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Sergio García
Cuando el silencio es atronador

Cuando el silencio es atronador

Camino de Santiago: Astorga: 258 kilómetros | Foncebadón: 234 kilómetros | Ponferrada: 208 kilómetros ·

La Maragatería y el Bierzo son el lugar donde el peregrino se despoja de las cargas que arrastra y el universo conspira a su favor

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Martes, 17 de agosto 2021, 00:34

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En todos los viajes hay un instante que marca la diferencia; cuando los planetas parecen alinearse para dar forma a una experiencia irrepetible y el corazón, el ojo y el cerebro coinciden en una misma longitud de onda. Ese momento se ha producido en la Cruz de Ferro, el punto situado a mayor altitud del Camino Francés, 1.500 metros sobre el nivel del mar. Ha habido que ponerse en marcha una hora antes de la salida del sol para llegar desde Foncebadón y acometer el ritual que miles de peregrinos llevan siglos repitiendo: lanzar la piedra que portaban desde sus casas y que simboliza las cargas que traían consigo y de las que han conseguido despojarse. Acunados por el viento, envueltos en la luz del amanecer. Cada uno dueño de sus propios pensamientos.

A falta de diez días para concluir el Camino es tiempo de hacer balance. Dejamos atrás Astorga sin llagas ni torceduras, una ampolla que conviene no perder de vista y el recuerdo de las agujetas hace tiempo ya enterrado. El Vicks Vaporub obra milagros en los pies, necesitados de hidratación en los senderos polvorientos, y la crema solar vuela entre los expedicionarios. El principal problema de aquí en adelante será reservar plaza en los albergues, ya que el caudal de peregrinos crece a marchas forzadas conforme nos acercamos a Galicia. Un ejemplo. En Foncebadón ocupamos hasta las literas de arriba; incluso hay gente que comparte cama y eso después de implorar un rincón donde tender la esterilla.

El paisaje ha sufrido un cambio drástico. Atrás quedan los trigales eternos, los maizales y los campos de girasoles, y en su lugar la senda discurre por un camino de piedras al pie de los Montes de León entre pinares, carballos y rebollares como el que a las puertas de Rabanal del Camino surge cuajado de cruces, quién sabe si para conjurar a los cuatreros que tiempo atrás desvalijaban a los peregrinos. Territorio de arrieros y de caballeros templarios, de ganarás el pan con el sudor de tu frente. Por cierto, alguien se ha tomado en serio lo de subrayar el sentimiento leonés, porque llevamos kilómetros viendo tachada la palabra 'Castilla' de los carteles con que la Junta señala el itinerario.

Recuperamos fuerzas en Astorga con un contundente cocido maragato -que no sólo de huevos, patatas fritas y lomo adobado vive el hombre- y enfilamos una ruta en suave pendiente por pueblos de piedra que parecen anclados en el pasado. Murias de Rechivaldo, Santa Catalina de Somoza, El Ganso... El campanario de sus iglesias sirve de tarjeta de presentación entre nimbos esponjosos y el aire fresco que se ha levantado. Dan lluvia para hoy. «El universo siempre conspira a nuestro favor», suelta Manuel, un zamorano de Fuente Encalada de Vidriales, que habla de vórtices telúricos y de hitos de la ruta que «te enchufan, igual que una pila». Tornero fresador, espeleólogo, artesano del cuero... Viste pantalones hechos de retazos, como un cubrecama de patchwork, y le acompaña un perro mezcla de galgo, podenco y labrador que atiende al inquietante nombre de 'Anaconda' (uno entiende por qué cuando se levanta sobre sus cuartos traseros, te abraza y atrapa tu brazo derecho con la boca en demanda de cariño). Tira de su dueño con impaciencia, como si las indulgencias se las fueran a dar a él. «A este ritmo, acabo en Santiago en tres días». Me pasa un ungüento de su invención y la contractura de la espalda desaparece. «Manteca de karite, raíz de peonias y esencia de geranio», desvela. Este tipo es un genio.

Coleccionista de itinerarios

Damos alcance a Mariano, un ingeniero de caminos asturiano que descubrió la Ruta Jacobea después de media vida trabajando en el extranjero. Lleva ocho años coleccionando itinerarios como si fueran cromos. El Primitivo, el Francés, la Vía de la Plata, el del Norte... También fue hospitalero en Ponferrada. Después de 16 meses de restricciones pandémicas, carga con dos mochilas, «la que llevo a la espalda y los 6 kilos de barriga que he echado con tanto sofá». Se detiene en cada bar, así que le va a costar desprenderse de esta última. «Vengo siempre que puedo, no porque haya hecho una promesa ni necesite encontrarme a mí mismo. Me gusta la naturaleza y socializar con gente a la que no conozco de nada, que sigue su rumbo como yo el mío».

Foncebadón es una aldea en cuesta dominada por una espadaña que parece que vaya a desplomarse en cualquier momento. Hay dos vecinos empadronados, pero eso no impide que a lo largo de la calle principal -la única- proliferen tiendas, albergues y restaurantes. Desde allí planificamos el asalto a Ponferrada y su castillo templario. Nos separan 26 kilómetros, en su mayoría de bajada criminal con rocas emboscadas para torcer tobillos y triturar rodillas, y pueblos de postal como El Acebo o Riego de Ambrós.

Poco antes está Manjarín, el albergue de Tomás el Templario y de 'Oso', su escudero. 28 años al pie del cañón ofreciendo techo, consuelo y un café de puchero capaz de resucitar a los muertos. Asegura que por sus puertas -ahora cerradas por un problema con el saneamiento- han pasado 65.000 peregrinos, «desde niños a los que sólo faltaban alas para ser ángeles», dice, «hasta enviados satánicos, como los que en 1999 destruyeron la Cruz de Ferro». Las teorías de la conspiración son su fuerte, pero el tiempo se nos ha echado encima. Abajo, en el llano, el río atraviesa Molinaseca. Hundimos los pies en el agua mientras llenan nuestras copas de vino mencía, de godello, otra vez mencía. El paraíso se tiene que parecer a esto.

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