La plaza de la Merced, con el obelisco en memoria de Torrijos y sus hombres, en 1910. En la foto detalle, Torrijos Fondo Thomas. Archivo CTI UMA

Las últimas horas de Torrijos, el general que antes de ser fusilado «hizo amable la muerte a sus compañeros»

El general y sus 48 hombres, fusilados en las playas de San Andrés el 11 de diciembre de 1831, aguardaron su final en el refectorio del convento del Carmen. Allí, el líder liberal fue capaz de mantener la calma para dar el último mensaje a sus compañeros: «Nada siento por mí y todo siento por vosotros»

Sábado, 4 de febrero 2023, 00:47

El de Torrijos y sus hombres es, probablemente, uno de los episodios más importantes, profundos y determinantes en la historia reciente de la ciudad. Y no sólo porque a este lado del mapa -entre Gibraltar, Fuengirola, Alhaurín de la Torre y Málaga capital- quedó grabado a sangre y fuego el (pen)último capítulo de las luchas entre absolutistas y liberales; también porque todo en este relato del general José María de Torrijos y Uriarte y sus 48 compañeros de vida y muerte está rodeado de una leyenda a la altura de la gesta que intentaron sin éxito.

Publicidad

Los tiempos convulsos en lo político y social, la planificación a escondidas para derrocar a Fernando VII, la estancia en Gibraltar a la espera del momento de dar el salto definitivo, el engaño del gobernador de Málaga Vicente González Moreno (conocido como Viriato) al convencer a Torrijos de un momento óptimo para el asalto que no fue tal, la captura del grupo en Torrealquería, en Alhaurín; el traslado a Málaga… la historia de los valientes liberales está repleta de planos y aristas que terminaron de converger en un mismo escenario: el convento del Carmen, en El Perchel. Y es ahí, entre esas cuatro paredes, donde laten la intimidad y la grandeza de las últimas horas de vida de Torrijos y sus 48 compañeros de gesta antes del fusilamiento en las playas de San Andrés, en la mañana del 11 de diciembre de 1831. Luego vendrían el traslado al Cementerio de San Miguel y algunas escaramuzas de los liberales para evitar que el cadáver del general fuera profanado -llegaron a esconderlo en el Peñón del Cuervo-, la emocionante inauguración del monumento de la plaza de La Merced (entonces, de Riego) y el entierro definitivo de los restos en la cripta del obelisco y, en fin, el vínculo definitivo con Málaga.

Pero volvamos a esas cuatro paredes.

Es ahí donde tienen lugar los pasajes más emocionantes de esta historia. Sobre todo, porque muchos de ellos son poco conocidos. La prensa de la época y los documentos históricos apenas se refieren a los detalles de esas últimas horas del general y sus hombres en el convento de San Andrés, conscientes ya de que la suerte estaba echada y de que después del juicio sumarísimo venía la muerte. Uno de esos pocos pasajes repletos de anécdotas se conserva en el archivo de Narciso Díaz de Escovar. De hecho, es el abogado y archivero el que recrea para la prensa las horas que transcurren entre la detención del grupo y el último viaje a las playas de San Andrés para ser fusilados, una estampa que ha quedado en la memoria colectiva gracias al sobrecogedor cuadro de Antonio Gisbert que se conserva en el Museo del Prado.

En ese escrito, Díaz de Escovar relata que, una vez apresados en Torrealquería, Torrijos y sus hombres fueron conducidos al cuartel de Milicias, «que estaba a la subida del Mundo Nuevo, esquina a la calle de la Victoria». Justo ahí, el general liberal se da cuenta de que ha sido de nuevo engañado: «A las seis de la tarde (del 10 de diciembre) se le hizo ocupar un coche de camino y se le dijo que se lo llevaban a Madrid, pues el Gobierno así lo había dispuesto (…). Atravesó el coche la plaza de la Merced, la calle de Álamos, Carretería, Pasillos, cauce del Río y calle del Carmen, deteniéndose ante el pórtico del Convento de igual advocación».

Al apearse del coche, el general se percató del engaño y dijo: «Ah, ya comprendo que el viaje será más corto».

Efectivamente, según recoge el texto de Díaz de Escovar, allí se le llevaba para leerle la sentencia y ponerle en capilla. Y con él, a sus 48 hombres. En este punto del relato, algunas crónicas históricas afirman que las últimas horas del grupo fueron en la iglesia del convento, pero no fue así: Torrijos y sus hombres de máxima confianza -los militares Juan López Pinto y Manuel Flores Calderón, Francisco Fernández Golfín o el irlandés Robert Boyd-, junto con el resto del grupo, «se vieron reunidos en el salón que era refectorio de los frailes carmelitas».

Publicidad

El sobrecogedor cuadro de Antonio Gisbert, 'El fusilamiento de Torrijos', que se conserva en el Museo del Prado sur

Inmediatamente se dio lectura a la sentencia y a la condena a muerte: «Al oír la sentencia -recoge Díaz de Escovar-, el corazón generoso de Torrijos le hizo alegar, solamente, que allí había no pocos inocentes; a quienes no alcanzando la participación voluntaria, ni intención de complicidad por ignorar a lo que iba, no era justo les alcanzase el fallo tan riguroso».

Los testimonios sobre esa actitud protectora y generosa de Torrijos con sus hombres a pesar de esos momentos críticos están más que acreditados, y no sólo por el documento que se conserva en el archivo de Díaz Escovar. También se tiene constancia de una carta que el doctor José María Salamanca y Paz, padre del célebre marqués de Salamanca, envió a posteriori a la viuda de Torrijos, Luisa Sáenz de Viniegra, haciéndole saber «la serenidad de ánimo que en aquellas tristes horas tuvo el célebre caudillo». Precisamente, el doctor Salamanca fue uno de los más fervientes apoyos a la causa de Torrijos y el que con más vehemencia intercedió ante la corte para que hubiera clemencia con su amigo. Como dato curioso, el médico malagueño mandó a su propio hijo -por entonces un jovencísimo marqués de Salamanca- a Madrid, y a caballo, para tratar de revertir la sentencia de muerte. El joven, que por entonces tenía 20 años y estudiaba Derecho en Granada, cumplió con el encargo de su padre y logró llegar hasta el círculo más cercano a Fernando VII. Pero lo hizo demasiado tarde. La orden de fusilamiento llegó a Málaga antes de que él lo hiciera a Madrid.

Publicidad

La carta a su mujer, Luisa

La carta del doctor Salamanca no es el único documento que acredita la actitud de Torrijos ante el inminente fusilamiento: si hay un documento directo, sincero e incluso bello de esa serenidad de espíritu es, sin duda, la carta que el propio general escribió a su mujer, Luisa, antes de hacer el paseíllo a la playa. La misiva, conservada en el Congreso de los Diputados como un documento de incalculable valor, tiene uno de esos encabezamientos que han quedado para la historia:

«Amadísima Luisa mía: Voy a morir, pero voy a morir como mueren los valientes. Sabes mis principios, conoces cuán firme he sido en ellos, y al ir a perecer pongo mi suerte en la misericordia de Dios y estimo en poco los juicios que hagan sus gentes (…).

Publicidad

De la vida a la muerte hay un solo paso y ése voy a darlo sereno en el cuerpo y el espíritu. He pedido mandar yo mismo el fuego a la escolta; si lo consigo tendré un placer y si no me lo conceden me someto a todo y hágase la voluntad de Dios.

Ten la satisfacción de que hasta mi último aliento te he amado con todo mi corazón. Considera que esta vida es mísera y pasajera y que, por mucho que me sobrevivas, nos volveremos a juntar en la mansión de los justos, adonde pronto espero ir y donde sin duda te volverá a ver tu siempre, hasta la muerte… José María Torrijos».

Publicidad

Arriba, ejemplar de la carta que Torrijos escribió a su mujer y que se conserva en el Congreso de los Diputados. Abajo, la lápida del general. Al lado, estado en el que se encuentra hoy en día la cripta de la plaza de la Merced. SUR

Tras el adiós por escrito a su mujer, Luisa, vino el último encuentro del general con sus 48 hombres. Todos ellos le habían acompañado, fieles, en la causa liberal y todos, también, estaban llamados a morir con él. En calma y en el mismo refectorio del Carmen, un diario de la época al que se refiere Díaz de Escovar recoge, literalmente, que ese escenario «fue testigo de los sentimientos más puros y elevados, de las demostraciones más tiernas y patéticas, de las exhortaciones más edificantes y cristianas, con que se disponían a la muerte estos malogrados héroes, mártires de la libertad (…)». Y añade: «Torrijos, siempre sereno e imperturbable aun después de que ya vio el cambio de una escena tan inesperada y tan triste, hacía con elocuentes palabras más amable la muerte a sus compañeros de infortunio».

El artículo se cierra con las últimas frases -literales- del general a sus hombres, pronunciadas en capilla y recogidas, como un testimonio único y excepcional, en las páginas del diario 'El despertador malagueño': «Compañeros: por fin nos vemos reunidos, pero para ser sacrificados. Nos han vendido traidoramente, más nada siento por mí y todo lo siento por vosotros. Os pido me perdonéis en la parte que he tenido de vuestra desgracia. Perdonemos también a nuestros enemigos. Muramos como españoles y como católicos y llevemos el consuelo de que la posteridad hará justicia a nuestras intenciones».

Noticia Patrocinada

La justicia y la posteridad tardaron en llegar once años, cuando la caída del régimen de Fernando VII despejó el camino para que Torrijos y los suyos fueran enterrados con honores bajo el monolito de la plaza de La Merced, construido en parte con la arena de la playa de San Andrés donde fueron fusilados en la mañana del 11 de diciembre de 1831. Ni siquiera ahí -rescatan las crónicas- perdió la serenidad Torrijos. Le quitaban la vida, pero no la libertad. También el deseo que el general expresó en esos últimos minutos de vida: ser él el que diera la orden de abrir fuego contra sus propios hombres y contra él mismo. Así caerían con honor. Pero tampoco le fue concedido. Lo que vino después forma de la historia. Y vaya historia.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad