La cruz de Pío XII
Indignación entre los judíos por el impulso de Ratzinger a la beatificación del Pontífice, que no condenó el régimen nazi por temor a represalias
ISABEL URRUTIA
Miércoles, 6 de enero 2010, 03:44
Era un hombre de perfil aristocrático, que odiaba las moscas que pululaban por los jardines del Vaticano y rezaba todos los días el Rosario. ... La Guardia Suiza hincaba las dos rodillas a su paso, y él solía sonreír con la mirada perdida en la lejanía. Era flaco, miope y le encantaba el buen vino. Con moderación, claro. Así recuerdan a Pío XII, el Papa de la Segunda Guerra Mundial, muchos de los que le conocieron. O, al menos, es lo que se cuenta en el libro 'Vaticanerías. Anécdotas y curiosidades', de Nino Lo Bello (ed. Martínez Roca), corresponsal ya fallecido del 'New York Herald Tribune' en la Santa Sede. Qué paradoja... Tan pulcro y etéreo, toda la vida se empeñó en pasar desapercibido y no lo consiguió ni después de muerto.
Pío XII, un germanófilo apasionado que vivió en Alemania entre 1917 y 1929, vuelve a estar en el candelero, tras el reciente impulso que acaba de dar Ratzinger a un proceso de beatificación encallado desde hace... ¡44 años! La comunidad judía no ha escatimado presiones para evitar su ascenso a los altares, sobre todo desde el estreno en 1963 de la obra teatral 'Der Stellvertreter' ('El Vicario'), del alemán Rolf Hochtuch. En ella se muestra a un Pío XII tan obsesionado por las componendas diplomáticas y el poder terrenal que no le importa dar la espalda a las víctimas del Holocausto. Encastillado en sus aposentos, el Santo Padre que pinta Hochtuch guarda las distancias, rodeado de príncipes de la Iglesia con sotana inmaculada y corte de pelo casi al cero. La imagen es demoledora.
Es la cruz de Pío XII, un italiano llamado Eugenio Pacelli (1876-1958) que ganaba en las distancias cortas -no dudó en consolar a una multitud aterrada, tras el bombardeo de EE UU sobre Roma en agosto de 1943-, pero guardó silencio cuando el horror clamaba justicia. Ni una sola palabra de condena salió de sus labios contra las hordas nazis que desfilaban por media Europa (Polonia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Noruega, Dinamarca, Italia...). Y no porque evitara los micrófonos, todo lo contrario. Sus mensajes radiofónicos -en latín, español, francés, alemán, inglés, italiano, portugués...- rebosaban majestad y la emoción de los iluminados. Lo mismo apoyaba el alzamiento nacional en España que amenazaba a los católicos con la excomunión si osaban afiliarse al partido comunista. Su 'bestia negra' no era Hitler.
No obstante, a título privado sí que luchó por las víctimas del Holocausto. Pacelli no era antisemita. Según el historiador Emilio Pinchas Lapide, ex cónsul de Israel en Milán, «la Santa Sede, los nuncios y la Iglesia salvaron de la muerte a unos 800.000 judíos». Conventos, seminarios y sacristías acogieron a miles de refugiados que huían del odio y rehicieron su vida muy lejos de Europa, ya fuera en EE UU, Canadá, Argentina, Uruguay, Chile... El gran rabino de Roma, Israel Anton Zoller, llegó a convertirse al catolicismo en 1945 con el nombre de Eugenio Zolli, en honor del pontífice que se atrevía a dar esquinazo a la Gestapo. Aunque, eso sí, siempre en la sombra. La discreción era su santo y seña.
Ni por los religiosos
De puertas para fuera, Pío XII hizo encaje de bolillos para mantener la neutralidad de la Santa Sede. Esperó hasta las Navidades de 1942 para lamentar públicamente que «centenares de miles de personas, por razones de nacionalidad o estirpe, sean destinadas a la muerte». Ahí quedó todo. No dio más detalles. ¿Miedo? ¿Ingenuidad? ¿Maquiavelismo?
En el Vaticano, muy pocos conocían mejor Alemania. Pacelli había sido nuncio en Baviera y Berlín entre 1917 y 1929, además de enviado especial para firmar el concordato con Austria y el régimen de Hitler en 1933. Una experiencia dilatadísima que no le animó a actuar. Ni por los judíos ni por los cristianos. No hay que olvidar que, en toda Europa, más de 5.500 religiosos fueron deportados a los campos de concentración. Se dice que Pío XII no dejó de rezar ni una sola noche por ellos, igual que su secretaria, Pascualina Lehnert, una monja alemana con temple de acero y abnegación absoluta que consagró 30 años de su vida al servicio del papa.
Algunos expertos en política de la Santa Sede creen que Pacelli temía las represalias contra la población católica de Alemania, que ya rondaba los 20 millones de fieles; por eso, piensan, dejó que la Providencia actuara y cerró los ojos. Una actitud alabada incluso por Juan Pablo II -cuya beatificación tendrá lugar en 2010-, que no dudó en definirlo en 1983 como «un valeroso defensor y apasionado servidor de la paz». De momento, lo único claro es que la visita de Ratzinger a la sinagoga de Roma, el 17 de enero, se anuncia algo tormentosa.
Pío XII, tan amante de la tranquilidad, parece condenado a estar en boca de unos y otros.
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