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En 1948, el tenis era un entretenimiento para ricos en una sociedad que se recuperaba de la Guerra Civil, y el Club Velázquez, de Madrid, un reducto donde predominaban el buen vivir y un blanco impoluto en las pistas. Un ambiente que deslumbró a un Manolo Santana que con sólo diez años decidió que quería formar parte de eso. No lo tenía fácil: el niño pertenecía a una familia que había perdido la guerra. El padre había pasado seis años en la cárcel y la madre a duras penas sacaba adelante a cuatro hijos.
Más de sesenta años después, Santana reconoce en su familia un mérito esencial. «Mis padres podrían haberme inculcado rencor hacia el régimen de Franco y cómo se vivía, y estaban en todo su derecho. Pero no lo hicieron, y por eso yo pude desarrollar mi vida en un ambiente de derechas, porque el tenis era un deporte para privilegiados». Santana llegó al Club Velázquez gracias a un encargo de su madre: era domingo y había que llevarle un bocadillo a Braulio, el hermano mayor, que como otros niños ganaba unas pesetas como recogepelotas y limpiando las pistas. Ahí fue el pequeño, y el tenis lo deslumbró. Decidió que pertenecería a ese mundo. «Soy un hombre con suerte, pero la suerte hay que buscarla. Con 70 años lo sigo haciendo». Su manera de buscar la suerte fue convencer a su madre de que le volviera a mandar con el bocadillo; y a su hermano, para que le facilitara entrar a trabajar al club. Manolo no era buen estudiante, y las propinas que podía ganar convencieron a la madre de que era una buena idea. No podía imaginar la mujer la magnitud de su acierto.
Ahora había que aprender a jugar. Las raquetas eran sólo para los socios, pero tampoco eso fue un obstáculo. El respaldo de una silla de madera fue su primera raqueta, y un frontón para pelotear en los ratos libres, su primera pista.
El segundo hecho decisivo vino tras la muerte de su padre. El futuro jugador tenía catorce años, y los Romero Girón, una familia adinerada socia del club, decidieron acogerlo. El agradecimiento ha perdurado. «Lo hicieron por el cariño que me tenían, jamás pensaron que yo jugaría al tenis. Me fui a vivir con ellos, aunque todos los días iba a comer con mi madre». Fue un cambio brutal. «Empecé a comer con cuchillo y tenedor». Su vida se ajustó a la disciplina de los estudios y las lecciones de tenis.
El deporte comenzó a vislumbrar que estaba ante alguien diferente cuando en 1955, un desconocido Manolín Santana ganó en Barcelona el campeonato de España junior, lo que le dio argumentos para volver a llamar a la suerte y plantarse ante la familia de adopción con un deseo: dedicarse de lleno al tenis. Hubo una condición: antes había que terminar el bachillerato. Por eso, no fue hasta 1958 cuando Santana pudo comenzar a jugar torneos internacionales. Detrás había una ambición: «Yo vi que si destacaba en el tenis, podía ayudar a mi madre y a mis hermanos».
La historia que siguió es más conocida: Campeón en Roland Garros en 1961 y 1964. Por entonces «en España no se sabía si la pelota era redonda o cuadrada». La indiferencia se acaba en 1965, cuando un equipo encabezado por Santana consigue la Copa Davis en una final contra Estados Unidos. «Ahí fue cuando los españoles comenzaron a conocer el tenis. Después de eso todo el mundo se apuntó al carro». Cuando ese mismo año ganó el abierto de Estados Unidos, consolidó su condición de ídolo nacional. El éxtasis de Wimbledon en 1968 ya fue retransmitido en directo. «Había que ser fuerte mentalmente, porque uno sentía que tenía a todo el país detrás».
El retiro no lo sorprendió. Tres años antes de convertirse en ex tenista, buscó otra vez la suerte. Lo hizo en una entrega de premios en Estados Unidos, cuando el presidente de la compañía tabaquera Phillipe Morris le preguntó qué iba a hacer cuando dejara el deporte. «Trabajar con usted», le respondió. Dicho y hecho. Fue dejar la raqueta y viajar a Estados Unidos, donde se incorporó a la empresa, eso sí, sin probar jamás un cigarrillo.
Pasó algún tiempo antes de que el tenis volviera a llamarle. Y con el tenis, Marbella. Un día en que se estaba poniendo la corbata se encontró frente al espejo a una persona diferente a la que quería ser. Se instaló en el club de tenis Puente Romano, y en 1994 montó su club gracias a una concesión municipal. Sus 70 años lo encuentran organizando torneos del máximo nivel y como objetivo de la prensa rosa. Acostumbrado al acoso de las cámaras, lo lamenta por las personas de su entorno pero lo lleva con una sonrisa. La sonrisa de un tipo con suerte.
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