Winston Churchill, como teniente de caballería.

Churchill, el héroe al que nadie quería

Militar, estadista, premio Nobel de Literatura, reportero de guerra... Al controvertido Winston Churchill, de cuya muerte se cumplen 50 años, se le recuerda como el político más importante de la historia del Reino Unido

íñigo gurruchaga

Martes, 27 de enero 2015, 02:12

Si la trayectoria del héroe en las fábulas requiere que el protagonista comparezca temeroso ante una prueba suprema de la que emergerá triunfante, Winston Churchill ( ... 1874-1965) entró en la caverna oscura a las seis de la tarde del viernes 10 de mayo de 1940. Era un día soleado, en una primavera espléndida, cuando fue nombrado primer ministro.

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Dos días antes, un debate en el Parlamento había derivado en un voto de confianza sobre el primer ministro, Neville Chamberlain. El líder conservador obtuvo una mayoría insuficiente para dirigir el país en una guerra que había intentado evitar mediante el apaciguamiento pactado con Adolf Hitler.

Las conversaciones en aquel Gobierno de coalición desembocaron en la nominación del Primer Lord del Almirantazgo como jefe del nuevo Ejecutivo. No lo quería el rey Jorge VI, no lo querían los altos funcionarios que habían trabajado a sus órdenes y cuando el lunes 13 dijo a la Cámara que solo podía ofrecer «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», la recepción fue fría.

Tenía 65 años y su trayectoria avalaba a quienes manifestaban reservas. Entró muy joven en el Parlamento tras una breve carrera militar, en la que el teniente de caballería pareció entender la guerra como una aventura. «Es un juego que hay que practicar con una sonrisa», diría a los soldados de su batallón en el Frente Occidental, en la Primera Guerra Mundial, donde estuvo unas semanas.

En su juventud escapó de las rutinas de su regimiento logrando con influencias familiares que se le aceptara como voluntario y corresponsal en la guerra de los españoles en Cuba, en el asedio de Malakand (en la frontera afgano-india), en la batalla de Omdurmán contra el mahdi sudanés, culminado su empleo en el Ejército con peripatéticas escaramuzas en la contienda con los boers sudafricanos.

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Pero quería seguir la estela de su padre, cuya breve carrera en la política siguió con gran interés en su adolescencia. Lord Randolph, hijo segundo del duque de Marlborough, destacó por su defensa de la democracia tory frente a la oligarquía de su partido, por la crueldad e ingenio de su retórica contra los rivales del radicalismo liberal y por no lograr nada que realmente mereciese la pena.

Winston recordó a su padre cuando entró en el Parlamento con 25 años. Tenía vivacidad en la oratoria, rivales y temas similares. Cuatro años después, cambió de bando, aborreciendo de los conservadores. Lecturas y viajes lo habían convertido en abanderado del libre comercio en el gran debate contra el proteccionismo y en un reformista social; aunque ya le perseguía, como a su progenitor, la reputación de ser un oportunista que solo buscaba su promoción.

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En 1908, en su primer puesto en el Gabinete, como ministro de Industria y Comercio, promovió las medidas embrionarias de la seguridad social, inspiradas por la Alemania de Bismark, y se opuso tajantemente a la construcción de nuevos barcos de guerra. Cuando pasó a hacerse cargo del ministerio de la Armada cambió de opinión y volvió a cambiar antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1924: como responsable de la cartera de Hacienda se opuso a las peticiones de más inversión en armamento porque no veía un horizonte bélico.

Por el camino, como ministro de Interior cayó en el descrédito por su presencia -sombrero de copa, guantes, abrigo con cuello de astracán- entre los policías a su mando que asediaban la vivienda en la que se había refugiado un grupo de delincuentes en el este de Londres. Llegó la Primera Guerra Mundial y, como Lord del Almirantazgo, impuso su criterio sobre la incursión naval en el estrecho de los Dardanelos (Turquía). Hubo cerca de 250.000 muertos, heridos y desaparecidos entre sus tropas.

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Cambió de partido y, ya como ministro de Hacienda, quizás obligado a moderar su conducta con tales precedentes, aceptó el consejo de la mayoría de sus asesores y desoyó el que más le atraía, el del economista Keynes -las discusiones terminaban más allá de la medianoche, en su casa, con champán y brandy como estimulantes-, decidiendo finalmente el catastrófico reingreso de la libra en el sistema monetario del patrón oro.

Corría 1939 y tras rectificar su posición inicial sobre la amenaza alemana, había criticado a Neville Chamberlain por sus intentos baldíos de apaciguar a Hitler. Fue elevado al Gobierno y a su jefatura cuando el Führer ya había invadido Polonia y Checoslovaquia, y el propio Churchill había dirigido una desastrosa campaña naval en Noruega.

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Nuestro objetivo, la victoria

El nuevo primer ministro dirigió en los días siguientes la evacuación de británicos y franceses de Dunquerque antes de la rendición del rey belga Leopoldo III y del armisticio de Francia. Fue entonces, cuando el Reino Unido se quedó solo en la resistencia contra el nazismo y Washington respondía con promesas a sus mensajes sobre lo que supondría una Europa gobernada por Hitler, cuando Winston Churchill se reveló como un héroe.

Su primer acto fue uno de los más dolorosos para el más europeo, el más francófilo de los primeros ministros. Si la armada francesa caía en manos alemanas, el Reino Unido perdería su supremacía naval. Hitler ya era dueño del aire. Así que Churchill ordenó su destrucción: 1.300 soldados galos murieron en el bombardeo británico, en el puerto de Orán.

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«¿Preguntáis cuál es nuestra política?», había dicho dos meses antes, al hacerse cargo del Gobierno. «Os lo digo: hacer la guerra, por mar, tierra y aire, con todo nuestro poder y con toda la fuerza que Dios pueda darnos; hacer la guerra contra una tiranía monstruosa, nunca sobrepasada en el oscuro, lamentable catálogo de la crueldad humana. Esta es nuestra política. ¿Preguntáis cuál es nuestro objetivo? Os puedo contestar con una palabra: es la victoria, la victoria a toda costa».

Seguiían años de operaciones militares brillantes y desastrosas, de discursos y cálculos, de disputas y entendimientos, pero en el verano de 1940 Winston Churchill ya había emergido como el líder del nuevo mundo. Nadie podía ya dudar de su disposición a batallar contra la expansión nazi hasta las últimas consecuencias.

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La exministra laborista Mo Mowlam lo propuso hace unos años en una serie de la BBC como el británico más importante de la historia. Otros, que quizás no recuerdan al inventor de la penicilina, Alexander Fleming, el gigantesco sacrificio de Rusia en la Segunda Guerra Mundial o a Brigitte Bardot, lo proclaman el gran europeo del siglo XX.

Fue un niño herido por la falta de trato con su padre, por la distancia y veleidad de su promiscua madre americana. Fue un pésimo estudiante a quien los números le producían horror y al que encantaban la escritura y la lectura de la Historia. Tenía una memoria prodigiosa. Y fue siempre un charlatán, que ocupaba la mitad del tiempo de debate en el Gabinete hasta cuando ocupaba un ministerio de rango menor.

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Su libro quizás más logrado es el más personal, 'My Early Life' (Mis Primeros Años). Rememora con nostalgia el mundo aristocrático del Palacio de Blenheim, la casa familiar. Cuando Evelyn Waugh escribió en 1959 un prólogo a 'Retorno a Brideshead', otra evocación del mismo universo, describió su obra como «un discurso fúnebre ante un ataúd vacío» Quizás el liberalismo de Churchill había acelerado su muerte.

Entre todos los retratos de Winston Churchill, el que mejor casa con su biografía es el de su protector, el primer ministro liberal Herbert Asquith. Dijo de él que era «una mezcla de la simplicidad alegre de un muchacho y de eso que se llama genio... rayos zigzagueando en el cerebro».

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