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FRANCISCO JIMÉNEZ
Domingo, 16 de agosto 2009, 03:41
SON las siete de la tarde y el Sol aún aprieta de lo lindo. Las estrechas calles de Benalmádena, ese pueblo blanco típicamente andaluz, permiten ganar algo de sombra durante el paseo. A estas horas, la gente prefiere estar en casa resguardándose del mercurio con el aire acondicionado a toda pastilla. De hecho, los pocos transeúntes van en chanclas, con la mochila a cuestas y la cámara de fotos en la mano. Henry ya ha desplegado el plano del pueblo. «¿Por dónde quedan los jardines?». Con un español algo peculiar, este danés se refiere a los Jardines del Muro, un enclave donde hace tiempo se encontraba la fortaleza y que hoy día es uno de los rincones más emblemáticos de la localidad. Compartimos destino, así que le acompañamos.
El murmullo del agua deslizándose entre las rocas formando pequeñas cascadas se entremezcla con la melodía de los pájaros que revolotean entre los frondosos árboles. La verdad es que no se está nada mal. Todo un lujo. Además, las vistas son sencillamente espectaculares. Lo primero que hace nuestro amigo nórdico es asomarse al mirador para apreciar la bahía malagueña con el mar como telón de fondo. El día está lo suficientemente despejado, así que incluso en el horizonte se deja ver el Estrecho de Gibraltar.
Casi sin darnos cuenta, son las ocho de la tarde. El Sol empieza a retirarse a la vez que se va ambientando la terraza ubicada en la cúpula central de los jardines diseñados por el prestigioso arquitecto canario César Manrique, cuyo legado en Benalmádena va más allá de la restauración del histórico edificio La Fonda, que alberga la escuela de hostelería y un hotel.
Puesta de Sol
Una caña de cerveza y unos 'snacks' se convierten en el complemento ideal para presenciar la puesta de sol en la más absoluta tranquilidad. Bueno, no tan absoluta. Hay dos niños que no paran de corretear persiguiendo a los pájaros. A los pocos minutos vuelve la calma. La llamada de una madre nunca fue tan oportuna. No muy lejos, Henry sigue inmerso en las líneas del libro que tiene en sus manos.
Empieza a oscurecer. La densa vegetación apenas deja paso a los últimos coletazos del Lorenzo y en el estómago ya se ha despertado el gusanillo (se ve que los frutos secos sólo lo han atontado). Subimos la escalinata hasta la plaza donde se encuentra la iglesia de Santo Domingo de Guzmán, la más antigua del municipio (fue levantada en el siglo XVII) y que ocupa el espacio donde históricamente surgió el pueblo. Tomamos aire y enfilamos el camino por empedradas calles hasta llegar a la plaza de España, fácilmente reconocible por la Niña de Benalmádena que preside el enclave, así como por las numerosas mesas que abarrotan las terrazas de los restaurantes.
La oferta gastronómica es de lo más variada, así que decidimos parar aquí. Pescaíto frito y ensalada, la cuenta y vuelta a empezar. En el Auditorio hay cine de verano y Puerto Marina está a un paso, pero nos quedamos en el pueblo. Volvemos a los Jardines del Muro, que han cambiado radicalmente de ambiente. En vez de los pájaros, se oye algo de música procedente del 'lounge' que hay bajo la cúpula. Nos sentamos en uno de los sofás. «Póngame una caipiriña».
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