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La pandemia maldice la proximidad, la prohíbe y la exhibe como una aberración condenada por las flamas del infierno. Tocarse es un pasaporte directo al otro mundo. No hay salvación para los que quieren acariciarse, sentirse en el otro, retornan los años oscuros, la caterva lejana e inasible, algo que ni siquiera el Libro de horas del Duque de Berry, brutalmente detenido por la peste, imaginó en sus iluminaciones del siglo XV, esas ricas horas de la Pasión de Cristo volcadas en detallistas miniaturas, en inauditas letras capitales, en poderosos márgenes, sutilezas de oro sobre bandas celestes al inicio de cada capítulo. Todo se detuvo, insisto, por la peste, pero también por las guerras dinásticas, por la falta de confianza, por la traición, el ambicioso y sangriento juego de la guerra, y sobre todo por la movilidad incansable de las fronteras europeas. Como observarán, muy poco ha cambiado en nuestro continente.
Hasta hace unos meses, y al albur del espacio Schengen, circulábamos por Europa en una utopía que, otra vez, la nueva peste coronada ha puesto freno. Lo que nos faltaba, para acabar de arreglarlo, es que también retornaran Güelfos y Gibelinos, porque los condotieros y los Borgia, y los Orsini -o sus herederos- pueblan ya los modos políticos de Europa, la Europa raptada, el sueño detenido, un continente longevo, me pregunto hasta cuándo, en contiendas, masacres, pandemias y delirios ideológicos expansivos producto de una peste moral más que ideológica, a no ser que esos bichos se llamaran Hitler o Stalin, y otros.
Las fronteras, que se cerraron, ahora vuelven a abrirse. No olvidemos que la libre circulación trajo a España a Voltaire y al Demonio en forma de tomos enciclopédicos, hasta que tuvo que ponerse un cordón sanitario que sólo burló el Abate Marchena. Menos mal que nos queda Portugal. La famosa frase habla tanto de nosotros como de nuestros vecinos, a la cola de Europa, al principio del mundo. Desde ayer los hermanos han vuelto a encontrarse. Y es que donde hay confianza da asco.
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