Covid persistente en Málaga: Cuando el infierno de los síntomas del coronavirus dura meses
Estefanía, Antonia y Ana María se contagiaron en la primera ola de la pandemia y, casi un año después, siguen arrastrando síntomas o secuelas que les impiden recuperar su vida. «Es como si te cayeran 50 años de golpe. Necesitamos investigación y protocolos de actuación sanitaria»
El virus tiene un comportamiento caprichoso, impredecible, en cada nuevo contagio. Como una especie de ruleta rusa. Aunque el tiempo medio desde el inicio de los síntomas hasta la recuperación de una persona afectada por covid es de 2 semanas cuando la enfermedad ha sido leve y de 3 a 6 semanas cuando ha sido grave o crítica, en muchos casos, la lucha contra el despiadado SARS-CoV se prolonga en exceso en el tiempo, con diversos síntomas, durante largos meses. Es el caso de Estefanía, Antonia y Ana María, tres malagueñas que se contagiaron en la primera ola de marzo de 2020 y que a día de hoy, casi un año después, siguen arrastrando una síntomatología que les impide recuperar su vida con normalidad. Fatiga crónica, disnea, dolores musculares y de cabeza, febrícula, visión borrosa, falta de concentración, tos, sequedad en los ojos, diarrea, vómitos o dificultades respiratorias son solo algunos de sus síntomas. Aseguran que padecen lo que empieza a conocerse como 'covid persistente' o 'long covid', una dolencia reconocida recientemente por el Ministerio de Sanidad con apartado diferente al de las secuelas del virus y por el que hace ya tiempo lucha por divulgar la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG) y el colectivo de afectados LONG Covid ACTS. Se estima que uno de cada diez contagiados podrían sufrir este síndrome.
«Hemos negativizado el coronavirus pero la enfermedad no acaba de marcharse y no acabamos de recuperarnos. Es como si te echaran 40 ó 50 años, de golpe, encima», cuenta a SUR Estefanía Manzano, teleoperadora aún de baja que reclama que se reconozcan estos casos como enfermedad para que quien lo sufre pueda ser tratado adecuadamente. «Es una montaña rusa: a veces mejoras y otras de nuevo estás hecha un trapo», indica ahora Ana María Oña, autónoma malagueña que suma más de una veintena de síntomas que hacen muy cuesta arriba su jornada laboral en su negocio. En la misma línea se expresa Antonia B. Durán, celadora del Hospital Clínico que no se despega de su inhalador para desempeñar sus funciones. «Necesitamos que se nos reconozca, que se investigue y se activen protocolos de actuación sanitaria», destacan las tres afectadas vinculadas a la delegación andaluza de la plataforma ('Covid Persistente Andalucía').
Estefanía Manzano. (36 años)
«La tos me acompaña mañana, tarde y noche; es mi pesadilla un año después»
Estefanía habla con apenas un hilo de voz que pausa con frecuencia para tomar aire y reponerse de la incesante tos que le persigue mañana, tarde y noche. «Va a acabar conmigo, es mi pesadilla», advierte. Esta teleoperadora malagueña de 36 años, casada y con un hijo de 13, vive una auténtica odisea desde que se contagió -en su trabajo, piensa, coincidiendo con varios positivos- en marzo del pasado año. El virus le causó una neumonía bilateral que la obligó a postrarse en la cama y a aislarse de su familia en un cuarto de una casa de 70 metros y un único baño. Le hicieron seguimiento telefónico hasta que, en abril, se plantó en Urgencias. «Yo pensaba que me moría: me falta el aire, no podía respirar», recuerda. Y aquella no fue la primera vez: acudió otras tantas ocasiones al hospital Regional hasta que decidieron ingresarla el pasado 1 de junio viendo que sus síntomas no remitían. «Curiosamente mi test ya daba por entonces negativo en covid pero aún así seguía manteniendo síntomas casi tres meses después», relata. A día de hoy, tras once meses de lucha, Estefanía sigue de baja, en casa, conviviendo con un asma bronquial severa. Sufre mareos, afonía permanente, fiebre, fatiga extrema, visión borrosa y le han registrado una capacidad pulmonar del 60%. «Tengo un diario de síntomas», confiesa.
A duras penas sale a la calle y cuando lo hace necesita ir acompañada de su marido o su hermana. En casa se ahoga incluso lavando los platos. Pese a todo se muestra optimista y confiada en que su situación mejore: «No estoy muerta y solo por eso me puedo sentir afortunada. Aunque no niego que es muy duro: tengo 36 años y parezco una abuela de 70 con pastillas en la mesita de noche y máquina de oxígeno para no ahogarme. Necesitamos que se visibilice nuestra situación», sentencia.
Ana María Oña Torres (53 años)
«Tengo vecinos mayores que pasaron mal la enfermedad y ahora están mucho mejor que yo»
El 10 de marzo del pasado año Ana María ya se encontraba indispuesta. Tiene claro que contrajo el virus en su negocio, una papelería y tienda de regalos con despacho receptor de lotería ubicado en la localidad de Guaro. «Tuve clientes que lo pasaron y por entonces no había distancias ni mascarillas», rememora. Coincidiendo con el confinamiento a nivel nacional se encerró en casa, sola, para encarar el vapuleo del virus. La cabeza le estallaba y el cansancio extremo no le dejaba fuerzas para moverse del sofá. «Me pasé 8 meses durmiendo sentada porque al acostarme me ahogaba. Era como si tuviera un elefante sentado en mi pecho». En mayo, con la desescalada, antes de reabrir su negocio decidió hacerse una prueba por su cuenta que confirmó lo que se temía: tenía anticuerpos, había pasado la enfermedad. Sin embargo las molestias aún persistían. De hecho, en septiembre tuvo otra recaída que le obligó a darse de baja unos días. «En todo este tiempo me he obligado a trabajar porque soy autónoma y tengo que mantener a flote yo sola mi negocio, no tengo otra salida más que aguantar».
Ana María buceaba constantemente por Internet buscando respuesta a lo que le ocurría hasta que dio con la plataforma de afectados andaluza. «Encontralos fue como dar con un faro que guiara mi camino: ya no era un bicho raro que nadie comprendía, había un colectivo que padecía lo mismo que yo», cuenta aliviada.
En la actualidad sigue con «dolores de cabeza insoportables, lagunas al hablar o cansancio exagerado tras hacer cualquier tarea cotidiana». Lleva meses de visitas a especialistas y está pendiente del diagnóstico de una pericarditis (inflamación y la irritación del pericardio, la membrana delgada con forma de saco que rodea el corazón) post-covid. «Necesitamos que nos tomen en serio, que se investigue qué nos pasa», argumenta. Mientras tanto afronta esta dura experiencia vital con ánimo y esperanza. «Soy una guerrera nata, lo he heredado de mis padres y voy a seguir luchando».
Antonia B. Durán (45 años)
«Hasta cinco meses después no me sentí capaz de volver a trabajar»
Antonia empezó a sentir que algo no marchaba bien el 6 de marzo del pasado año, en plena efervescencia de la crisis sanitaria. «Nunca suelo enfermar, ni tener fiebre, la verdad, nunca», asegura. Sin embargo, una semana después llamaron al 112. El sistema ya estaba colapsado, no había ambulancia para ella y se plantó en urgencias por sus medios con su hijo mayor (tiene uno de 15 años y una niña de 9). La mandaron a casa. «Yo estaba extremadamente cansada, ni una ducha corta podía darme sola. Tenía dificultades para respirar y el cansancio no me permitía ni articular palabra. Poco después se me empezó a caer el pelo», recuerda esta celadora del Hospital Clínico que por entonces estaba en paro. Tras confirmar el virus aún tuvo que esperar hasta el mes de agosto, casi cinco meses después, para «sentirse persona» y reunir fuerzas para aceptar su puesto actual en el hospital. «Me habían llamado antes pero hasta entonces ni por asomo podía enfrentarme a una jornada laboral, no me veía capaz».
A día de hoy no se separa de su inhalador para combatir la dificultad respiratoria. También padece dolores musculares y toráxicos, visión borrosa, o dolor de ojos. Dice que ha perdido incluso capacidad de concentración para la lectura, una de sus grandes pasiones. El covid también le ha provocado -y esa es la peor parte, asegura- leucopenia (descenso del número de leucocitos en la sangre) y una trombocitopatía, una afección en las plaquetas.
Pese a todo, al igual que Estefanía y Ana María, encara su estado con valentía y confianza: «No me queda otra, en el hospital sigo sonriendo bajo la mascarilla a los pacientes aunque a veces cueste».
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