Un lunes de playa

El lunes pasado fui a la playa con la pretensión de descansar. Habrá menos gente, me dije. En realidad, lo que se supone que no hay los lunes es pescado, aunque eso era antes, que las sardinas ahora llegan de todas partes y los bolicheros no descansan nunca. Me extrañó que en pleno agosto varios chiringuitos de La Caleta estuvieran cerrados, así que los que estaban abiertos hicieron su agosto.

Pedí una sombrilla y una tumbona y me colocaron en la decimosexta fila, a un kilómetro de la orilla. Al llegar al agua estaba helada al gusto de un pingüino, por el terral. Al poco roló a levante pero se quedó igual de fría. Me pasó de cerca un torbellino, que no era un niño con trastorno hiperactivo sino uno de verdad, una tolvanera de las que levantan las sombrillas.

En la tumbona de al lado se instaló un grupo de guiris jovencillos. Media tarde estuve intentando descifrar el idioma en el que hablaban, parecido al alemán pero no me sonaba. O lo mismo era alemán de Los Montes. Quién sería el que dijo que los centroeuropeos son menos comunicativos. ¡Menudas cotorras albinas me tocaron! Además, en un pequeño altavoz hicieron su particular sesión DJ discotequera...

Al rato, ocuparon las sombrillas del lado contrario un grupo de turistas nacionales, más o menos de la misma edad y diría que de Granada, pero de la Granada profunda. Hablaban con un acento muy particular, que tenía su gracia, pero a rebuznos de punta a punta. También liaron el canuto más grande que he visto en muchos años. Menos mal que está prohibido fumar cuando no se puede respetar la distancia mínima. Y para no ser menos llevaban otro minialtavoz con tendencia al reguetón.

Se pueden imaginar cómo sonaba el efecto del contraste entre los loros rubios y las urracas morenas, con sus respectivas bandas sonoras. Por descontado, no pude pegar ojo y al rato me fui a tomar viento. Me está bien merecido por pretender ir un lunes a la playa a descansar...