
Martes, 18 de agosto 2020, 00:04
A todo hay que buscarle el lado bueno. Encontrar la paz interior y rodearse de buena gente es la filosofía de vida de José Manuel López Gallego (Málaga, 1984), quien fue bautizado como Little Pepe la primera vez que cogió un micro en el bar Abisinia. De eso han pasado ya dos décadas, un tiempo en el que se ha hecho grande. Hoy, aquel niño que creció a caballo entre el barrio de Las Flores y la Trinidad y que tocó marchas procesionales, pasodobles y zarzuela mientras estudiaba clarinete en el conservatorio es una referencia del reggae en España. Un estilo con el que quiere transmitir buenas vibraciones, positivismo y esperanza.
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–Málaga no es Jamaica precisamente, ¿por qué el reggae?
–Es un canto espiritual, que me llegó por casualidad. Yo no lo elegí; me escogió él a mí. Con 17 años, uno de mis mejores amigos empezó a pasarme algunos de los muchísimos discos de reggae que tenía y me fui empapando del estilo. Hasta hoy.
–Su nombre artístico no hace honor al importante hueco que se ha hecho entre los más grandes del género en España…
–Más que un legado musical me gustaría dejar un legado vital, que el que comparta algo conmigo me recuerde como una buena persona. El nombre es lo de menos y demuestra que nunca tuve otra pretensión que pasarlo bien.
–Y ¿qué queda hoy de aquel «pelúo» de hace una década que solo quería pasarlo bien?
–Queda pelo todavía (risas), pero sobre todo muchas ganas de hacer música. Podría llevar el pan a mi casa trabajando en las otras muchas cosas que ya he hecho, como camarero, reponedor, pintor... Lo que haga falta, pero creo que mi vocación es cantarle a la gente.
–Pero, ¿se puede vivir del reggae?
–Claro que sí. ¿Se puede vivir de coser botones? Depende de cuántos botones cosas y de las necesidades que tengas que cubrir. Mientras yo hacía letras allí metido en la Trinidad, veía a otros amigos que se casaban, compraban casas, coches... Yo he procurado ser feliz haciendo lo que me gusta. Es difícil vivir de la música, pero cuando lo haces con tesón y el fruto de ese trabajo no es el dinero, sino el reconocimiento, es muy gratificante. Nuestra música ayuda a la gente. Transmite positivismo y esperanza y siento que tengo un compromiso con ellos y no puedo de la noche a la mañana dejar de darles ese mensaje. Hay quien dice que soy su psicólogo, que mi música es terapéutica.
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–Viéndole ahora cuesta creer que empezara tocando marchas procesionales y pasodobles. ¿Qué nos hemos perdido?
–La vida te lleva por mil sitios y de pequeño en el conservatorio me llevaban a las clases de los mayores porque cantaba bien. Con 8 años ya tocaba en la banda de Las Flores. La música me atrapó, porque es la droga más grande que hay, pero que no duele cuando pega; capaz de alterar conciencias y remover estados de ánimo. Por eso, es un poder inherente grandísimo. Un día fue consciente de él y ya nunca quise retirarme de esa vibración. Me he criado entre altavoces, salas de ensayo, alrededor de los cantautores españoles que me ponía mi mamá. La música es parte de mí.
–Pero, ahora, no se ve tocando con el Cautivo…
–En su día lo hice con el Cautivo, la Zamarrilla, la Esperanza, en casi todas las cofradías y ahí vi el poder increíble de la música. Aún sin ser las composiciones que más me gustaban, a mí se me levantaban los pelos cuando tocábamos estas marchas procesionales a ciertas horas y en la calle se levantaban a pulso los tronos.
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–Muero por saber qué contenía aquel cassette ochentero al que siempre se refiere como el que le cambió la vida…
–Tenía música de Bob Marley, Peter Tosh, Bunny Wailer, de los grandes que sentaron las bases de cómo yo entendía la música. En esos años en los que yo empecé a empaparme fue una revelación.
–La declaración del estado de alarma le pilló en plena gira de su último álbum Real One Love. ¿Cómo encajó ese parón?
–Fue un frenazo en seco. Estábamos con el disco recién salido y, humildemente, por las críticas recibidas ha sido el mejor disco que he hecho. La repercusión fue buena: la primera semana entre los 100 discos más vendidos y habíamos ofrecido ya cuatro shows, tres de ellos con todo vendido. Pero he llorado con un ojo: se paró para mí y para todo el mundo. Lo que tenía claro es que no quería encerrarme a hacer otro disco cuando el que acababa de lanzar había quedado bien bonito y tocaba promocionarlo.
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–Y ¿ve algo de luz en el horizonte estival?
–Algo sí. Quizá no sea el verano que me esperaba, pero yo con que me dejen cantar soy feliz.
–¿Es difícil ser un reggaeman donde impera el reguetón?
–Creo que ahora mismo es difícil ser un hombre con valores en la música. Es más fácil hablar de algo banal y saber que es pegadizo que hablar de algo más profundo. Hace muchos años que vengo diciendo que cuando la gente se canse del reguetón, acabará quitándole el 'ton' y se quedará con el 'regue'.
–¿Dónde ha dejado su estética rastafari?
–El pelo no es solo algo estético, para mí es algo más profundo. En el Antiguo Testamento, el voto del nazareo y el no cortarse el pelo era una forma de consagrase a Dios. Cuando lo tuve bastante largo viví la desgracia de que mi tía muriera en mis brazos. Dicen las escrituras que cuando entras en contacto con un difunto tienes que cortarte el cabello y esos votos tienen que ser renovados, porque la energía ha sido contaminada.
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–Su padre salió en una portada de diario SUR tras jubilarse como profesor, ¿qué enseñanzas le marcaron?
–Es maestro, pero la principal labor de mi padre no fue la docente, sino la social. Trabajó mucho en la reconstrucción de la Palmilla y el alcalde quiso reconocérselo. Es mi héroe, mi superman.
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