Casas de muñecas sin casa: una colección malagueña sale a la venta por un millón de euros
Voria Harras busca comprador para unas miniaturas que muestran la vida desde mediados del siglo XIX. Tuvieron su museo, ahora están en un almacén
Por fuera es una nave de campo cualquiera en medio de un olivar, a pocos minutos de Álora. Pero dentro no hay aperos ni restos de la cosecha. Aquí, cuando se encienden las luces del almacén, se iluminan también las del comedor de la mansión cordobesa Villa Dolores, las de la cocina de la casa malagueña de Monte de Sancha y las de las escaleras del palacio gaditano de los Carranza. Cuando nos vayamos, se volverán a apagar hasta la próxima visita, quizás la de un comprador. Voria Harras pone en venta su colección de casas de muñecas, una de las más completas e interesantes que hay en España, para garantizar su conservación. «Yo tengo ya 75 años y quiero que esto viva al menos otros cien años más», asegura, sin ocultar la pena y la resignación.
Un millón de euros es el precio que ha puesto al trabajo de toda una vida, al tiempo y dinero invertidos durante décadas en comprar medio centenar de casas –además de un sinfín de miniaturas, juguetes y muñecas– y restaurarlas. Un trabajo constante y exigente, buscando siempre materiales similares a los originales y tratando de ser fiel a la historia, tal y como le enseñaron en la Escuela de Artes y Oficios.
Porque además, como ella siempre defiende, las casas de muñecas son parte de la memoria de un país. «No se hacían para jugar, eran miniaturas para que los propietarios vieran cómo iba a quedar su casa y el interior», defiende. En el siglo XIX, los arquitectos hacían las maquetas de las viviendas que construían; y los ebanistas, las modistas e incluso las firmas de porcelana creaban versiones de sus productos a escala a modo de catálogo para los clientes. Cuando la familia se decidía por uno, lo fabricaban a tamaño real y les entregaban el modelo, que colocaban en la casita. En una ciudad con apenas diez o quince apellidos de renombre, nadie quería repetir comedor con su vecino.
Por eso, en estas pequeñas residencias hay sillas de madera labrada, mini vajillas de la marca Limoges, sofás de diseño y juegos de cama cosidos a mano. Voria Harras explica todo esto mientras va recolocando piezas dentro de las casas, un gesto que hace casi por inercia, por el placer de tocarlas y verlas de cerca de nuevo. «Muchas veces pienso que ha entrado un ratoncito a vivir aquí», bromea para sus adentros mientras pone en pie a los miembros (de fieltro) del servicio de una casa madrileña típica de la zona de El Viso de los años 40, con una decoración art decó.
Defiende que estas casas del XIX no se hacían para jugar, «eran miniaturas para que los propietarios vieran cómo iba a quedar»
Hace ya cuatro años que las casas no se muestran al público. Durante una década, de 2003 a 2013, tuvieron su propio museo en un edificio de tres plantas del siglo XVIII en la calle Álamos, en pleno centro de Málaga. Pero sin ayudas de ningún tipo ni relevo generacional, Voria Harras se vio obligada a cerrarlo y jubilarse. En el verano de 2018 volvió a desembalar sus tesoros para exhibirlos durante año y medio –«con récord de visitantes», presume– en el Centro de Exposiciones de Benalmádena. Pero desde 2020 están guardados bajo llave, a la espera de que alguna institución o ayuntamiento de algún pueblo los quiera. «Y si no lo pueden comprar, podríamos hacer una especie de alquiler con un fondo de manera que, al final, la colección se quede allí en propiedad. Lo que no voy a hacer es regalarla, nunca. Lo 'regalao', como se dice en Andalucía, ni 'agradecío' ni 'pagao'. Las cosas tienen un valor, aunque sea mínimo», defiende.
Pero si eso no llega a suceder, aunque durante un tiempo se ha resistido a hacerlo, la venderá al extranjero: dos marchantes norteamericanos ya han visto la colección 'in situ' y están recopilando material para venderla en EE UU. «Me da muchísima pena que se vaya de España, pero lo que no voy a hacer es dejarla encerrada en un almacén, no quiero eso». Fuera, asegura, se le da más valor. The Art Institute of Chicago, por ejemplo, tiene un espacio reservado para miniaturas de habitaciones y hay casas de muñecas que se han vendido por varios millones de dólares en EE UU.
Ahora, en esta nave prestada por una amiga, ha dispuesto las casitas más importantes en una especie de semicírculo para enseñarlas a quienes estén interesados. «Y los que vienen a verlo se emocionan», asegura. Es el paso necesario para sacar la colección al mercado. «Desgraciadamente tengo que hacerlo, porque ya no voy a vivir como para poner otro museo, ni puedo. Ya hice el esfuerzo, lo tuve que cerrar, no conseguí ninguna ayuda. Me jubilé, me quedé viuda y era un lujo que no me podía costear (...) Lo que no quiero es que desaparezcan después del esfuerzo, el gasto, el tiempo, la ilusión y el cariño que le he puesto», explica.
Cada cierto tiempo viene desde Málaga para reparar alguna pieza, reponer las bombillas o, simplemente, quitarles el polvo. Su deseo es que vuelvan a exponerse en un museo «donde las cuiden, las restauren, las mantengan fuera de polillas». «Que tengan más vida que yo, incluso que vosotras», dice señalando a quienes estamos en la nave con ella. «Me moriría feliz», añade.
«Tengo que venderlo, porque ya no voy a vivir como para poner otro museo, ni puedo», dice Harras, de 75 años
Estas casas ayudan a que las generaciones futuras vean de dónde venimos, «lo troglodita que vivíamos antes, sin teléfono, sin cuartos de baño». Algunas de ellas se acercan a los dos siglos de antigüedad, es casi un milagro que hayan llegado a nuestros días. «Alguien a quien le interese la historia puede ver a través de ellas cómo estaba la economía y la sociedad en ese momento, si había guerras o no», cuenta. Como sucede con una casa alemana de la posguerra, considerada en la época el mayor lujo de los niños aunque estuviera hecha de un material tan pobre como el chapón. «No sé ni cómo está viva todavía, es muy delicada», relata.
En otros casos, se intuye el poderío de sus inquilinos. Como en la réplica del palacete de Monte de Sancha del siglo XIX que aún se conserva –la Bougainvillea–, con una radio galena en la salita y uno de los primeros teléfonos de pared en la entrada. Aún no había agua corriente, pero esta residencia tenía un cuarto de baño con palanganas para llenar la bañera de la señora. En otras más humildes de la época, el baño seguía siendo exterior.
La «joya de la corona» es el Palacio de Carranza, que aún se mantiene en pie en la calle Ancha de Cádiz, un palacete decimonónico de estilo isabelino que tras sus paredes guarda muebles de mármol en formato mini y juguetes para los niños en hueso de marfil. «Esto no es para jugar, son modelos de muebles hechos por ebanistas», insiste mientras levanta una de las sillas del majestuoso comedor del salón. No le falta un detalle. Hay una habitación en la que se reunían las señoras, una capilla con una pila de bautismo, además de cuadros en las paredes, visillos en las ventanas, un aguamanil de cristal en el salón, lámparas de araña...
Explica Voria que en origen estas maquetas se colocaban en el hall de las residencias para que los invitados pudieran ver cómo vivía la familia sin necesidad de acceder a estancias que formaban parte de su intimidad. Con el paso del tiempo, las puertas se abren y ya no resulta tan extraño visitar al enfermo en su cama o a los niños en sus dormitorios. Las maquetas se retiran de las entradas y se trasladan entonces a los cuartos de juego.
Enfrente del Palacio de los Carranza, Voria Harras levanta el tejado y abre las ventanas de la Casa Tudor. Se asoma por una de ellas. El interior es fascinante. Recuerda que la compró a buen precio porque los niños la habían pintado por completo de amarillo. «Pero empecé a rascar con las uñas y debajo apareció la pintura original. Lo que había hecho esa capa superpuesta era protegerla. Solo esta ya vale el millón de euros», apostilla.
Hay una casa de Jaén con un fogón «maravilloso», originaria de Guarromán; una típica residencia del centro de Málaga donde ella ha colocado piezas que heredó de su abuela, con balcones de barriga y un cuarto de verano en la planta baja para soportar el calor; y un palacete de Córdoba, Villa Dolores, con un hermoso cenador en la terraza de la cubierta. Su colección ofrece una completa representación de la arquitectura andaluza desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el XX.
Con el tiempo, se convierten en un producto para coleccionistas de miniaturas y para niños, y se aprovechan vitrinas o armarios para montarlas. Como ocurre con la casa granadina, con ascensor incluido. En el recorrido por la nave se descubre la llegada del plástico, «que era carísimo, como comprar porcelana ahora», y una se imagina a «las niñas ricas» jugando con sus coloridas cocinas y salones de ese material. Y, poco a poco, se incorporaban las últimas novedades de la vida moderna. Baños con agua corriente, radios, televisores, teléfonos de rueda... «y llegué hasta la bombona de butano, ahí me quedé».
Su colección, no obstante, siguió creciendo con juguetes, muñecas y miniaturas que compraban o les donaban porque sabían que ella las cuidaría. Tiene un arca de Noé de juguete que perteneció al Museum of Childhood de Londres y una muñeca Lenci rarísima de piel negra, de las que se hacían muy pocas porque se vendían menos. Ahora comparte estantería con otras de las casas Jumeau y Steiner. Muebles medievales y bretones (los más antiguos), miniaturas en plata y marfil de una condesa rusa y hasta una muñeca alemana que hace destape mientras canta 'I wanna be loved by you'. En el fondo, es lo mismo que quieren todas estas casa y juguete: ser amados por alguien.
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