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PABLO ARANDA
Jueves, 12 de diciembre 2013, 02:52
Zoido tiene pantalones cortos y camiseta negra. O amarilla. A veces, mira de reojo su reloj y comprueba aliviado que no ha detenido el cronómetro sin querer. Zoido es un árbitro. Nosotros, que como aquel personaje de Ignacio Aldecoa almacenamos odio, necesitamos drenar, dar salida a las corrientes internas de aguas muertas, nuestra malaleche, y buscamos un objeto de odio, un foco hacia donde dirigir nuestro rencor, alguien que no debería importarnos lo más mínimo y a quien mataríamos sin compasión. Zoido sería ese aficionado brasileño al que el domingo otros aficionados brasileños pisaban la cabeza aprovechando que estaba en el suelo, inconsciente. O el juez que era. No sabemos a qué juega Zoido y a lo mejor no es el árbitro sino el juez (ese otro árbitro) que extrañamente no encadena las barrocas y correctísimas frases que saben construir los jueces. A lo mejor Zoido es en realidad amigo del alcalde de Málaga y Francisco de la Torre lo llama y le dice, le pide, mira, juez Zoido, necesitamos que la rabia circule en la dirección correcta. Nosotros, aficionados brasileños sin trabajo o con sueldos recortados, estacionados en las listas de espera de la sanidad pública, comprobando cómo la matemática cruel de la puntualidad sólo funciona para la llegada el día 1 de la letra de la hipoteca, el 31 de la cuota de autónomos, con hijos que según las estadísticas no se enteran de lo que leen, con políticos que gestionan nuestro dinero de aquella manera, con sindicatos que nos cubren las espaldas de aquella otra, picamos y le pisamos la cabeza al compañero inconsciente, uno de los nuestros, aunque vista otra camiseta. Luego, a casa, una tortilla y una cerveza, un beso a los niños, a la cama. Arreglados nuestros problemas.
El cubo alcanza la cuadratura y parece que será sede del Pompidou con esas fuentes que recuerdan a Miró a nuestras espaldas en fotos antiguas. Parece que Zoido prometió algo parecido para Sevilla. Los políticos pueden prometer y prometen. Un puente para cruzar la bahía, un cauce enladrillado quién lo desenladrillará, por ejemplo. Y parece que el Pompidou llega a Málaga y Zoido abre la boca: «otras ciudades jamás tendrán lo que tiene Sevilla». Y nosotros, raudos, lo buscamos para pisarle la cabeza, para pisársela a todos los sevillanos y cuando el Unicaja vuelva felizmente a ganarle al Barça, tal vez gritemos sevillano el que no bote. O no, claro, otra opción es que no. Podemos simplemente estar de acuerdo con Zoido, y no porque lo diga él, en realidad da igual lo que diga él, y si él es orondo yo soy Aranda, porque su obviedad la mantiene cualquiera: nunca tendremos lo que tiene Sevilla. Tenemos muchas otras cosas, y una de ellas es la cercanía de Sevilla, a la que da gusto acercarse de vez en cuando. Para qué entrar a trapo contra el árbitro, perdernos en la cortina de humo de este juez.
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