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Se ha abierto en canal para escribir y cantar sin tapujos sobre la muerte y el amor, las adicciones y la soledad, hasta construir una ... de las obras más honestas y radicales de la música popular española. Pero hace ya varios discos que Nacho Vegas (Gijón, 1974) prioriza su compromiso político por encima del tono confesional y poético que lo convirtió en un cantautor de culto. Hoy dará el concierto inaugural de MaF-Málaga de Festival en el Cine Albéniz, donde presentará 'Mundos inmóviles derrumbándose', un trabajo que reivindica la ternura y los cuidados, arremete contra un capitalismo «en fase de implosión» y pone fin a un largo bloqueo creativo.
–Usted no se acordará, pero una vez coincidimos en un bar en Madrid, de madrugada, y le asalté para decirle que había ido a muchos conciertos suyos.
–¿Y qué respondí?
–«Gracias, prometo que algún día daré uno bueno».
–(Risas). No sé si lo he conseguido.
–¿Qué mundos se derrumban?
–Percibo que hay algo en descomposición en el mundo que habitamos y en los mundos que nos habitan. No sé si tiene que ver con lo que hemos pasado o si la pandemia sólo ha acelerado algo que tenía que ocurrir de todas formas. Siento que todo es demasiado feo, hostil. Necesitamos reconstruir vínculos, imaginarios colectivos y personales que se han quedado tocados después de estos dos años. Pero lo veo como algo positivo: algo tiene que derrumbarse para que haya una reconstrucción.
–¿Y qué queda de aquella promesa de que todo iría bien, de que saldríamos mejores?
–Yo también lo pensé. Ahora me siento ingenuo, naíf. La pandemia fue una bofetada de realidad que podría habernos servido para repensar muchas cosas, pero no contábamos con que hay una maquinaria muy poderosa que aprovecha estas circunstancias. Se cuelan discursos que tienen que ver con el miedo e inciden en nuestro carácter reaccionario. También a eso me refiero con los «mundos inmóviles» del título del disco. Hago referencia a ese pequeño dictador que todos llevamos dentro y que a veces piensa que ojalá nos quedemos como estamos. Pero resulta que quizá no estábamos tan bien.
–¿Y cómo mantiene a raya a ese pequeño dictador?
–Hacer canciones te obliga a reinventarte. Pero siempre hay nuevos estímulos que ayudan a no dejarnos vencer por esa inercia que nos hace ser reacios a los cambios y tomar una actitud inmovilista.
–Frente a ese miedo extendido hacia el otro, hacia quienes son diferentes, usted presenta un disco que reivindica la ternura, los cuidados mutuos, lo colectivo frente a lo personalista.
–Ya pensé titular mi último recopilatorio, que era doble, con dos versos sacados de poemas de Carver: 'El don de la ternura' y 'La necesidad de amparo'. Son versos que apelan a la ética de los cuidados, que debería ser central en nuestras vidas. Es algo que pienso desde hace tiempo. Está cada vez más de moda una especie de discurso cínico y casi cruel, un sarcasmo común en las redes sociales y el debate público. Es un rollo abyecto y descompositivo que pasa por despreciar al otro desde una visión narcisista. Y frente a eso está la ternura, que reconoce al otro. Hay una parte de la izquierda que considera que es una posición cursi, posmoderna, pero creo que la ética de los cuidados está subestimada y tiene que ver con valores transformadores y revolucionarios. A eso tenemos que cantar.
–Pero hasta esa ética de los cuidados ha sido pervertida para generar un marketing en torno a la autoayuda, como si pudiéramos salvarnos solos, como si no dependiéramos unos de otros.
–El poeta Alberto Santamaría lo llama capitalismo afectivo: el sistema se dio cuenta de que lo único que no puede poseer ni privatizar son nuestras emociones, aunque lo haya intentado mediante algoritmos y cookies que intentan saber qué estado de ánimo tenemos. En el fondo la autoayuda es lo opuesto a una auténtica ética de los cuidados porque apela al individualismo.
–Y luego está el coaching...
–Hay una dictadura del pensamiento positivo: «Si estás jodido, sonríe». Parece que no podemos estar tristes, pero la música popular históricamente se ha nutrido de sentimientos dolorosos y complejos. Hay que reivindicar que a veces tenemos derecho a ser infelices, aunque la mentalidad actual quiera barrer la infelicidad para esconderla debajo de la alfombra. Pero cuando algo nos duele es porque estamos vivos. Saber eso es necesario para cuidarnos de verdad y no asumir los códigos del pensamiento positivo.
–Hasta han inventado el concepto «salario emocional». No, hombre: págueme.
–(Risas). ¡Hostia! Eso no lo sabía.
–¿El Nacho que cruzaba pullas con Christina Rosenvinge es el mismo que canta: «Grande Marlaska sonríe / inaugurando un nuevo CIE. / No reprimiré esta náusea. / Siempre hay luz tras tanta oscuridad»?
–No sé si soy el mismo. Supongo que sí, algo más viejo y menos tonto. Lo cantaba Morrissey: «¿He cambiado yo o es el mundo el que ha cambiado?». Al final no sabes si el cambio de mirada depende de ti o del mundo o es una mezcla de ambas cosas, aunque no sé en qué proporción. Mi vida íntima, mis mierdas y mis obsesiones se mezclan con lo que nos rodea, lo que afecta a gente cercana y no tan cercana. Esa es la materia prima con la que hago mis canciones.
–Hay un verso en 'El don de la ternura' que me parece una tabla salvavidas: «No hay victoria que sea final ni derrota total».
–Es curioso. Ese verso nace de una vez que toqué en Uruguay. Conocí a Pepe Mujica, que me preguntó cómo iban las cosas en España. Yo respondí algo fatalista y me dijo: «No te preocupes. Ninguna victoria es definitiva, pero tampoco ninguna derrota lo es».
–He leído que la primera vez que escuchó el disco terminado pensó que le había quedado algo triste. No estoy de acuerdo.
–Son canciones gestadas en momentos duros, complejos, aunque tal vez comparado con mis primeros discos parezca luminoso. Con los años me he quitado cierto determinismo trágico de encima. Veo la vida de otra manera. Los sentimientos tienen que abordarse arrojando algo de luz para evitar el principal enemigo de una canción: el regocijo. Hay que atravesar esos sentimientos para que la música resulte catártica. A veces es necesario que haya algo de luz. Pero creo que nunca hay canciones demasiado tristes ni demasiado alegres. Eso es reduccionista. Los sentimientos siempre son complicados, a veces contradictorios.
–El disco incluye una elegía a uno de sus mejores amigos: «El día en que Ramón murió, cada uno con sus asuntos, / hicimos muchas cosas a la vez pero ninguna juntos, / tantas cosas a la vez pero ninguna puta cosa juntos».
–A veces la línea que separa la realidad de la verdad a la que pretendes llegar con una canción es fina. No es tanto un homenaje a mi amigo sino una reflexión sobre cómo nos enfrentamos a la muerte y cómo escapamos de algunas cosas. Hay que darse tiempo para pasar el duelo, y hacerlo con gente querida en vez de huir cada uno hacia adelante. Pero a veces nuestros problemas no son sólo afectivos. Un psiquiatra de Asturias cuenta que a su consulta acudió una mujer que estaba deprimida porque la acababan de despedir. Le pedía antidepresivos. Él contesto: «Usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa». Una de las victorias del paradigma neoliberal, que se ha instalado como hegemónico, es minar a la clase trabajadora, desmovilizándola mediante el hiperindividualismo.
–¿Nos condenan a la insatisfacción permanente?
–Las lógicas de consumo no consideran la cultura como un elemento de cohesión, como históricamente ha sido. Antes cogíamos una botella de whisky o un tarro de helado cuando estábamos mal. Ahora eso ha cambiado: la gente entra en Amazon y compra todo lo que permita la tarjeta. Se habla de consumir cultura, no de disfrutarla. Y no creo que sea algo inocente: el lenguaje es político. Han convertido la cultura en una mercancía, pero tiene el poder de remover conciencias y corazones y de contribuir a transformar las cosas.
–¿Cómo ha digerido la separación de su banda habitual, ahora convertida en León Benavente?
–Fue algo natural. He sido testigo del éxito de los leones. Cuando empezamos a hacer 'Violética' (su disco en homenaje a Violeta Parra) teníamos claro que iba a ser nuestro último trabajo juntos. Ya estaba concienciado. Me siento afortunado de haber tocado con ellos. Merecían ser mucho más que mi banda. Rodearme de su talento me hizo crecer mucho, y también tengo la sensación de que la banda actual tiene una sensibilidad particular, poderosa. Las giras y los discos son trabajos de colaboración. Y los cambios están bien: obligan a analizar, a reinventar.
–¿Está al tanto de la orden de desalojo de La Invisible?
–He conocido muchos espacios colectivos que funcionan como punto de encuentro para gente muy diversa. La Invisible forma parte de esos lugares que fomentan la cultura autogestionaria y colaborativa. Ha creado una red que me parece importante mantener. Sería una pena que la desalojaran. A la derecha le dan miedo estos espacios que construyen conciencia colectiva, no vaya a ser que las ciudades acaben siendo gobernadas por los vecinos y no por una élite.
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