
«No estás sola»: la cadena de ayuda detrás de la violencia de género
Son la primera mano tendida que encuentran las mujeres maltratadas cuando dan el paso de alejarse de sus agresores. Este es el relato de cómo las ayudan a salir de esa espiral de insultos y golpes
Ana Pérez-Bryan, Alberto Gómez y Vídeos: daniel maldonado
Jueves, 24 de noviembre 2022
Algunas llegan con las maletas y lo poco que tienen en las manos, con sus hijos pequeños enredados en las piernas. Otras, amoratadas, escondiendo los golpes bajo la excusa del resbalón en la ducha o del porrazo contra el mueble de la cocina. Muchas, empujadas por la llamada de un vecino harto de escuchar los gritos. La mayoría, con vergüenza y culpa, con el miedo en el cuerpo. Todas, con los insultos sonando en sus cabezas.
Sole es enfermera. Isabel, policía. Carmen, abogada. Lidia, trabajadora social. Mónica, psicóloga. María del Carmen, jueza. Las seis ponen nombres y rostros a la cadena de ayuda que se activa después de cada denuncia, de cada llamada a la policía, de cada sospecha detectada en urgencias.
Como ellas, miles de mujeres y hombres trabajan cada día para romper la espiral de la violencia de género, que sacude lo más íntimo. La vida compartida con la persona que prometió amor pero hizo del hogar un infierno. «Si te dan un tirón del bolso o te roban el coche, vas y denuncias. No tienes vínculos con esa persona y nadie, salvo un abogado, tiene que asistirte. Eres víctima de un delito, tienes tus derechos, pero no te preocupa porque denuncias y ya está», explica Carmen Jiménez, que asesora a víctimas de violencia machista desde hace más de veinticinco años. Desde esa experiencia, enseguida pone el foco en el principal problema de este delito repleto de aristas: «Estos casos no tienen nada que ver, el acompañamiento tiene que ser casi constante para que las denuncias lleguen a su fin. Muchas veces hay que convencerlas, decirles que tienen que romper con esta situación, que salgan adelante». Y, sobre todo, que tienen que hablar.

«Pero señoría,
¿cómo voy a repetir
eso que él
me ha dicho?»

«Pero señoría,
¿cómo voy a repetir
eso que él
me ha dicho?»

«Pero señoría,
¿cómo voy a repetir
eso que él
me ha dicho?»

«Pero señoría, ¿cómo voy
a repetir eso que
él me ha dicho?»
María del Carmen Gutiérrez es la magistrada-jueza del juzgado número 1 de Violencia contra la Mujer en Málaga. Está acostumbrada a escuchar esa frase cada vez que toma declaración a las víctimas, rotas de pudor por tener que desnudar la intimidad de sus casas: «Hay ocasiones en las que vienen absolutamente herméticas. Por el motivo que sea, porque tienen tanto miedo que no son capaces de abrir la boca, porque sienten una vergüenza atroz por lo que pensará el vecino, el padre, la madre, el entorno social... o simplemente porque no están en el momento adecuado para contar determinadas cosas. Pensemos que es el campo más privado de alguien, que vas a exponer tu vida íntima en un juzgado delante de una persona a la que no conoces de nada».
Eso, en el mejor de los casos. Porque otras muchas no saben ni siquiera qué es lo que les está ocurriendo, o creen que eso «es algo que les pasa a las demás».

«A mí sólo me llama puta,
no es para tanto.
A mi hermana
el suyo le pega»

«A mí sólo me llama puta,
no es para tanto.
A mi hermana
el suyo le pega»

«A mí sólo
me llama puta,
no es para tanto.
A mi hermana el suyo le pega»

«A mí sólo me llama puta,
no es para tanto.
A mi hermana el suyo le pega»
A la consulta de la psicóloga Mónica Cabanillas hay mujeres que llegan pensando que tienen un problema de pareja. «Me dicen que sus maridos en ocasiones trabajan demasiado, que están muy nerviosos y que soportan mucha presión». Piensan que es normal que lo descarguen contra ellas. Que en el fondo no son así, que cambiarán. No identifican que, en realidad, lo que están sufriendo es violencia de género. El bloqueo es tal que ni siquiera son capaces de recordar qué les ha pasado.
Lidia Valle atiende a víctimas desde 2001. Es trabajadora social en el Negociado de Violencia de Género del Ayuntamiento de Málaga y ha sido testigo de ese borrado de las víctimas. También ha tenido que declarar en juicios por apuñalamiento o asesinato. «Pero de eso prefiero no hablar». Sí lo hace de aquella mujer «que incluso había olvidado en qué día nació su hijo, y eso que no tendría más de dos años». El camino hasta que recuperan su propia identidad es largo. «A veces se ríen cuando les digo 'Ya eres Loli, ¿eh?' Porque antes no eran Loli, eran la mujer de...».
Isabel Espejo es policía nacional y jefa del servicio de las Unidades de Atención a la Familia y la Mujer (UFAM) en la comisaría provincial de Málaga desde febrero. Ha prestado servicio durante años en la Unidad de Droga y Crimen Organizado (Udyco) y en el Régimen Disciplinario, y en menos de un año en su nuevo destino ya ha visto a mujeres «con lesiones graves, golpes, intentos de estrangulamiento y moratones».
Sabe que hay otro tipo de violencias, pero «las lesiones físicas son las más impactantes porque se ve por lo que están pasando».
Soledad Jiménez está acostumbrada a escuchar y ver todo tipo de traumas. También los que no dejan esa huella física. Es subdirectora de Enfermería del Hospital Regional de Málaga, a cuyo servicio de urgencias han acudido más de 150 mujeres en lo que llevamos de año: «Y eso es sólo la punta del iceberg». Porque, de media, «hasta que no acuden dos o tres veces no detectamos que es violencia de género». Las incoherencias en el relato que ocultan los «me he resbalado», «me he dado un golpe contra una puerta» o «me he caído por la escaleras» levantan las primeras sospechas. Muchas vienen nerviosas, con síntomas inespecíficos, con ansiedad, depresión, problemas gastrointestinales, insomnio, cefaleas...». A veces, hasta con sus maridos. Son las situaciones más complicadas de gestionar: «No las dejan solas, acaparan la conversación, no las dejan hablar, incluso las corrigen».

Y romper ese control es uno
de los principales
retos de estas
profesionales

Y romper ese control es uno
de los principales
retos de estas
profesionales

Y romper ese
control es uno de los
principales retos
de estas profesionales

Y romper ese control es uno de los
principales retos de estas profesionales
Porque al otro lado hay mujeres aisladas, que no están acostumbradas a que nadie les tienda la mano, que han sido apartadas de sus familias y que en muchas ocasiones ven cómo ese círculo, antes confortable y seguro, también les ha dado la espalda. «Para ellas la soledad es un mundo, piensan que cuando denuncien todo irá a peor, pero no se dan cuenta de que ya estaban solas antes. Muchas me dicen: '¿Pero cómo voy a ir al parque sola con los niños?' Y yo les respondo: '¿Pero no te das cuenta de que siempre has ido sola porque él se quedaba en el sofá?'».
En su pequeño despacho, Lidia ha escuchado de todo. Los golpes se ven por fuera y los insultos se llevan por dentro. Pero hay otro espacio mucho más recóndito: el dormitorio. Muchas mujeres asumen la violencia sexual como parte de ese infierno: «Consienten las relaciones sexuales, aunque no lo deseen, y dicen que es normal. 'A mí me da igual, sólo quiero que pase rápido'». A veces incluso lo ven como una de las pocas posibilidades que hay de calmar a sus agresores, como la mujer que antes de las reuniones del colegio de su hijo pequeño accedía a mantener sexo con su marido «para que no montara un pollo en la clase».

Acostarte con tu agresor
para que esa
noche la casa
duerma tranquila

Acostarte con tu agresor para
que esa noche la
casa duerma tranquila

Acostarte con tu
agresor para que
esa noche la casa
duerma tranquila

Acostarte con tu agresor para
que esa noche la casa duerma tranquila
Si la violencia sexual avergüenza, la económica paraliza. «El niño no necesita eso», «ya tienes demasiada ropa y luego nunca te la pones», «para qué vas a trabajar si ya tenemos suficiente con lo que yo gano»… Y cuando consiguen una parcela de independencia, como un empleo, ellos se ocupan de dinamitarla. «Si saben que su mujer entra a trabajar a las siete y media, a las ocho menos cuarto ya las están llamando». Soportar decenas de mensajes y llamadas en una sola jornada laboral. No están dispuestos a soltar el lazo. «Y así», critica la jueza, «es imposible que ellas tengan sensación de libertad porque cada vez se van quedando más pequeñas». El acoso se intensifica cuando dan el paso de alejarse de su agresor: «Le preguntan a sus vecinos, se personan en sus puestos de trabajo para ver si han llegado… ¿Que todo esto es más difícil de probar que un golpe? Sí, pero lo conseguimos también porque es violencia psicológica, que no se cura con un paracetamol o cuatro puntos de sutura pero que a veces hace hasta más daño».
Fue el caso de María. Trabajaba de camarera en una cafetería y su ex hacía turnos con sus amigos para vigilarla.

«Como te veamos
tonteando
te
con un cliente
vas a cagar»

«Como te veamos
tonteando
te
con un cliente
vas a cagar»

Como te veamos tonteando
con un cliente
te vas a cagar»

«Como te veamos tonteando con un cliente
te vas a cagar»
Esa labor que no tiene precio siempre trasciende lo profesional. También va más allá de las seis mujeres que dan la cara en este reportaje. Sin empatía no se hace nada. El policía que coge la llamada en comisaría, el celador del hospital, la profesional que está en triaje, el funcionario del juzgado... En esa cadena tan necesaria como invisible, muchos son hombres. En el caso del grupo de protección de la UFAM, todos. «Sólo la jefa es mujer. Los policías que protegen a las mujeres en Málaga son hombres. Lo quiero decir para que no creamos que esa sensibilidad sólo la podemos tener las mujeres. Y ellos las llaman, hacen de psicólogos... Cada día me quedo más sorprendida del gran trabajo que hacen», explica la líder de este equipo que ha visto cómo esta misma mañana uno de sus colegas, preocupado, removía cielo y tierra para encontrar una casa de acogida a una de las mujeres a las que protege y que se había quedado en la calle.

Pero su
profesionalidad
no las libra
de romperse

Pero su profesionalidad
no las
libra de
romperse

Pero su profesionalidad
no las libra
de romperse

Pero su profesionalidad
no las libra de romperse
«¿Y si lo dejamos ya?», pide Lidia, que empieza a quebrarse al recordar el asesinato de una mujer y su bebé.
Al día siguiente hay que volver a trabajar. María del Carmen se repone desde la mesa en la que toma declaración a las víctimas: «Tienes que aprender a sobrevivir mentalmente y si cruzas la línea no vas a poder ayudar». Isabel se lo plantea como un reto: «Esto no funcionará si nosotros, que debemos protegerlas, nos dejamos vencer. Ojalá fuera posible hacer más, pero no podemos llevarnos a las víctimas a nuestras casas. Cuando se producen muertes, por ejemplo, hay que sobreponerse aunque cueste porque tienes otros diez casos similares con mujeres que te van a necesitar». Lidia también se resiste a cruzar esa línea tan fina: «No podemos respirar porque hay otras víctimas detrás, esperando a ser ayudadas. Si hubiera días de descanso después de un caso grave... pero la realidad es que siguen llegando mujeres. Yo por ejemplo no veo nada de violencia en televisión. Puede conmigo».
Porque sigue habiendo niños con miedo, como aquel que le dijo a la 'seño' Lidia que cada vez que veía a su padre golpear el tenedor contra la mesa a la hora de la cena sabía que «algo malo» iba a ocurrir después. O como la paciente de Mónica, que salía a la calle en zapatillas de estar por casa porque su agresor le había firmado en las suelas de todos sus zapatos para comprobar luego si se habían desgastado. O la víctima que nunca pudo sentarse en el sofá que le regaló su madre porque su marido la condenaba a una silla. El sofá era para él.
La abogada y la jueza coinciden en su fotografía: «Están muertas en vida». Lidia suma otro elemento que las aterra: «He tenido mujeres que me han dicho: 'No me importa que me mate, pero a mis hijos que no los toque. Me pongo por delante si hace falta'». De hecho, Soledad marca en la maternidad uno de los principales puntos de inflexión: «Han aguantado mucho y sólo vienen al hospital cuando están embarazadas por miedo a lo que le haya podido pasar al bebé. Es su primer contacto con urgencias porque hasta entonces han capeado la situación. Cuando empiezan a pensar por dos es cuando se deciden».
En demasiados casos los niños heredan la condición de víctimas de sus madres. Ven y oyen cosas que rompen en dos la infancia. «Son como esponjas», dice la jueza. Cada pequeño detalle los pone en alerta. El caso de una niña que veía a su madre desesperada buscando las llaves de casa: «Papá siempre te las quita de donde las pones y te las esconde en el cajón de las bragas». O el pequeño que avisaba a la suya de que, en realidad, la olla abandonada en el fuego de la vitro la había puesto él: lo hacía para echarle la culpa a ella.

Ser mujer,
madre
y víctima. Pero
no siempre fue así

Ser mujer,
madre
y víctima. Pero
no siempre fue así

Ser mujer,
madre y víctima.
Pero no siempre fue así

Ser mujer, madre y víctima.
Pero no siempre fue así
«¿Cómo me ha podido pasar esto, con el genio que yo tengo?» es la pregunta que se hacen muchas víctimas. Los profesionales que las asisten, testigos de un goteo de casos que no cesa, se hacen otra: «¿Por qué sigue ocurriendo?». Hace casi dos décadas que se aprobó la Ley Integral Contra la Violencia de Género. Los recursos se han multiplicado. La concienciación social, también. Todos los trabajadores que intervienen en la protección a las víctimas han recibido formación específica. Hace años que esta lacra dejó de ser reducida a un problema doméstico. Entonces, ¿por qué no acaba?
No hay una sola respuesta: el miedo, que a menudo las lleva a retirar las denuncias y a paralizar los procesos pese a la frustración de quienes las han ayudado; los quebrantamientos de las órdenes de alejamiento, a veces incluso inducidos por las propias víctimas; los reproches de las familias —«¿cómo vas a meter en la cárcel al padre de tus hijos?»—, los retrasos en los procesos judiciales, que en demasiadas ocasiones duran años; las ayudas económicas, que no siempre son suficientes... Y, sobre todo, la educación, que sigue haciendo agua en las generaciones que tendrían que ser la esperanza: los adolescentes.
«A veces pienso qué estamos haciendo mal. La primera generación igual no tenía información. La segunda no tenía ley. ¿Pero ahora…?», se pregunta Lidia.
-¿Y qué te respondes?
«Que tengo que seguir trabajando, por si la sexta generación rompe esa cadena. Pero esto no sé si quiero que lo pongáis».
No es amor cuando lloran y no habrá avances hasta que se afronten los retos más incómodos. Como la implicación de todos, suplica Lidia. «Es importante trabajar con hombres, para que cuando lleguen al bar les den un codazo a sus colegas cuando digan: 'Qué polvazo tiene ésa' o 'Menuda zorra'». Que ellos pregunten: «¿Qué coño estás diciendo, tío?».

Que ellas
sepan que
no están
solas

Que ellas sepan que
no están
solas

Que ellas sepan que
no están solas

Que ellas sepan que
no están solas
Créditos
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Un reportaje de Ana Pérez-Bryan y Alberto Gómez
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Vídeos: Daniel Maldonado
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Desarrollo: José María Marín
-
Concepto narrativo y diseño visual: Fran Ruano
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