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M e cuentan que la cafetería del Congreso de los Diputados en Madrid ya no es lo que era. Además de almorzar con un menú ... a poco más de seis euros o tomarse una caña por poco más de un euro, la barra era un punto de encuentro habitual entre diputados de distinto signo que aparcaban por unas horas sus diferencias y se trataban más como colegas. Era un lugar perfecto para salir de la confrontación y encontrar acuerdos para las situaciones más complejas. Esto, que se podría considerar una simple anécdota, es un síntoma preocupante de la polarización extrema a la que está llegando la política. Es cierto que no se puede generalizar, pero son muchos los que echan en falta ese ambiente distendido que permitía hacer política de la buena.
No me voy a remontar a la época de la Transición, cuando todos sin excepción dieron un ejemplo de concordia más allá de las diferencia políticas, fuesen del Partido Comunista o de Alianza Popular o fueran antiguos exiliados o ex ministros franquistas. Tampoco apelo a la siempre peligrosa nostalgia, porque no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor. Me remonto a unas décadas, cuando simplemente en Málaga los líderes de los dos grandes partidos tenían una relación más allá de la política y que alcanzaba, me consta, lo personal. Recuerdo, por ejemplo, a socialistas como Luciano Alonso o Rafael Centeno y a populares como Joaquín Ramírez o Celia Villalobos capaces de sentarse en la misma mesa cuando el interés de Málaga estaba por medio. Así se hizo, por ejemplo, la actual Ciudad de la Justicia. No sólo había respeto sino un afecto personal que perdura en estos tiempos.
Hace unos días un importante cargo andaluz me comentaba cómo las relaciones entre la Junta de Andalucía y el Gobierno central son inexistentes, sin interlocutores y mucho menos sin un hilo de confianza, lo cual debería hacernos reflexionar. Los cargos públicos, como en cualquier ámbito laboral, están obligados a entenderse y a trazar vías de comunicación. Lo que ocurre es que son muchos los políticos que entienden esto como su cortijo y, lo que es peor, su negocio.
Es triste comprobar la escalada de violencia verbal de los políticos de este país, que entran en el ataque personal con una naturalidad que espanta. Se va mucho más allá de la confrontación política para ridiculizar y vilipendiar al oponente. Hay muchos políticos, desde ministros a concejales del pueblo más pequeño, convertidos en 'haters' y en hinchas en las redes sociales y frente a cualquier micrófono de cualquier medio de comunicación. Resulta sonrojante ver, incluso, cómo las cuentas de los partidos en redes sociales utilizan la inteligencia artificial para hacer memes para mofarse del rival. De pena.
Y esto lleva a pensar hacia dónde lleva todo esto, porque esta deriva chusquera parece no tener fin y puede traspasar fronteras inimaginables. Tanto es así que como los insultos y las bravuconadas parecen no tener efecto se empieza a amenazar con el propìo presupuesto y, simplemente, a gastarse perrerías también en el ámbito institucional, cuando no socavar el prestigio de patrimonios como la sanidad o la educación con tal de ganar algún rédito político.
Este país no necesita a 'hoolingans' con cargos públicos, necesita políticos capaces de diferenciar la confrontación política de la personal. Aquellas fotografías sonrientes de Fraga Iribarne con Carrillo o de Suárez con La Pasionaria hicieron mucho por la conciliación y en tiempos, precisamente, mucho más complejos que los de ahora.
Hay políticos que hoy, sinceramente, dan vergüenza ajena cuando se les ve vociferando o intentando arengar los instintos mas primarios y mitineros. Hoy confiamos en que haya políticos que, simplemmente, hagan política y antepongan la construcción de una sociedad más justa, solidaria y desarrollada a cualquier otro objetivo personal o partidista. Ojalá el sistema, con los ciudadanos en el centro, fuese capaz de expulsar a macarras de uno y otro signo y premiar la concordia, aunque sea por compartir una tostada con aceite y tomate y un café por 1,30 euros. Pero me temo que ni por esas.
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