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Germinal Vega y Eleuterio Torres, dos vecinos de Álora, intentando salvar algunas pertenencias.

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Germinal Vega y Eleuterio Torres, dos vecinos de Álora, intentando salvar algunas pertenencias. Ñito Salas

El Guadalhorce, una semana después: barro y lágrimas

En Álora y Cártama, donde los vecinos se sienten desatendidos por las administraciones, persisten los efectos de la DANA destructora

Miércoles, 6 de noviembre 2024, 00:40

Huele a muerte al salir del coche. El cadáver de un perro emerge bajo un árbol. Mitad animal, mitad barro. Las moscas bailan alrededor y la imagen no es agradable. Resulta que eso ahora es un problema menor.

Germinal Vega está a unos 20 metros de lo que hace una semana aún era su casa, en la calle Partido Isla Hermosa de Álora. Las lágrimas están a punto de asomar en sus ojos. «Estuve subido en el tejado, cuando las masas de agua entraron como una avalancha», recuerda. El río Guadalhorce, en apenas unos minutos, se había convertido en un torrente amenazador. Era pasado el mediodía cuando le evacuaron en un helicóptero de la Guardia Civil.

Eleuterio Torres es vecino de Germinal. El hombre corpulento de 50 años vivía solo, en la casa que está enfrente. Cuando vio que el agua estaba entrando en la cocina, lo único que podía salvar ya era su propia vida. «No me dio tiempo a otra cosa», señala. Lo que queda ahora, una semana después de que la riada asaltara de manera súbita a Álora, son las ruinas de una existencia y una máquina de coser antigua de la marca Singer, ahora atascada. «Era de mi madre, que se ganaba la vida así. La quiero recuperar», insiste.

Siete días han pasado desde la DANA. Una excavadora recorre de manera incesante el camino que ya no es camino. Unos operarios llenan un remolque de escombros. Eleuterio los señala con el dedo. «Son de privados, que los pagan de su bolsillo. Aquí no ha venido aún nadie a ayudarnos». La pregunta por su estado de ánimo parece una osadía. «Desesperado», contesta. «Estamos desesperados». Toma aire y añade: «No necesito alimentos ni colchones. Me acaban de llamar si necesito un colchón. ¿Dónde voy a poner un colchón? Lo que necesito es que me quiten el barro».

No son solo Eleuterio ni Germinal. Un recorrido con el 4x4 revela que son aún centenares de vecinos que se encuentran en una situación de desamparo. Sin luz y sin agua corriente. La alegría por la ausencia de víctimas mortales se diluye ante la magnitud de lo que se observa al pisar el terreno. Barro, troncos y cañas hasta donde alcanza la vista. La maquinaria pesada, que se intuye necesaria, apenas se percibe. La palabra normalidad no entra aún en la horma de ninguna de las maneras.

Álora es un municipio bonito y orgulloso, a unos 200 metros de altura. Aquí todo el mundo se conoce. Los vecinos saben quién se habla con quién y a qué hora van a la panadería. No es la primera vez que se ve afectado por unas inundaciones. Aún recuerdan las de 2012. «Llueve sobre mojado», resume Tomás Pérez. Tiene 44 años y está sacando barro del salón de la casa de su madre.

Las ojeras dan relieve a un rostro que parece agotado y rendido. Tomás habla con expresión apagada. «Estamos hartos de decir que el río lleva más broza que nunca. Nadie hace nada. Lo peor es que esto va a volver a pasar», lamenta. Como muchos habitantes de Álora está cabreado con los políticos, que solo se preocuparían por sus asuntos, que llegaron para hacerse la foto y luego desaparecieron. «Los únicos que han venido aquí a quitar barro son los bomberos del Consorcio Provincial y los del Frente Bokerón», mantiene.

Miguel Ángel Vázquez, 52 años, es un vecino más en este manual de 'Cómo personas luchan contra los efectos de una catástrofe'. En estos días ha aprendido a balancearse por el lodo, esa masa resbaladiza que ha teñido su casa de marrón. Invita a entrar y muestra la marca que ha dejado el agua en la pared. Casi llega hasta la cintura. Lleva una semana sacando barro y en una estimación optimista aún le quedan meses para restaurar su finca.

La solidaridad es grande. No son miles y miles como en Valencia pero la figura del voluntario también aparece. «¿Cómo podemos ayudar?», es una de las frases más pronunciadas. Javier Sánchez y Alberto Claros son dos jóvenes de Málaga. El primero está opositando a Policía Nacional y el otro a guarda forestal. «Hemos visto en las redes sociales que hace falta gente y nos hemos animado».

Miguel Ángel les pregunta si tienen herramientas. Ambos niegan con la cabeza. La voluntad sin organización es como potencia sin control. «Podría estar mejor coordinado, la verdad», admite uno de los jóvenes, al que ahora se le nota incómodo por no sentirse útil.

Más imágenes de los efectos de la DANA en la zona del Guadalhorce. Ñïto Salas
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Decir que algunas partes del Guadalhorce permanecen sumidas en barro no es una exageración. Stenka, una vecina checa con un apellido impronunciable, es el vivo ejemplo. Hace doce años, decidió instalarse en una casa cercana al río. Ahora, espera sentada en una de las pocas sillas que ha podido salvar mientras que algunos bomberos bombean el agua de una vivienda que casi se convierte en una ratonera. «El río se desbordó y fue cuestión de segundos cuando el agua entró en mi casa. Por suerte, me dio tiempo a subir a la planta de arriba. Si no, ahora mismo no estaría aquí», asegura.

Lo poco que le queda es un cuadro que pretende «repintar». Lo que no le faltan son los reproches a los administraciones. «Es la segunda inundación que vivo y vendrán más si no se hace nada», dice. Como otros afectados, Stenka apunta a la falta de mantenimiento de los cauces. «Estaban de cañas hasta arriba. Con con que lloviera fuerte como ha pasado, estaba claro que se iba a hacer un efecto tapón», sostiene.

Fuera de las zonas afectadas, los efectos de la DANA solo parecen un espejismo. El sol acaricia y la temperatura es la de un día de primavera. En la Venta los Caballos, un clásico en el entorno pintoresco del Caminito del Rey, hay gente tomando el aperitivo. La amplia terraza está llena. El aroma a cotidianidad confunde. A veces, las realidades coinciden en un espacio reducido pero sin llegar a tocarse.

En la entrada de Cártama, un camión del Infoca pone al espectador de nuevo en su sitio. Las calles en la barriada de Doña Ana están liberadas de lodo. Al menos de manera superficial, se nota una cierta mejora. La frustración, sin embargo, persiste. Antonio Luque, un agricultor de limones, se ha tenido que ir a una esquina a llorar. Está cansado de políticos y de prensa.

Siempre las mismas promesas y siempre las mismas preguntas. «No necesitamos solidaridad, necesitamos que arreglen y quiten la mierda del río. Eso lo puedes poner».

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