No cabe duda de que la Unión Europea está pasando por una grave crisis. El 'Brexit' en el Reino Unido, el movimiento de los 'chalecos ... amarillos' en Francia, la posición del Gobierno italiano, la postura de algunos países del Este europeo, como Hungría o Polonia, son todos ellos hechos preocupantes. Del 'Brexit' por cierto conviene que las fuerzas políticas con veleidades antieuropeístas tomen buena nota. Por lo que concierne a los países de la Europa del Este, su conciencia comunitaria es mas bien débil: no vivieron de cerca la formación de la Unión y predomina en ellos la percepción de que en su liberación del bloque soviético el factor determinante fue la influencia de Estados Unidos. En el fondo, se muestran más agradecidos a los americanos que a los europeos. En parte, llevan razón. Henry Kissinger, en sus 'Memorias', escribió una frase premonitoria: «El día que obliguemos a Rusia a gastar el 33% de su PIB en armamento, la Unión Soviética entrará en bancarrota». Y así fue.
Si echamos una ojeada a la Historia europea, la clave de la vertebración de Europa radica en el equilibrio entre el centro y la periferia; y en dicho equilibrio el país decisivo ha sido y es Alemania. Alemania ha tenido una historia muy traumática en la época contemporánea. Creó su Estado nacional tardíamente, a fines del siglo XIX, lo que le hizo llegar tarde al reparto colonial del mundo por parte de las potencias rivales, como Francia e Inglaterra (que no fueron precisamente muy generosas con ella en este aspecto), y esto subyace en el hecho de que provocara dos guerras mundiales en el siglo XX. A pesar de su derrota, los grandes estadistas de la postguerra percibieron certeramente que era imprescindible contar con Alemania en la construcción de una Europa comunitaria. Churchill, en su famoso discurso de 1946 en Zurich, cuando incitó a los franceses a congraciarse con los alemanes, tenía en la mente dos claros motivos: el primero era la defensa común frente a la amenaza de la Unión Soviética, y el segundo, la integración de Alemania en la construcción de unos Estados Unidos de Europa. El político británico vio con antelación que Alemania volvería a ser poderosa.
Cuatro años más tarde, en 1950, cuando Robert Schuman y Jean Monnet presentaron el Plan Schuman para una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, lo hicieron con un motivo semejante: integrar a Alemania. Y con la misma intención, Charles de Gaulle le extendió una mano reconciliadora, en 1960, a Konrad Adenauer. Otros líderes, como el italiano De Gasperi o el belga Henri Spaak, se comportaron de manera similar. Estos grandes estadistas, que son de añorar, pues por desgracia hoy no los tenemos, no obraron motivados por ningún tipo de idealismo, sino que tenían una visión muy realista de Europa debido sobre todo al conocimiento de su Historia. Alemania no debería de olvidar nunca esta actitud hacia ella en la postguerra de sus actuales aliados. El colofón de esta construcción de la Comunidad Europea tuvo lugar con la puesta en circulación del euro a partir del 1 de enero de 1999. A veces se escuchan acá y allá comentarios negativos sobre la creación de la moneda única, mas habría que preguntar a esos críticos qué hubiese sido de una Europa completamente dominada por un marco alemán cada vez más fuerte.
Asimismo, es una insensatez cuestionar la necesidad de la Unión Europea. En un mundo globalizado como el que vivimos, si Europa quiere tener alguna relevancia en este contexto debe permanecer unida e integrada. De lo contrario, los países europeos actuando por su cuenta y de manera individualizada no irían a ningún sitio. Y dentro de la Unión, es incuestionable que Alemania es hoy día el país más fuerte. Por ello, su contribución al mencionado equilibrio entre el centro y la periferia es fundamental.
En mis largas estancias en tierra germana, he podido observar en los últimos años un creciente repliegue de Alemania hacia los problemas de su política interna. Estos no son precisamente económicos. La salud de su economía es excelente. En los seis primeros meses de 2018, Alemania logró un superávit récord de 48.100 millones de euros, esto es, el 2,9 de su PIB. Son problemas de índole social. Por un lado, a Angela Merkel se le fue la mano en el tema de los refugiados, y ahora está resultando complicada la gestión en la práctica de semejante apertura. Por otro, la cuestión turca se ha agravado considerablemente. Los turcos comenzaron a llegar al país germano en los años 60 como mano de obra para la industria, contabilizándose en la actualidad una población de casi 5 millones. A la comunidad turca también ha llegado en los últimos tiempos la ola fundamentalista islámica que está invadiendo por doquier el mundo musulmán, con lo que la deseada integración de la mayoría de los turcos en la vida alemana se está tornando casi imposible. No son asuntos baladíes, pero el hecho es que este relativo ensimismamiento de la política alemana está repercutiendo, por ejemplo, en las relaciones de Alemania con los países del sur de Europa, unas relaciones a las que cancilleres anteriores, como Willy Brandt, Helmut Schmidt o Helmut Kohl, habían dedicado especial atención. Hoy día, resulta raro ver en la televisión a políticos alemanes visitando Madrid, Roma o Lisboa.
Europa necesita políticos que estén a la altura de las circunstancias; de lo contrario, los movimientos centrífugos irán en aumento. A Alemania le incumbe especialmente reconducir la senda excesivamente economicista y burocrática en que hasta ahora se ha movido la política comunitaria, y auspiciar una política de más alto vuelo y de más amplias miras.
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