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Cuentos, jaques y leyendas: El milagro Euwe: de profesor a campeón del mundo
Cuentos, jaques y leyendas

El milagro Euwe: de profesor a campeón del mundo

El matemático holandés Max Euwe demostró que era posible jugar una partida infinita.

MANUEL AZUAGA HERRERA

MÁLAGA

Domingo, 25 de abril 2021, 00:25

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Un hombre elegante, vestido de traje oscuro y corbata, gafas de intelectual, se sienta como puede, con las piernas hacia un lado para que sus rodillas de gigante no topen con el tablero. El reloj queda a su izquierda. Maneja las blancas. Estamos en uno de los santuarios del ajedrez estadounidense, el 'Manhattan Chess Club', en Nueva York, fundado en 1915 por Frank Marshall. Sus miembros han convencido al aseado y apuesto caballero para que juegue dos partidas de exhibición contra un joven prodigio de Brooklyn, Bobby Fischer, quien ese mismo día, 9 de marzo de 1957, cumple 14 años. Tras ser castigado con un hermoso golpe táctico (dos capturas de caballo consecutivas en la casilla d5), Fischer se rinde en la jugada número veinte. Abandona la sala llorando y corre hacia la bocana de metro, camino de casa. La rabia le invade: no es este el regalo de cumpleaños que había soñado. Al día siguiente, Bobby juega la revancha. Esta vez logra hacer tablas pero, aún así, no está satisfecho. Cualquier chico de su edad celebraría el empate como una victoria. Y no es para menos porque el hombre elegante es el holandés Max Euwe, excampeón del mundo de ajedrez. Euwe ha llegado a los Estados Unidos acompañado de su mujer, Caro Bergman, por motivos laborales. Trabaja como asesor científico para la compañía Remington Rand, con sede central en la Gran Manzana. Max es un buen tipo, tan alto como humilde. Le llaman «el árbol». Logró ser el número uno sin renunciar a la docencia, su gran pasión, ni a su amor incondicional por las matemáticas. El de Max Euwe es un caso irrepetible en la historia del noble juego. Casi parece un milagro.

Euwe nació en 1901 en el barrio de Watergraafsmeer, en Ámsterdam. Su padre, Cornelius, era profesor de escuela. También daba clases de violín y piano. Cada vez que se presentaba la ocasión, jugaba al ajedrez con Elisabeth, su esposa. Así que Max contempló una y mil veces a sus padres delante de un tablero. A la edad de cuatro años, su madre le enseñó a mover las piezas. Ella sentía fascinación por las sesenta y cuatro casillas. Al principio, a Max no le entusiasmó demasiado el pasatiempo familiar, prefería matar el aburrimiento jugando a las canicas, pero en 1911 ganó su primer torneo y aquello hizo que una llama interior avivara su ánimo ajedrezado. Con 20 años, Euwe conquistó el campeonato de Holanda, un título que logró hasta en trece ocasiones. Poco después se doctoró en Matemáticas. Dio clases en Róterdam y, más tarde, en el liceo femenino de Ámsterdam. Max Euwe rescató una vieja constante matemática, la secuencia de Thue-Morse, y demostró que, aplicándola al juego del ajedrez, era posible jugar una partida eterna. Su razonamiento matemático forzó a la FIDE a incluir unas reglas, hoy vigentes, que evitasen este tipo de situaciones 'ad infinitum'.

El profesor Euwe se consagró en el panorama internacional en el torneo de Hastings (Inglaterra) celebrado a finales de 1930 y principios de 1931. Superó al cubano José Raúl Capablanca, el gran favorito, lo que le convirtió en un serio aspirante al título de campeón del mundo, en posesión de Alexander Alekhine. El paso de Euwe por Hastings nos dejó un episodio memorable. La única partida que perdió durante el torneo fue la que jugó contra Vera Menchik y, en aquellos momentos, claudicar ante la campeona del mundo te hacía ingresar en el Club Vera Menchik, un club ficticio que inventó el austríaco Albert Becker. Una bufonada machista. La prensa publicó la derrota de Euwe con todo lujo de detalles: «Hubo una verdadera sorpresa [...] Miss Menchik mantuvo impertérrita su posición desde los comienzos de la partida y, jugando con seguridad, llegó a un final de alfiles y peones, en el cual ejecutó una hábil maniobra con la que batió a su renombrado contrario en 61 jugadas».

Tras su hazaña en Hastings, Max encadenó dos buenos resultados en Berna (1932) y Zúrich (1934), pero en ambas citas quedó por detrás de Alekhine. Esto hizo que el campeón eligiera a Euwe como aspirante al título del mundo, pues pensó que la corona estaría muy a salvo si jugaba contra el holandés. Disciplinado como pocos, Euwe dedicó más de un año a estudiar el estilo de Alekhine y, en sus análisis, encontró cuál era el punto fuerte del ruso nacionalizado francés. El secreto de su maestría era bien sencillo: lograr la iniciativa, o una ventaja decisiva, en la primera fase del juego. Así que Euwe viajó a Viena y se reunió durante unos meses con dos buenos amigos: el austríaco Hans Kmoch, experto en aperturas, y Géza Maróczy, especialista en finales. El 3 de octubre de 1935 dio comienzo, en Ámsterdam, la primera batalla de un duelo Alekhine-Euwe que se había programado a 30 partidas. El campeonato se jugó en trece ciudades distintas gracias a la financiación económica de los clubes y aficionados holandeses. De ahí su carácter itinerante, para que todos los tributarios disfrutaran de la contienda. El 15 de diciembre de 1935 Max Euwe, en un gesto insólito, aceptó las tablas que Alekhine, con dos peones menos, propuso. «Fue una estupidez por mi parte, tenía la partida ganada», reconoció Euwe. Y así fue como el holandés amante de las matemáticas se convirtió en el quinto campeón del mundo de la historia del ajedrez. Alekhine se puso en pie y gritó: «¡Viva el nuevo campeón! ¡Viva la afición ajedrecista holandesa!».

La gente salió a los balcones y aplaudió como propia la gesta de Max Euwe. Kaspárov señaló en 'La pasión del ajedrez' que a Euwe lo «pasearon a hombros hasta su casa». Alekhine recibió un cheque de 10.000 florines holandeses, pero Euwe, consciente del esfuerzo económico que había propiciado la celebración del campeonato, no ganó un solo céntimo de níquel. La hija mayor de Euwe, Elisabeth, entonces una niña de ocho años, supo del triunfo de su padre por la barahúnda y el tumulto de la calle Johannes Verhulststraat, donde vivían. Llegaron flores y telegramas. El teléfono no paraba de sonar. «La casa se puso patas arriba», en palabras de Elisabeth. Sin embargo, a la mañana siguiente, Max Euwe se despertó a la misma hora que todos los días, se enfundó su chaqueta planchada, saludó a la muchedumbre y se fue a dar clases al liceo. La vida, implacable, seguía su curso.

Alexander Alekhine quedó conmocionado. Durante el campeonato, se había presentado a algunas partidas en un estado de embriaguez lamentable. Esta circunstancia siempre restó valor (aún hoy lo hace) al mérito incuestionable de Max Euwe, quien demostró ser mejor que su rival dentro del tablero, con un juego excelso por momentos. El propio Alekhine declaró: «¿Acaso el público y los críticos no se dan cuenta de que Euwe nunca hizo una combinación errónea? Cuando, en una maniobra táctica, tiene la iniciativa, su cálculo es impecable». La derrota hizo que Alekhine abandonara por un tiempo el alcohol y el tabaco, aunque solo fuese para pelear de nuevo, en las mejores condiciones posibles, por el título de campeón. Euwe, siempre elegante, le concedió la revancha y, en 1937, Alexander Alekhine recuperó su preciada y arrebatada corona.

La cosa se puso muy fea cuando estalló la guerra. Euwe siguió jugando torneos, pero se negó en rotundo a participar en los que organizaba el Tercer Reich. Alekhine, en cambio, no solo los jugó sino que fue acusado de simpatizar con los nazis, sobre todo a partir de la publicación en el 'Pariser Zeitung' de seis artículos antisemitas en los que habló de la existencia de un tipo de ajedrez judío (cobarde) y otro ario (valiente). Alekhine siempre mantuvo que los artículos fueron manipulados. «Ellos [los nazis] han arruinado mi casa, saqueado el castillo de mi esposa y, finalmente, ¡me han robado mi nombre», se lamentó. Por aquel entonces Euwe era el director de la empresa de alimentos 'Van Amerongen' y, en colaboración con el escritor Karel van het Reve, se las ingenió para enviar comida, clandestinamente, a la resistencia. Los jueves por la noche, Max invitaba a cenar a casa «a gente que no tenía mucho que comer». A veces, como recordó otra de sus hijas, «éramos veinte en la mesa». Euwe envió una carta a Alekhine para que «tomara medidas» e intercediera por sus amigos Salo Landau y Gerard Oskam, ambos judíos y llevados a campos de concentración. Oskam sobrevivió al exterminio, pero Landau y su familia fueron ejecutados.

Tras la guerra, Euwe volvió a la docencia. En 1946, muchos de los mejores ajedrecistas del momento se dieron cita en Londres en el llamado «Torneo de la Victoria». Este torneo representó el debut internacional, por cierto, del niño prodigio Arturito Pomar. El caso es que un comité formado por los propios jugadores, y encabezado por Euwe, decidió que Alekhine no podría participar de ninguna de las maneras, debido a su pasado filonazi. Esta decisión, unida a una cirrosis hepática galopante, llevó al excampeón a una profunda depresión. Dos meses después, Alekhine apareció muerto, en circunstancias extrañas, en la habitación de un hotel de Estoril.

A partir de entonces la estrella ajedrecística de Max Euwe fue perdiendo el fulgor de antaño. En 1948, la FIDE celebró un torneo para designar un nuevo campeón del mundo, pues el título quedó vacante. Los elegidos (Botvínnik, Smyslov, Reshevsky, Keres y Euwe) jugaron entre ellos un total de veinte partidas. Max ocupó el último lugar de la tabla, muy lejos de Botvínnik, que se convirtió, de facto, en el sucesor de Alekhine. Eso sí, Euwe siguió a lo suyo fuera del tablero y jamás descuidó su gusto por la escritura, las matemáticas, la música clásica o el fútbol. Cuando no podía animar desde la grada, preguntaba una y otra vez por el resultado de su equipo, el Ajax de Johan Cruyff.

En la década de los 70 Max Euwe presidió la FIDE. Resulta hermoso que fuese él, y no otro, quien le colgara la corona de laureles a Bobby Fischer, el nuevo campeón del mundo, tras la victoria del genio estadounidense ante el soviético Boris Spassky en Reikiavik (1972). Es seguro que en ese instante Euwe recordó la escena de aquel chico de 14 años que salió corriendo, entre lágrimas, del club de ajedrez de Manhattan.

***

[0-0] Enroque corto: La escritora y cineasta Esmé Lammers, nieta de Max Euwe, dirigió la película 'Viva la reina' (1995), un cuento de hadas y ajedrez que rinde tributo a su abuelo.

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