Alimentación y cuaresma
A Gregorio Magno le debemos la prohibición de consumir carne en Cuaresma
Profesor de Biología y experto en Tecnología Alimentaria
Sábado, 11 de marzo 2023, 17:35
En las primeras comunidades cristianas las diferentes costumbres y liturgias se fueron construyendo de forma pausada durante los primeros siglos de nuestra era. Dichas comunidades se encontraban, habitualmente, separadas e incomunicadas, de forma que la evolución ritual podía ser preocupantemente divergente. Como consecuencia, con relativa frecuencia, había que poner las cosas en su sitio y uno de los denominados «Padres de la Iglesia» daba un golpe en la mesa y dejaba claro cómo debían de progresar las tradiciones de la naciente religión.
Tenemos la certeza de que la cuaresma ya era objeto de celebración en el siglo II. Se trataba de una preparación sencilla, dos o tres días antes de la celebración de la Pascua. Lo de los 40 días fue un poco más tarde. Ya saben la afición de los hombres de fe por los números bíblicos y el 40 es muy apetecible. Los 40 días que duró el diluvio universal, 40 años por el desierto del pueblo israelita tras su salida de Egipto, los 40 días de Jesús en el desierto de Judea…
Cuidado con la gula
Este pecado capital es de singular importancia en la doctrina cristiana y han existido auténticos estudiosos del tema de los cuales derivan no pocas de las creencias actuales. Próceres como Juan Crisóstomo situaba a la gula en la raíz del pecado original. Ya saben, el lío de la manzana y todo eso.
Otro padre de la Iglesia que no pegaba ojo absorto con el tema de la pitanza era Gregorio Magno. A este buen señor le debemos la prohibición de consumir carne en Cuaresma. Alguna de sus afirmaciones no dejaban lugar a la duda «cuando manda la gula los hombres se pierden todo aquello en lo que se han comportado bien, y si no se domina el vientre, este mata todas las virtudes».
San Agustín también le dio una vuelta al asunto. Él conocía bien de lo que hablaba, ya que disfrutó de una juventud excelsa en placeres donde la buena mesa no podía faltar. Y ya saben aquello de que no hay nada peor que un converso. De forma que el religioso adulto, en el que se transformó, no tenía reparos en afirmar que el mero disfrute de cualquier alimento debía ser considerado pecado.
Para Tomás de Aquino las formas eran importantes. Comer con voracidad, deprisa o antes de hora era claramente gula. Y si la cantidad era considerable o estaba demasiado elaborada, sin duda, también. Ya saben, nada de estrellas Michelin, ni platos rebosantes. Parece que al igual que San Agustín, Santo Tomás conocía al enemigo. Las crónicas cuentan que era conocido como «el buey silencioso» y que se necesitaban dos pupitres para que pudiera sentar sus anchas posaderas.
El aburrido Medievo
Vemos que las normas se iban acumulando y complicaban, cada vez más, la vida a los «disfrutones» de mesa y mantel. Esto desembocó en una Edad Media llena de prohibiciones, donde la Iglesia condicionaba todos los actos del quehacer diario. Carne, lácteos y huevos estaban prohibidos un tercio del año y en cuaresma era todavía peor. Todo con el objetivo de castigar el cuerpo de forma que el alma saliera reforzada.
Parece que en esta época el disfrute no sobraba, de forma que en su próximo viaje en el tiempo procuren evitarla. La Grecia de Pericles o la Roma de Trajano eran sitios mucho más recomendables para el deleite de los sentidos. Pero si se les rompiera la mencionada máquina en plena Edad Media, no duden en que serán mejor atendidos en el monasterio del condado que no en el castillo del noble con mando en plaza.
Los refectorios de los monasterios rebosaban producto kilómetro 0 gracias a los diezmos. Y la presencia constante de orondos monjes daba testimonio de la generosidad en las raciones. La Cuaresma tampoco suponía un problema para estos imaginativos clérigos, ya que interpretaban de una forma un poco laxa las prohibiciones de Gregorio Magno y consideraban pescado todo animal acuático, de forma que los castores eran habituales en las mesas antes de Pascua, siendo considerados una auténtica delicia. Las crónicas no se quedan ahí y nos hablan de que en algún monasterio se soltaba a los cerdos en el río y se recogían un poco más abajo transmutados en alimentos plenamente aceptables en tan restringido periodo de tiempo. También se acordó que los líquidos no rompían el ayuno. Si alguien dudaba, no tenían nada más que espetarle una famosa sentencia del mismísimo San Pablo: «Ya no bebas agua, sino usa un poco de vino por causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades» (1TIM. 5,23). Y quien dice vino, dice cerveza, que era más conocida como «pan líquido».
¡Qué manía con el ayuno!
Lejos de tratarse de una tradición circunscrita a la cultura cristiana, el ayuno ancla sus raíces en lo más profundo de la condición humana, tanto en su cultura como religión. Cuaresma cristiana, el Yom Kipur judío, Ekadashi hinduista o el Ramadán musulmán son solo algunos ejemplos. Platón, Hipócrates o Plutarco lo recomendaban encarecidamente.
Podríamos pensar que algo positivo han visto todas las religiones en la restricción calórica de sus fieles más allá de lo meramente espiritual y parece que la ciencia, poco a poco, va dando la razón a ciertas prácticas que igual son más científicas que litúrgicas.
Es clara la relación desde hace mucho tiempo entre alimentación y envejecimiento. En realidad, la experimentación con restricción calórica en animales tiene más de 80 años de antigüedad, con una conexión incuestionable entre la menor cantidad de comida y la mayor esperanza de vida. Es cierto que extrapolar estos resultados a humanos es un tema controvertido, pero parece existir un consenso de que una reducción de entre un 20% y un 40% de la carga calórica conllevaría mejoras a muchos niveles. También se empieza a relacionar los periodos de privación calórica con una mayor renovación celular. Igual la motivación del ayuno es mucho más mundana.
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