Emilio Benéitez, Emily Bar: «En la barra se aprende a aceptar y a convivir con la debilidad»
Más que salir a pasear, la vida pasea ante él. Son más de tres décadas tras la barra de su bar, noche tras noche el último en salir y apagar la luz. Ahí ha pasado más de media vida este sexagenario con aire de dandy y un destello de aventura en los ojos
TEODORO LEÓN GROSS
Domingo, 10 de junio 2012, 17:41
Más que salir a pasear, la vida pasea ante él. Son más de tres décadas tras la barra de su bar, noche tras noche el último en salir y apagar la luz. Ahí ha pasado más de media vida este sexagenario con aire de dandy y un destello de aventura en los ojos. Tiene algo de Rick, el mítico personaje de Bogart en Casablanca. Emily Bar -el nombre de la hija que dejó atrás en Canadá- es un salón en los bajos de su casa de la Avenida de Pries a la sombra esbelta de una araucaria. La barra de un bar es un lugar de paso, como los muelles, y eso imprime carácter.
-Más que psicoanalistas forzosos, somos como peluqueros de renta libre. Todas las palabras pasan por aquí. Cada noche hay que resetear. El disco duro de un barman debe advertir 'prohibida la reproducción'. Sería muy peligroso.
A Málaga llegó en la Transición; había conocido esto en los cincuenta durante una excursión del Frente de Juventudes -«por la módica suma de doscientas pesetas soltabas a uno hijo todo un mes»- acampado en la playa del Pez Espada. «Málaga ya respiraba de otra manera; tenía un aire hemingwayano, olía a azahar y a brea». Detrás había una vida emocionante. Después del colegio le cortaron el zascandileo con una beca para hacer Psicología en Bélgica -«naturalmente me importaba un bledo la Psicología, pero quería respirar»- y tras abandonar, regateó la decepción familiar quedándose en París para trabajar en el Palais d'Orsay, el gran hotel donde ya había estado en verano. Hablaba francés, como buen ex alumno del Pilar, el colegio de la élite, pero decidió irse a Australia vía América.
En los siete días de barco se pulió los ahorros de farra y se quedó en Quebec, donde le fue bien en el restaurante La Bastogne -«ganaba más en propinas que el sueldo de un ministro»- y montó el bar Le Jules et Jim, inspirado por Truffaut. Se olvidó del mundo hasta que en un Open de Tenis, viendo a Santana, el embajador le comentó que su familia le seguía el rastro. Asumió de golpe la melancolía -«Fíjate qué tontuna, ¡si yo era oír a Manolo Escobar, o la antología de la Zarzuela, y me echaba a llorar!»- y volvió. Tenía treinta y tantos pero ya había vivido dos vidas.
-Me gusta ir a contracorriente; no soy nada gregario. Es un estilo de vida.
No es de carácter fácil, sin simulaciones; pero cree en la actitud -«a mi hija se lo decía siempre : ¡canta en la ducha, es buenísimo!»- y su idea del bar es de medida humana. «Me gustan las personas». No recuerda ninguna ciudad por una catedral o un museo, sino por alguien que valía la pena. «Solo las personas me han dado satisfacción». No fuma, no bebe más que tinto, no despacha copas a destajo («la ginebra es peligrosa, la mejor aliada de los alcohólicos; el whisky es rotundo; el vodka, una trampa congelada; el ron si se destila bien, o sea en las antillas francesas.»); lo suyo es un sitio donde disfrutar de estar, tomar, conversar o solo escuchar música. Todo un estilo. «Me gusta creer que un cliente aprende algo en mi bar». También él sigue aprendiendo en ese mirador sobre la vida de paso por allí.
-La barra te hace poco dogmático. Todo el mundo tiene su debilidad; y en la barra se aprende a aceptar y a convivir con la debilidad.
Desde que un pintor tiró el neón de Emily, ya apenas está indicado; pero es un icono de la cartografía sentimental de la ciudad. Emily es también una Emiliteca. Las paredes tienen cientos de fotografías, suyas, de cine, de música, los grandes rostros, aquí Sinatra, allá Greta Garbo, de pronto Louis Armstrong.. «Eso hace que la gente actúe como arqueólogos aficionados; ven un rostro antiguo, una imagen de Billie Holiday o Marlene Dietrich, y eso les lleva a otro mundo.». Hay cientos de esos visados. «Y con tantas fotografías me ahorro pintar las paredes» añade socarrón. Una escalera, jalonada con calabazas, sube a su casa en la planta de arriba. Aunque en realidad el bar es parte misma de su casa, un trozo esencial de él mismo.
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