Salir de los testigos de Jehová: cuando el paraíso es una jaula
Siete víctimas de la organización religiosa relatan sus experiencias y secuelas
Samuel Baeza
Sábado, 16 de agosto 2025, 00:38
En la esquina donde la calle Granada comienza a desplegar su trazado, cuatro testigos de Jehová conversan con tranquilidad. Dos de ellos, Leticia y Sebastián —nombres ficticios—, son marido y mujer. Antes eran católicos. En sus carritos llevan publicaciones de 'La Atalaya' y '¡Despertad!. En este último número, un título se asoma con urgencia: '¿Qué está pasando con el respeto?'.
—Parece que está pasado de moda. En la Biblia hay principios morales que nos ayudan mucho y que aplican a todas las épocas de la vida. Animamos a las personas a que conozcan nuestra obra; pero de fuentes fiables —subraya Leticia, con rotulador permanente y una voz que transmite paz.
—He escuchado decir a la gente que ha salido que no se puede hablar con la familia que permanece dentro.
—Evidentemente, se relacionan menos.
—No, dicen que pierden total relación.
—Eso no es así. En circunstancias normales, no hay tantas cosas en común para hablar. Por eso hay que ir a fuentes fiables. Hay muchas fake news ahora.
Según ellos, todas las predicciones del fin del mundo se cumplen, pero lo que no saben es el día y la hora. «Jesús, cuando estuvo en la Tierra, dio una serie de señales. Él dijo: cuando ven florecer las flores y los árboles, saben que se acerca el verano o la primavera; pues también hay señales que nos acercan al fin», explica ella.
«Algunos que salen, no todos, lo hacen con malas intenciones de hacernos daño», afirma Leticia sobre los extestigos. Para su marido, el propósito solo es destruir, no tienen ningún mensaje positivo y lo que ellos predican ayuda a las familias. Pero, para quienes han salido de la organización, la historia es otra.
«Cuando la rana está en una olla hirviendo, no muere por el agua, sino porque no sale a tiempo». Sonia Alanis (Córdoba, 1977) nació dentro de una olla llamada testigos de Jehová. De padres estudiantes de la Biblia, abandonaron la organización; pero su madre lo retomó cuando ella solo tenía siete primaveras. Fue precursora regular —el mayor grado que puede tener una mujer— y confiesa que es una «puta máquina vendiendo». La danza fue su catarsis, aunque los líderes de la congregación, también denominados ancianos, consideraban esos movimientos como «bailes sensuales» y contrarios.
Los hombres tienen un claro predominio sobre la mujer en los testigos de Jehová, y solo ellos llegan a las jerarquías más altas
Su madre tuvo un gesto que rompió el molde. Cuando su hija le confesó que quería dejar de ser testigo, le dijo: «Antes de ser testigo de Jehová, soy madre». Eso es un hecho aislado. «No te miran, no te hablan, te dejan fuera».
«Si la mujer tiene que orar delante de un hombre, se tiene que cubrir la cabeza en símbolo de respeto», explica, recordando incluso que una vez tuvo que tapársela con un pañuelo de papel. Tampoco ellas pueden aspirar a altos cargos porque el hombre es el cabeza de familia.
Alanis tuvo que renunciar a su primer amor porque era un mundano y mientras que él no fuera testigo, no podrían estar juntos. Ana García (Vigo, 1985) —su nombre no es verdadero: prefiere no ser identificada— tampoco pudo vivir el suyo. Le gustaba su mejor amiga, pero jamás pudo anunciarlo en libertad.
—¿Quién me devuelve poder vivir mi primer amor de manera normal? —se pregunta desde el sofá de su casa.
Fisioterapeuta de profesión, de niña debía estudiar el texto del día de forma obligatoria. Pasó 23 años dentro, lo que le regaló un trastorno de ansiedad generalizado. «A los 13 o 14 años le dije a mis padres que debería tomar pastillas porque no me sentía bien. Me respondieron que las emociones malas se curan teniendo fe en Jehová».
El aislamiento familiar y social
A inicios de 1978, un siglo después de la fundación de la organización en Estados Unidos por el milenarista Charles Taze Russell, una pareja joven llegó a la casa de Elena Vargas (Madrid, 1956) —ha solicitado mantenerse en el anonimato— predicando la vida eterna. Sin tener fe, su marido y ella se introdujeron en la organización. La bautizaron por inmersión en una piscina. No imaginaba qué le esperaba luego: ostracismo y doce años de pleitos para ver a sus hijos.
Se separó y se los llevó. Buscó una casa detrás de donde vivía antes para que cuando los niños cogieran el autobús, pudieran despedirse de su padre; pero lo tenían claro: «Queremos ir con papá porque nos sentimos más identificados como testigos de Jehová». «Yo solo quiero veros felices», zanjó ella. Hoy solo ve a su nieto cada quince días. Y no siempre.
Las exigencias también pasan por la vestimenta. «Era una niña tranquila, buena, pero con 16 o 17 años empecé a ver otra realidad. No me gustaba ponerme falda para ir a las reuniones, pero no podía plantearme vestir un pantalón porque las dudas te las infunde Satanás», evoca Marta Benítez (Córdoba, 1978). Sus cuatro hermanos y su madre, que un día fue católica, siguen dentro de la confesión religiosa, considerada sectaria por el Juzgado de Torrejón de Ardoz. Para ellos, Benítez es hoy una amenaza; de hecho, lleva años sin ver a sus hermanos: tan solo pueden juntarse en eventos de primera necesidad.
—¡Calla, calla, calla, tú háblale a Jehová! —le decía su madre ante sus dudas.
Cuando estudiaba Filosofía en el instituto, veía ventanas al mundo exterior, la salida de lo que para ella era como estar en la cárcel. En primero de Filología Inglesa, dejó de ir a las reuniones porque tenía muchos exámenes. «Un día le dije: hoy no tengo que estudiar, pero no voy a ir tampoco».
A Abel L. (Marbella, 1988), ser un niño obediente y aislarse de los que no seguían sus principios le llevó a sufrir acoso escolar. En el colegio fue «bestial» y, pese a que sus padres lo intentaban ayudar, su madre le decía: «Algo habrás hecho tú para que la profesora o tus compañeros te reprendan».
Los chavales se reían porque no celebraba su cumpleaños ni se iba de discoteca con ellos. Cuando era testigo, lo consideraban la oveja negra. Algunos curiosos se acercaban para ver si estaba acumulando méritos y así ascender:
—Ay, el Abel quiere que lo nombren ya… —le decía un hermano de la congregación.
«Hay competitividad entre los varones. Se ansía el poder, el ego, tus aspiraciones son ascender dentro del culto», explica él. Nunca llegó a ser siervo ministerial ni mucho menos anciano; pero su padre sí fue anciano. Fueron ellos los que lo llamaban con número oculto para citarlo a un comité judicial por «esparcir doctrinas contrarias» en la congregación. Se presentaron en su casa y lo juzgaron por apostasía. Lo hicieron llorar, pero quiso volver para recuperar a su familia. «Sabían que no lo hacía por amor a Dios, sino por interés, y me llamaron hipócrita».
Alberto Márquez (Barcelona, 1966) sí que sentía amor hacia Dios: por eso pasó de perder 32 años de su vida enclaustrado en los testigos de Jehová a predicar en la Iglesia Evangélica Bautista de Málaga. No podía salir de ahí, y si lo hacía era porque se asomaba.
De padre comunista de los de carné del PCE y madre católica, su abuela se zambulló en la organización en Alemania y en Málaga lo metió a él. Se ha bautizado como católico, testigo y evangélico. A los 9 años discursaba en un púlpito sobre la Biblia, sintiéndose especial en su colegio, el Alfonso X: «Yo le decía a los niños que la Navidad es una festividad pagana. Discutía con todo el mundo».
A los 18 años vendía donuts desde las cinco de la madrugada hasta la una de la tarde; aunque soñaba con ser abogado. «Me hubiera gustado haber sido juez, pero no, ¿para qué? Decían: si el Reino de Dios ya viene, no tiene sentido», lamenta él.
—Era tan fanático que cuando se casó mi cuñada en la Iglesia, me puse en la acera de enfrente con mi exmujer para que se notara que estaba en contra.
Los ancianos y la justicia interna
«¿Cuándo te vas a bautizar, Pablito? ¡Que el Armagedón ya viene!», le decían a Pablo M. (Málaga, 1969). Se sintió presionado y a los 12 años lo hizo en el campo de fútbol Los Cármenes. Un día su madre le dio dinero para comprar chucherías en un kiosko y acabó haciéndose con unos soldaditos de plástico. Los tuvo que tirar porque es violento y a Jehová no le gusta.
Como anciano de congregación, asumió «miles de responsabilidades». «Creo que hice algún cálculo y a la semana dedicaba 30 o 40 horas como mínimo (no remuneradas) y los fines de semana preparaba discursos, aparte de llevar la contabilidad, el secretariado…». Acabó oficiando los conocidos e ilegales comités judiciales; aunque pensaba y sentía muy diferente al resto de ancianos. «A una mujer la expulsamos porque se quería divorciar de un siervo ministerial que la maltrataba y a otra, por apoyar un aborto».
Acabó fuera de «la verdad» por una relación extramatrimonial. «Sentí un alivio tremendo, aunque me hinché de llorar en el comité». Al salir, percibió el mundo como una selva y se sintió tan mal que cuando pecó: empezó a investigar sobre los testigos. Desde entonces, se distanció por completo.
—Cuando ves a los testigos en la calle, ¿qué es lo que piensas?
—Qué horrible pena.
Ahora es ateo. Algunos, agnósticos. Otros, creyentes. Y mientras tanto…
La olla sigue hirviendo.
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