Ilustración de 1906 de una calle de Mequinez (Tomás Moragas para La Ilustración Artística)

El carnicero asesino en serie que vendía carne de sus víctimas

SUR HISTORIA ·

El Avisador Malagueño fue uno de los periódicos españoles que publicaron esta historia horrenda ocurrida en la ciudad marroquí de Mequinez

SALVADOR VALVERDE

Sábado, 5 de febrero 2022, 14:11

Si el protagonista de esta historia horripilante no está en la lista de los más crueles y despiadados asesinos en serie, es porque no trascendió más allá de las publicaciones en diferentes periódicos de aquellos días. Además de por los ejemplares que se conservan en diferentes archivos históricos como el Legado Díaz de Escovar de la Fundación Unicaja, si conocemos este caso es gracias a un corresponsal que escribió desde la misma ciudad de los hechos. El Avisador Malagueño fue uno de los rotativos españoles que se hicieron eco con el titular «Atrocidad».

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La ciudad marroquí de Mequinez -también denominada Meknes-, situada en la llanura de Saïss, de fértil tierra, en el Atlas Medio, fue capital durante el sultanato de Moulay Ismail (1672-1727), singular y trascendental gobernante perteneciente a la actual dinastía reinante alauita. Su pasada magnificencia se puede comprobar en el patrimonio monumental que alberga, de hecho es considerada Patrimonio de la Humanidad desde 1996 aunque hoy día la UNESCO avisa de «la necesidad de desarrollar la capacidad institucional para asegurar que la conservación y la rehabilitación de los atributos del Valor Universal Excepcional de Meknes reciban la mayor atención en el campo de la planificación y la toma de decisiones» (Ciudad histórica de Meknes, whc.unesco.org). Aunque Mequinez seguiría siendo una de las residencias de los siguientes sultanes de Marruecos, su esplendor y años de gloria quedaban atrás a medida que avanzaba el siglo XIX.

Moulay Ismail en un grabado anónimo del siglo XVIII

En 1868 había un carnicero -se desconoce su nombre-, cuya prosperidad aumentó considerablemente debido al buen producto que vendía, en especial el kefta que preparaba (carne picada de ternera, cordero o de ambas condimentada, mezclada y amasada similar a las albóndigas para cocinarla asada o a la parrilla una vez insertada en una varilla al estilo de brocheta o pinchito, aunque también se puede consumir como hamburguesa o similares). Inicialmente, el local de este autónomo se reducía a «un reducido cajón bastante elevado sobre el nivel de la calle, sucio y triste» (El Eco de Gerona, 26/09/1868), pero debido a las ganancias de sus buenas ventas pudo ampliar, pintar y mejorar el local sin que le faltase a diario flores «de las que se crían en los bellísimos campos de Mequinez» (El Eco de Gerona, 26/09/1868).

La venta seguía aumentando al igual que la extrañeza y la envidia de sus compañeros de gremio, que no se explicaban cómo «había conseguido más ternura y mejor gusto a la carne de cordero» (El Avisador Malagueño, 24/09/1868; El Eco de Gerona, 26/09/1868). Su tiempo de fortuna y mucho más acabaron desde la noche que escucharon alboroto en su casa.

Descubrimiento macabro

Un día, casi a medianoche, unos serenos escucharon ruidos y llantos procedentes desde el interior de la casa del carnicero. Una vez que pudieron comunicarse con la mujer que los producía y ante el nerviosismo que mostraba, decidieron forzar la puerta; una vez abierta la tranquilizaron. Ella argumentó que el carnicero requirió de sus servicios -ejercía la prostitución- invitándola a su casa, pero este, teniendo que ocuparse de cierto asunto personal, tuvo que salir pero no antes de asegurarse de tenerla encerrada. «Viéndose sola tuvo miedo, y un secreto presentimiento le hizo procurar instintivamente un socorro» (El Avisador Malagueño, 24/09/1868).

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Decidieron registrar la casa sin que tuvieran algún otro indicio criminal. La sorpresa llegó cuando encontraron una entrada que conducía a un sótano. Una vez dentro contemplaron un escenario atroz, tanto que ríase de la casa de la película La Matanza de Texas. Se encontraron, además de restos óseos y olor a muerte, una fila formada por 27 cabezas de mujer, «parece que se proponía decir, hablando consigo mismo: -he aquí los objetos de mis amores y de mi codicia» (El Avisador Malagueño, 24/09/1868). Causó mucho horror a los presentes, sobre todo a la mujer que estaba encerrada al percatarse cuál iba a ser seguramente su trágico destino. El asesino en serie fue sorprendido, detenido y encadenado cuando volvió a su casa de los horrores.

Según se publicó, las cabezas pertenecían a prostitutas hebreas, al igual que la que se salvó «in extremis», que no eran originarias ni conocidas en Mequinez. Por eso muchos desconocían las desapariciones y, quizás también, los que sí se olían algo raro no tuvieron interés en denunciarlas. Una vez asesinadas, fueron deshuesadas y su carne triturada para preparar el kefta que tanto gustaba a sus clientes.

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Ajusticiamiento

Según el corresponsal que informó de los hechos a la prensa española, el sultán de Marruecos, que aunque no lo nombra era por aquel entonces Mohamed IV (1859-1873), tomó cartas en el asunto de manera personal con «aquel hombre, más cruel que los tigres y las hienas de su país» (El Eco de Gerona, 27/09/1868). Se aprecia en la crónica que el mandamás marroquí estaba ya un poquito harto de sucesos tan truculentos que ocurrían en su sultanato. Dictó una sentencia lo más en consonancia posible con los crímenes cometidos.

Retrato de Mohammed IV de Marruecos.

El carnicero fue condenado a morir azotado mientras andaba por las calles de Mequinez y ante las miradas de sus habitantes -según la crónica de El Eco de Gerona, la ciudad contaba entre 30.000 y 40.000 almas-. Además, durante el recorrido, se cortaron pedacitos de su carne que fueron dados a los perros callejeros. El asesino en serie, afortunadamente para él, no estuvo mucho tiempo torturado porque en menos de lo que le hubiera gustado a los presentes, aunque con grandes dolores, murió desangrado. El citado periódico catalán, para acabar su crónica, que la publicó en dos días -El Avisador Malagueño en uno-, informó de ciertos aspectos relacionados, negativos y quizás exagerados, quién sabe, de Mequinez en esos días:

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«… se considera que en aquel país no se conoce la prensa, ni la policía civil y urbana, que las familias viven en el aislamiento…, y que nadie se cuida de que desaparezcan pocas o muchas mujeres de mala vida que regularmente no tienen domicilio estable… Por otra parte las matanzas del ganado no están sujetas a ninguna regla, se verifican en el ejido. Cada carnicero elige el paraje que le parece y consideran regularmente, más a propósito los estercoleros; allí concurren simultáneamente los perros hambrientos, los buitres y las mujeres pobres, que suelen empeñar descomunales batallas, disputándose los despojos de carnero que les arrojan los cortadores».

Precisamente, 138 años después, en 2006, en Mequinez también sucedió un mediático crimen con algunas similitudes al caso tratado. Asesinaron a un abogado y a su esposa e hicieron carne picada con sus cuerpos. Entre los detenidos había tres hermanos, todos carniceros, cuyo negocio estaba en el mismo edificio donde vivían las víctimas. Pero esta es otra historia.

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