escuchen es muy importante para mí, porque siento que el problema es real». Así explica por qué cuenta su vida a este periódico y también cómo la ayuda participar en un programa del Instituto de la Mujer que consiste en atención psicológica personalizada y en terapia grupal con otras víctimas de violencia de género de toda índole, donde todas se escuchan y se reconocen: «Al principio me daba miedo contarlo, pero al hacerlo en grupo nos identificamos y siento que así se valida mi historia, que se valida mi dolor».

«Al principio me daba miedo contarlo, pero al hacerlo en grupo las víctimas nos identificamos y siento que así se valida mi historia, que se valida mi dolor»

«Tengo las dos visiones, como hija y como expareja», insiste. Como hija, fue testigo, primero, de peleas entre sus padres, hasta que terminaron separándose. No asistió directamente a escenas de violencia física, pero siempre fue conocedora de que existían. Aunque su madre no se reconoce como víctima: «Dice que no fue para tanto. Yo creo que sí lo sabe, que sí es consciente de lo que sufrió, pero no lo verbaliza. Se autoengaña», expone. Pero para Casandra lo peor comenzó cuando sus padres se separaron. Ella tenía doce años. Pasó a estar en custodia compartida, lo cual implicaba que pasaba fines de semanas alternos y algún día entre semana con su padre.

«Vivíamos en un piso que no se podía llamar casa. Mi padre era muy machista y no cocinaba, no limpiaba y no nos podíamos duchar porque la bañera estaba llena de moho. Mi padre decía que estaba en la flor de la vida y se iba de fiesta. Siempre lo vi como un monstruo. Tenía una personalidad narcisista. Con sus amigos era el mejor, pero tenía arrebatos, era muy agresivo, se transformaba en otra persona cuando estaba con nosotras». Tiene una hermana, pero precisa que su padre era especialmente violento con ella, que llegó a sufrir abusos, lo que atribuye a que tiene un gran parecido con su madre y eso, interpreta, le causaba rabia, enfado: «Yo estaba en su foco, yo era su muñeca. A mi hermana, sin embargo, la ignoraba. Cuando iba donde mi padre siempre pensaba que podía morir, que quizás no volvería a ver a mi madre».

«Mi madre no quiso tener la conversación que deberíamos haber tenido entonces y me dijo que lo olvidara; siempre la vi muy sumisa con mi padre, dominada»

Pero si con esa estrategia el hombre quería herir a su exmujer, si hacía daño a la niña para hacer sufrir a la madre, no sabemos si realmente lo logró, porque, de acuerdo con el testimonio de la joven, la madre nunca la llegó a creer, ni siquiera cuando contó a la psicóloga infantil los abusos a que se veía sometida y que desataron la posterior denuncia. «Mi madre no quiso tener la conversación que deberíamos haber tenido entonces y me dijo que lo olvidara; siempre la vi muy sumisa con mi padre, dominada», expone. Por eso, entre otras cosas, entonces se sentía culpable: «Nadie me dijo que fuera inocente; a veces sentía que mi problema no era real».

Casandra posa ocultando su rostro ante los carteles de las mujeres asesinadas en los últimos meses. Migue Fernández

Cuando comenzó a vivir exclusivamente con su madre y rompió lazos con su padre, éste en ocasiones la seguía por la calle y se acercaba a ella con un tono victimista: le pedía retomar el contacto, que le desbloqueara en WhatsApp, o le recriminaba que no hubiera ido a visitar a su abuelo antes de que falleciera. Al entierro sí fue y sintió la censura de toda su familia paterna: «Me presionaban para que abrazara a mi padre». Pero ella había desarrollado un miedo atroz a la cercanía física con todas las personas, en general, y, en particular, androfobia, terror a los hombres. «Se aprovechaba de mi vulnerabilidad, pero yo también me sentí fuerte, con poder, cuando hablar con él se convirtió en una decisión mía gracias al WhatsApp y a la opción de bloquearlo». La ambivalencia, la disociación de las víctimas de violencia de género, el sentirse culpable unas veces y fuerte en la toma de distancias respecto al agresor, es una tónica común. Otras secuelas que cuenta que padeció: pérdida de peso, reducción de su rendimiento académico, pesadillas, depresión, ansiedad, autolesiones, anorexia...

«No sabía qué era el amor; pensaba que era abuso y maltrato y eso fue lo que busqué inconscientemente»

Y la más importante, la que le hizo caer en manos de otro maltratador, como consecuencia de esa relación turbulenta en casa, de cómo se construyó en la niñez y primera adolescencia, «no sabía qué era el amor; pensaba que era abuso y maltrato y eso fue lo que busqué inconscientemente». «Parecíamos la pareja perfecta. Al principio, fue como una luna de miel. Pero lo feo llegó pronto. Yo era virgen y me presionaba para que tuviéramos relaciones, me decía que pensaría que no le quería si no las teníamos y que me dejaría. Y yo quería que me quisiese. Por fin sentía que había encontrado a alguien que me quería. Así que accedí. Pero del sexo consentido pasó al abuso. Le daba igual si yo quería hacerlo o no», explica. Y empezó también a jugar con sus sentimientos: la dejaba, volvía poco después, abusaba de ella, la volvía a dejar, y vuelta a empezar. Comenzó a sentir que nada de eso era normal, sobre todo cuando se reconoció en un vídeo divulgativo en tik-tok sobre en qué consisten las relaciones abusivas, aunque quería seguir negándose a sí misma que estuviera siendo víctima. «Hubo un día que mi expareja me dijo que lo sentía, que sabía lo que me había hecho, que era abuso sexual, que eran violaciones; pero entonces yo le dije que no, que no era verdad y le limpié las lágrimas», revela.

Pero, al final, tras un año de relación, lo denunció. Su madre no la apoyó. Niega a su hija la condición de víctima de violencia de género, como lo hace consigo misma. Se autoengaña. O se protege. «Siente que si ella no es víctima, yo tampoco», reflexiona. Casandra explica que su madre le sigue aconsejando que se olvide de todo lo que ha pasado. Pero ella no lo hace. Sobre la violencia que ha sufrido construye el aplomo con el que se expresa, el pensar muy bien lo que quiere decir y escoger las palabras con que cuenta su historia. Estudia Integración Social porque quiere ayudar a la gente y en marzo empieza sus prácticas en un centro para apoyar a mujeres víctimas de violencia de género. Fue sola a la manifestación del 25 de noviembre, ese momento en que quería reencontrarse con su dolor, pero allí se encontró con cientos de mujeres que gritaban por la libertad y por el fin de todas las violencias, y eso la acompañó y la reconfortó.

Libertad, 53 años

«Me dejó un audio amenzándome con 'quitar a la niña del medio' si no me sometía a él»

Libertad (nombre ficticio) oculta su rostro con un gesto con el que también quiere decir «hasta aquí, nunca más». Salvador Salas

Escoge llamarse Libertad. La que ha recuperado tras haber logrado «extinguir» de su mente a su maltratador que extendió su maldad no sólo sobre ella, sino también sobre su hija en común. Pero cuando cuenta su historia empieza desde el principio. Tras mucho tiempo fuera de España, recuperó a una amiga de la adolescencia y se enamoró de su hermano. Después de dos años de relación, acordaron tener un bebé. Ella tenía 43 años y dos hijos ya adolescentes de una relación anterior, pero nada de pereza. Al revés, estaba llena de ilusión. Su pareja se fue a vivir a su casa. Pero allí nunca se llegó a sentir cómodo: no se consideraba en su territorio, o lo pensaba en disputa con los hijos de Libertad. Y la cosa se agravó cuando un accidente laboral le mantuvo alejado de su puesto de trabajo, de su rol como hombre proveedor del hogar, y no aceptaba tener que quedarse un viernes por la noche en casa ocupándose de la niña mientras ella se iba a su trabajo de sanitaria. «Qué mal ha hecho el machismo, que no veía la importancia de cuidar de la bebé. Empezó a beber y yo era el saco de boxeo en el que descargaba sus frustraciones. Me empujó un día y me tiró de la silla. Otro día me arrojó una barra de pan al cuello», relata así episodios de la violencia que sufrió.

«El padre no aceptaba la discapacidad de la niña, me decía que yo estaba loca, que exageraba, pero yo intentaba involucrarlo en las terapias»

Cuando su hija en común tenía un año y medio le diagnosticaron una discapacidad: «El padre no lo aceptaba, me decía que yo estaba loca, que exageraba, pero yo intentaba involucrarlo en las terapias que tenía que seguir la niña». Poco después, él se fue de casa. Para ella, aunque en parte se sentía triste por el vínculo afectivo que aún le unía a él, también fue una liberación. Aunque lo que no iba a aceptar era que se desentendiera de la pequeña. Así que cuando consideró que su expareja se había tranquilizado tras el arrebato, decidió que tenían que acordar un convenio regulador de las visitas y de la manutención.

«Él se sentía que era la víctima: me acusaba de dejarlo en la calle. Se victimizaba. Y yo todavía creía que podía salvarlo. Tomé la posición de madre con él y lo protegía. Cuando se alquiló un apartamento, le llené la despensa. Pero él a mí no me acompañaba a nada de la niña. Yo era padre, madre, trabajadora, taxista, cuidadora… y tenía también que asimilar la discapacidad de mi hija», describe. «Y los fines de semana cuando le tocaba hacerse cargo de la pequeña, me llamaba continuamente gritándome '¡la niña se ha cagado!', '¡ay que ver la niña, que se ha puesto mala!', y me hacía ir, en plena pandemia, cuando había toques de queda. Y yo pensaba que si me gritaba a mí, también le estaba gritando a mi hija, porque ella estaba presente. Sé que era violento con ella y que la humillaba», continúa. «Es una niña vulnerable, no tiene lenguaje para expresar lo que le pasa. Por eso yo la observaba y me dí cuenta de que algo no iba bien«, cuenta. Esto coincidía con el momento en que ella, después de haber ordenado ya su vida y también la casa de su expareja, comenzó a romper vínculos con él, preservando el que los unirá de por vida: su hija.

«Decidí que nunca más, que mi hija no iba a recibir más gritos ni iba a haber más levantadas de mano. Pero él me amenazaba con suicidarse. Se presentaba como que él era la víctima»

Pero el día clave fue ése en el que ella fue abuela. Tuvo que ir a casa de su expareja porque había dejado a la niña con él mientras ella estaba en el hospital visitando a su nieto. Él la felicitó por el nuevo bebé de la familia. Se tomaron una copa juntos para celebrarlo. Él se fue emborrachando y poniendo desagradable. Y le propuso tener sexo. «Ahí me pregunté 'no sé si dejarme', pero me negué, me provocaba mucho rechazo, así que me empujó y me encerró en la terraza y ahí me dejó. No quería gritar para que no lo oyera mi hija, pero sí, grité, y nadie de la urbanización me ayudó, nadie salió ni siquiera a la ventana. Mientras, no hacía más que pensar en mi hija, en qué podría hacerle mientras yo estaba encerrada. Cuando me abrió le dije que nunca más se acercara a mí. Ahí ya decidí que nunca más, que mi hija no iba a recibir más gritos ni iba a haber más levantadas de mano. Pero él me amenazaba con suicidarse. Se presentaba como que él era la víctima», relata.

Su maltratador la amenazó con hacer sufrir a la niña si no se la llevaba y ella misma no se quedaba en casa para tener sexo con él

A partir de ahí se desató el acoso, las llamadas continuas y mensajes de voz incesantes por WhatsApp que decidió no oír. Pero entre los noventa audios que le llegó a dejar en el móvil, escuchó alguno al azar que contenía alusiones directas contra su hija: la amenazaba con hacer sufrir a la niña si no se la llevaba y ella misma, la madre, no se quedaba en la casa para tener sexo con él; le advertía de que iba a dejar a la pequeña en la calle si la madre no accedía a sus deseos, «no porque tenga una discapacidad» sino porque él mismo se calificaba como «mala persona y mal padre»; la avisaba de que iba a «quitar a la niña del medio» y después a sí mismo; dejaba constancia con su propia voz de que quería usar a su hija como «moneda de cambio»; y de que si la mujer no se sometía a él, la niña iba a morir.

«Ya me he sanado. Fue víctima de violencia de género, pero ya no lo soy». Salvador Salas

En este punto fue cuando Libertad denunció. De nuevo, el hombre se presentaba como víctima: «Me vas a mandar a la cárcel, vas a dejar a tu hija sin padre». Y, al tiempo, la mujer se sentía revictimizada por las instituciones: «En una situación así, te ayudan más las amigas que el sistema, que es frío, que no empatiza: ahí nadie se presenta, no sabes con quién estás hablando, si con un policía, un procurador, un abogado… Parece que haces todo mal. Tienes que ser muy precisa cuando cuentas lo que te ha pasado y te sientes juzgada». También lamenta la tardanza de la justicia: ella, que denunció en el año 2021, no va a tener el juicio hasta cuatro años más tarde. La mujer además se queja de la desprotección laboral en la que se encuentran las mujeres víctimas de violencia de género: «¿Qué haces si tienes la vida desbaratada, estás sola y una depresión tal que no puedes ir a trabajar?, ¿dejas el empleo y te quedas con los 450 euros que te ofrecen?, ¿te coges una baja y una vez al mes te van llamando a ver qué tal te encuentras, presionándote para que vuelvas a tu puesto como si en ese tiempo fuera posible que te recuperes de amenazas de muerte contra tu propia hija, de no poder salir a la calle temiendo que te siga tu maltratador, de que te salga al encuentro?», así que concluye: «La violencia que sufrimos es la que ejerce contra nosotras el violador, pero también las instituciones desde el punto de vista social, laboral y judicial. No hay figuras de acompañamiento. El sistema es cruel».

La familia de su maltratador le ha dado la espalda y a ella eso le da lástima, porque la que fue su cuñada previamente era una de sus amigas íntimas desde la adolescencia. Siente pena por su hija: su padre no lo quiere y tampoco el resto de su familia paterna; «ella también siente el abandono». Pero en esa ambivalencia tan típica de las víctimas de violencia de género ganó su parte más racional y peleó hasta el final por que el maltratador perdiera la patria potestad de la niña, algo en lo que la Justicia le dio la razón, al igual que en la orden de alejamiento que decretó para proteger tanto a la hija como a la madre.

«¿Cómo se entierra a alguien que sigue vivo?», se pregunta. Ella lo ha conseguido: ha logrado «extinguir» de su pensamiento a quien fue su maltratador. Pero siempre que tiene oportunidad cuenta su testimonio: «Yo no me avergüenzo. Sé que hay dos mujeres que han denunciado después de escucharme»

«¿Cómo se entierra a alguien que sigue vivo?», se pregunta Libertad. Ella lo ha conseguido, ha logrado «extinguir» de su mente a quien fue su maltratador y el de su niña. Aunque cada 25 de noviembre, cada 8 de marzo, con cada noticia sobre mujeres asesinadas, revive su historia, pero también se dice: «Te has salvado y has salvado a tu hija». «La vida te da y la vida te quita», añade. Le quitó a su pareja, pero le ha dado un grupo de grandes amigas que la han apoyado y que aman incondicionalmente a su hija; son sus 'titas' y compensan las faltas que pueda tener. Libertad ha creado esa «familia elegida» con personas que ejercen la empatía activa, la sororidad. Y ahora tampoco se cierra a conocer a otro hombre; no quiere renunciar al amor verdadero, tiene el radar entrenado y sabe detectar las señales, las «red flags»: «No me gusta ser desconfiada, nunca lo he sido, y sé que hay hombres deseosos de aprender cómo tratar bien a las mujeres».

Invita a todas las mujeres a vivir la violencia de género como «algo común», porque en cualquier momento puede ser cualquiera, «tú o una amiga que puedes perder». También las conmina a no tener vergüenza si han sido víctimas: «Yo no me avergüenzo, yo lo cuento y sé que hay dos mujeres que han denunciado después de haber escuchado mi testimonio». Y concluye: «Ya me he sanado. En su momento fui víctima de violencia de género, pero ya no lo soy».

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