El infierno de Drácula
En Las Pedroñeras (Cuenca) se recogen estos días 50 toneladas de ajo morado, el caviar de La Mancha que comen el Papa Francisco y los jeques
francisco apaolaza
Jueves, 16 de julio 2015, 01:07
Vicky Beckham, que tanto se quejaba de que España olía a ajo, nunca pisará esa playa. Hay plantadas una docena de sombrillas de colores, espaciadas y en línea. Tiene algo de la costa murciana un domingo de madrugón, antes de que lleguen las masas. En realidad, el mar queda a unos 400 kilómetros de aquí y el agua, a las once de la mañana, arde dentro de las botellas. Munir, de rodillas sobre tierra caliente como la lava, manga larga y sombrero de paja, trabaja cortando ajos morados a unos 30 el minuto. Es una de las 6.000 personas que trabajan estos días en la denominación de origen de Las Pedroñeras (Cuenca), la capital internacional del allium sativum, donde crecen unos de los mejores ajos del mundo y donde la recogida toca a su fin. En jerga administrativa se trata de una identificación geográfica protegida, que se extiende por las tierras de La Mancha, aunque físicamente se plantan en Ciudad Real. De Las Pedroñeras más que los ajos son los ajeros.
Esa sequedad casi infernal y los 39 grados a la sombra dan carácter a esas cabezas, les transmiten propiedades que no todos los paladares pueden aguantar en crudo. En mitad de este campo de Alameda de Cervera, si uno los muerde, el lagrimón está garantizado. «Son fuertes, ¿eh?», ríe Juan Jesús Arellano, uno de los 300 productores de la Cooperativa El Santo que llena el mundo de ajos morados.
Más que fuertes, son fuego y aquí reside su principal valor. Cada diente contiene el doble de compuestos azufrados que otras variedades, como las alicinas, y eso le da el sabor. «Son unos supervivientes, por eso son tan ricos», explica Arellano. En invierno, los ha llegado a plantar sobre la nieve y en verano, se caen los pájaros de calor. «Además, falta el agua, con lo que resultan todo sustancia».
Arellano se levanta junto al surco de tierra como un coloso amable y se jacta de su salud:«¡No he tenido un dolor de muelas en mi puta vida!». Jura que esa fortaleza se la dan los ajos, aunque come menos de lo que le gustaría. «Mi mujer no me deja porque dice que huele mal, y yo le contesto que ella coma también y así no lo notará». No los mastica crudos y enteros por ella. «Un par de estos con un tomate cortadito por la noche y te echas a llorar». A llorar de placer, claro.
Las Pedroñeras es la capital mundial de este bulbo con el permiso de China, que produce el 90% de lo que se consume en todo el planeta. La mitad de los que cocinamos en España son de ese pequeño pueblo manchego de 6.000 habitantes dedicado al campo, donde «el que no trabaja es porque no quiere», presumen los clientes de la cafetería Carmencita, única muestra palpable de la existencia de vida humana en el pueblo.
Carmen Fernández, psicóloga de 28 años, cabalga sobre una recogedora de ajos, un aparato que llegó de Francia en los años noventa y que automatiza el proceso. Antes, se recogían a mano, primero con una azada que soltaba el bulbo agarrado a la tierra y después con un arado.«Aquí todos los que conocimos aquello tenemos los riñones como una alcayata», se queja Paco, su padre, que maneja el tractor y es la cuarta generación de ajeros de Las Pedroñeras. Carmen, que trabaja por la mañana de psicóloga, por la tarde como administrativa y que toma vacaciones en esta época para ayudar en casa, es la responsable de la primera etapa de un viaje apasionante: la máquina los saca de la tierra y los suelta en manojos de unos 30 junto al surco. Said y Sabre, dos trabajadores marroquíes de 34 años, los agrupan a seis euros la hora con las cabezas hacia abajo en las llamadas tortillas. Forman así grupos de manojos de un metro y medio de diámetro que llenan los campos de extraños lunares.
Dedos como rayos
De rodillas, Munir y sus compañeros cortan el ajo. De ahí pasan a la caja, luego a la cooperativa, para terminar en manos de mujeres del pueblo como Pilar Meda, que lleva 45 años pelando y que tiene unos dedos como rayos que mandan a la cadena de envase 24.000 cabezas en un día. No usan pendientes, ni anillos y sus batas no llevan botones para no contaminar la línea de producción instalada en un pabellón enorme, de luz blanca y polvorienta, donde la única concesión al ocio son los enormes altavoces por los que escuchan RadioSurco. «No he hecho otra cosa en la vida».
En realidad, el ajo morado es blanco por fuera y solamente la piel del diente es de un púrpura vaticano.Por eso, a veces, la joya de la corona se confunde con el ajo chino, el violeta o spring violeta, una variedad que se cría allí mismo y en Asia, que es mucho más barata de producir, quizás más vistosa pero con menos sabor según los ajeros de Las Pedroñeras. Para distinguirlas, basta fijarse en las vetas lilas de la piel.
Hoy, esta variedad es deficitaria. Cada hectárea le cuesta a Juan Jesús Arellano 8.000 euros y saca unos 6.000, con lo que lleva 2.000 euros de pérdidas, 20.000 en total al año. Los precios han bajado por el exceso de producción y le pagan el kilo a 0,50 euros, menos de lo que, según él, le cuesta. «Antes todo era más sencillo». Se refiere a antes de la mecanización. El ajero describe un negocio en el que se ganaba «muchísimo dinero». Los agricultores no se alejaban de Las Pedroñeras más allá de quince kilómetros, los que recorría una mula. Después, buscaron nuevas tierras para arrendar: los suelos se cansan y la rotación debe ser frecuente. «No todo el mundo sabía hacer esto, pero con las máquinas, en los años noventa, mucha gente se lanzó a cultivar». Los ajos comenzaron a sembrarse en masa y cayeron los precios, hasta que hace unos años llegaron los problemas económicos.Ahora intentan reducir la producción de 50 millones de kilos para sacarle más rendimiento.
En el restaurante El Botas, junto a la carretera, sirven un menú del día con judías y chuletas de cordero fritas con ajo que levantan a un muerto. No se cabe. En ese salón en el que atrona la televisión se han cerrado contratos con medio mundo. El miércoles había comensales venidos del Reino Unido y de Japón, donde se vende una cabeza de ajo de morado de Las Pedroñeras a cinco euros, que es multiplicar el precio que le pagan a Arellano por 200. «En España se come más ajo de las variedades chinas que ajo español», lamenta el agricultor, al que le salvan los mercados extranjeros. Los mejores van a Japón, los más pequeños a Haití y en Italia a veces se venden como del lugar.
Todo este asunto tiene algo de sueño quijotesco. Los ajos morados que come el Papa Francisco (se los lleva Paloma Gómez Borrero, oriunda del pueblo), los que recibía Vicky Beckham cuando se quejó de que España olía a ajo o los que se degustan en las cortes de los jeques árabes forman parte de una frágil quimera. Ángel Olmo dejó el camión hace cuatro años para hacer lo que había hecho en casa desde que echó los dientes. Lleva tres años perdiendo dinero y no sabe cuánto le durarán los ahorros. «Esto es un sueño, cosa de unos locos, sería una pena que se perdiera».
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