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ANTONIO PAPELL
Viernes, 12 de octubre 2007, 04:10
LA Fiesta Nacional, que hoy se celebra oficialmente mediante un desfile militar que convocará a las fuerzas vivas del Estado, es una forma de celebrar lo que somos histórica y políticamente, una ocasión de reflexionar introspectivamente sobre nuestros destinos colectivos. Y es manifiesto que se le hace un flaco favor al país si esta reflexión apenas sirve para remachar discrepancias y para enfatizar visiones divergentes de ese ente nacional que, pese a las controversias, es el marco físico de nuestros afanes y el cocedero intelectual de nuestras creencias y hasta de nuestros sueños.
La celebración, casi en vísperas de las elecciones generales y al término de una agitada legislatura, llega en medio de una polémica desabrida sobre los símbolos -los inanimados y también los institucionales, como el propio jefe del Estado-, como si repentinamente lo abstracto -la abstracción es el signo inequívoco de la reacción, decía Sartre- hubiera adquirido aquí más eminencia que lo concreto. Y hasta el líder de la oposición, en un insólito discurso, ha pedido que se exhiba y se honre la bandera española, «en casa o en la calle» y por misteriosas razones que supuestamente todos habríamos de conocer.
Mala cosa es esa de vincular de nuevo los grandes símbolos a las opciones partidarias (Rajoy, aun desprovisto en las imágenes de cualquier identificación, sigue siendo el líder de la oposición y no representa más que a su partido) tres décadas después de que, en una insidiosa y persistente manipulación, la bandera española fuese la enseña agresiva de la extrema derecha, y cuando, tras un esfuerzo de razón y de voluntad, ya había vuelto trabajosamente a acogernos a todos. En una democracia, los símbolos no deben nunca ser blandidos como espadas ni enarbolados con ímpetu diferenciador porque se desvirtúan, dejan de ser el engrudo sentimental que nos vincula y se reconvierten en elementos de discordia. Esto es lo que está a punto de acaecer, si no ha sucedido ya de forma irremisible.
Es claro que en política y en nuestras sociedades complejas todo tiene que ver con todo, de forma que probablemente el PP de Rajoy no habría adoptado estas posiciones chirriantes si con anterioridad el Partido Socialista y el Gobierno no hubieran caldeado estos preámbulos electorales con el debate sobre el proyecto de ley de Memoria Histórica, que de resarcir a las víctimas está pasando a ser un ajuste de cuentas con la Historia, que, con independencia de los valores y principios que maneja, tiene un claro e inútil efecto incendiario.
Lamentablemente, esta controversia absurda entre los empeñados en promover desquites historicistas y los dispuestos a rescatar la inflamación patriótica del nacionalismo españolista representa el fracaso de los sectores liberales españoles, del centro derecha y del centro izquierda, que han intentado infructuosamente instaurar aquí los racionales criterios del patriotismo constitucional. Como es conocido, este concepto germánico, acuñado en un artículo por Dolf Sternbergen en 1979 y adoptado y difundido por Habermas poco después, apareció con el objetivo de generar entusiasmos y configurar lealtades en torno al Estado a partir de valores y principios que inspiran los modernos ordenamientos constitucionales (libertad, igualdad, justicia, etc.), sin tener que recurrir a las ensoñaciones románticas que habían desvirtuado los auténticos conceptos de la patria o de la nación. En definitiva, los alemanes trataron de combatir el nihilismo reinante sin apelar al nacionalismo desacreditado por la propia historia del país, y dieron con un concepto que, cuando menos, sirvió de sustento al sentimiento de pertenencia, de forma racional y sin acaloramientos sentimentales.
En España, la exacerbación nacional y el unitarismo imperial y romántico están asimismo desacreditados y, pese a las notorias diferencias con Alemania, también soportan pesados lastres históricos sobre sus espaldas (fascismo, franquismo y nazismo fueron ominosamente familiares). Y los nacionalismos periféricos, algunos de ellos radicales y extremados, tienden lógicamente a excitar reactivamente el siempre adormecido nacionalismo españolista, que aprovecha cualquier rendija para resurgir y manifestarse.
Los grandes partidos centristas deberían pues luchar juntos contra este retorno de la irracionalidad identitaria a los fundamentos de nuestra nación, que debe ser sobre todo un ámbito de convivencia y creatividad, y no la cuna de no se sabe bien qué esencias ideales. Todo ello conduce a otorgar a los símbolos el valor que tienen; a defender a las instituciones -la Corona entre ellas- como garantía de estabilidad constitucional, y a huir de las exaltaciones patrióticas que siempre, infortunadamente, terminan dirigiéndose contra alguien porque desbordan su propia y gozosa significación.
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