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El caballero de Nike

El caballero de Nike

Su fundador, Phil Knight, ha escrito una autobiografía en la que cuenta que el nombre surgió de un sueño. Con una fortuna de 23.000 millones y ya retirado, se dedica a causas solidarias, pasear en su Porshe y ver baloncesto

Susana Zamora

Domingo, 19 de febrero 2017, 00:04

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Nada más arrancar la final del Open de Australia, que enfrentó hace dos semanas a Rafa Nadal y Roger Federer, ya había un ganador sobre la pista. Nike vestía a ambos tenistas. Hasta sus zapatillas de un naranja fluorescente parecían las mismas. No lo eran, pero la curiosidad disparó las búsquedas (y las ventas) en su tienda online y agitó las redes sociales. En las más de tres horas de esa enorme final, millones de personas fijaron sus ojos en ellos y también en esa especie de ala que acompañaba cada golpe de raqueta. Ese símbolo representa hoy a una de las marcas deportivas más influyentes del mundo, con una facturación anual de 30.000 millones de euros.

Pero Nike no siempre se llamó así. Es más, pudo haberse llamado Falcon, Bengal, Condor o Dimension Six. Este último se le ocurrió a su fundador, Phil Knight (Oregón, 78 años), pero su idea no gustó a sus socios. «Decían que no era pegadizo», cuenta en su autobiografía Nunca te pares. El título resume la filosofía de vida que acompañó a este empresario, que a sus 24 años vio claro su futuro mientras estudiaba en la Universidad de Stanford: «Si las cámaras japonesas habían irrumpido con fuerza en el mercado de la fotografía, antes dominado por los alemanes, podía ocurrir lo mismo con las zapatillas para correr», cuenta en el libro. Y empezó a darle vueltas a esa idea buena «y algo descabellada», según su profesor.

Phil, un chico tímido, pálido y flacucho, pero con buenas marcas en atletismo, pensó que aquel trabajo presentado en un seminario de emprendimiento podía tener recorrido. Así que puso sus ojos en Japón. El plan era buscar una compañía de calzado con la que asociarse y convertirse en su distribuidor en EE UU. Solo necesitaba dinero.

Con la ayuda de su padre y tras pasar un tiempo vendiendo enciclopedias sin demasiado éxito, inició una vuelta al mundo que le llevaría a Tokio. Allí comenzó la aventura empresarial de Knight (caballero en español) de la mano del grupo Onitsuka (conocido en Europa por su marca Asics) que en 1962 le ayudó a sentar las bases de su imperio.

Los japoneses le preguntaron por el nombre de su empresa. No había reparado en él, pero pensó que Blue ribbons aquellas cintas azules que simbolizaban los primeros premios que había ganado corriendo sería el nombre perfecto. En 1971 lo cambió y tuvo que buscar un logo y una nueva marca para su primera producción de zapatillas propias ante la amenaza de su socio japonés de quedarse con el mercado americano en el que él tanto había trabajado. Ese primer pedido de Knight corrió a cargo de la empresa mexicana Canadá. Fue el único. Su deficiente calidad le obligó a buscar de nuevo en Japón un aliado para su marca. El nombre vino de un sueño. O quizás de una pesadilla. Uno de sus socios se despertó sobresaltado en su cama en mitad de la noche con cuatro letras en la cabeza: Nike. A Knight (que fonéticamente se parece a Nike) el nombre le recordaba a Niké, la diosa griega de la Victoria. Ahora solo le faltaba el logo. Su elección resultó más sencilla y, sobre todo, muy barata. Un cheque de 35 dólares fue lo que recibió la joven artista a la que Phil encargó «algo que evocase movimiento». Años más tarde aquella creadora, Carolyne Davidson, fue recompensada con un anillo con el logo de la empresa y un porcentaje de las acciones. Así nació Nike, que diez años después saldría a Bolsa la misma semana que Apple. Pero los comienzos no fueron fáciles. Phil dejó su trabajo en una empresa de contabilidad y se empleó a fondo en la venta de zapatillas desde el maletero de su Plymouth Valiant. Su estrategia era sencilla: acudía a competiciones deportivas y, entre carrera y carrera, mostraba su mercancía a los atletas. Las ventas fueron a más y tuvo que montar una pequeña oficina en el sótano de su casa y contratar a su primer empleado: su hermana. Pero la falta de crédito para seguir creciendo le obligó a embargar la vivienda y a simultanear la venta de las zapatillas con el empleo de contable en Price Waterhouse, donde echaba todas las horas que no dedicaba a Nike. Se quedó sin amigos, sin vida social y sin tiempo para hacer deporte, su verdadera pasión. Así que decidió dejar aquel trabajo por el de profesor en la Universidad de Portland, donde conoció a su mujer y con la que tendría dos hijos.

Un jubilado de oro

Con ella vivió el despegue de la compañía cuando se obsesionó con obtener el mejor modelo de zapatilla para cada deportista. Tras años investigando, el gran golpe de efecto llegó en 1977, con el lanzamiento de las Nike Air. Pero sería el contrato con Michael Jordan lo que catapultaría a la empresa de Oregón a la cabeza del escalafón mundial. Un despegue imparable que continúa hoy con los rostros más célebres vistiendo esa especie de ala «o de soplo de aire», como describe el logo en su autobiografía.

En 2006, Knight dimitió como consejero delegado. Tras cuarenta años al frente de esas cuatro letras, dejaba unos números de récord: 16.000 millones de euros en ventas (Adidas, 10.000); 5.000 tiendas y 10.000 empleados. Aquel chico tímido de Oregón es hoy uno de los hombres más ricos del planeta (su fortuna supera los 23.000 millones).

Ya retirado, se dedica a conducir su Porsche, siempre con sus gafas de sol y a acudir a partidos de basket (quiso comprar Los Angeles Clippers), al tiempo que hace generosas donaciones a causas solidarias. No es raro, teniendo en cuenta esta reflexión que aparece en su libro: «Cuando el dinero empezó a entrar a raudales, nos afectó a todos. Nuestra labor como seres humanos es no permitir que lo haga. Ahora centramos nuestros esfuerzos en ayudar. Donamos cien millones de dólares al año y, cuando no estemos, daremos casi todo lo que quede».

Tras alcanzar la cima, Knight tuvo que sobreponerse a la muerte de su hijo mayor cuando buceaba en un lago salvadoreño. En ese momento se dijo a sí mismo lo que durante años se había repetido: «Tengo que seguir adelante».

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