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GOLPE DE DADOS

Con Dios hablo en español

ALFREDO TAJÁN

Miércoles, 9 de septiembre 2015, 12:28

Esta frase es una de las más famosas de la Historia. La pronunció Carlos I de España y V de Alemania, el rey-emperador que ayer volvió a visitar a sus súbditos de diez a doce de la noche a través de las pantallas de Televisión Española. «Con Dios hablo en español», la frase fue pronunciada, aseguran algunas fuentes, en castellano, que no era precisamente una lengua que conociera muy bien el príncipe que acumuló más poder en Europa después de los Reyes Católicos. Como sabe el lector, Carlos nació en Gante, Condado de Flandes, donde a la sazón reinaban sus padres, Felipe el Hermoso y Juana, llamada la loca, que años más tarde sería entronizada como reina de Castilla, y cuya vida fue un cúmulo de tragedias familiares y políticas.

Carlos había sido educado en Flandes, sus preceptores fueron libre pensadores flamencos y alemanes, y por lo tanto, su espíritu era cosmopolita y abierto, como la lujosa corte en la que vivió hasta los diecisiete años. Pero el testamento dejado por su abuelo Fernando de Aragón le nombró heredero de los Reinos de Aragón y de Castilla, y con este nombramiento, aparte de perpetuar la unidad de España bajo su férula, unificaba el centro neurálgico del poder; por lo tanto, Carlos se vio obligado a desembarcar en una península que desconocía y en donde primaba el radicalismo religioso, posterior caldo de cultivo de la Contrarreforma, y donde, para colmo, no fue bien recibido. Es indudable que Carlos, como gobernante, también se ajusta al modelo de soberano renacentista cincelado por Maquiavelo: autócrata, políglota, curioso, sexualmente superdotado, celoso de su poder frente a la nobleza y la Iglesia, déspota legitimado por Dios y por su estirpe. No le andan a la zaga los otros dos monarcas coetáneos a Carlos, con quienes, por cierto, mantuvo agrias disputas y sangrientas contiendas: Francisco I de Valois y Enrique VIII Tudor, mismos canes con diademas distintas.

Lo cierto es que Carlos de Habsburgo se erigió emperador del mundo al reunir bajo su corona la mayor parte del universo conocido, de Atenas a Yucatán, de Viena a La Coruña, de Orán a Guatemala, Colombia, Perú y México, etcétera. Fue el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y nunca más volvería a detentar nuestro país mayor influencia «urbi et orbi». Precisamente va ganando cada día más fuerza las teorías que lo consideran como uno de los fundadores de la unidad europea. Sin embargo, también nos vemos obligados a describir las sombras. Una de ellas, quizá la más grave, fue que para lograr mantener unidos tantos vasallos, reinos y ejércitos, tantas prebendas, sinecuras y diócesis, el emperador tuvo que endeudarse con los banqueros alemanes Fugger, que a la postre llevarían al imperio a la bancarrota. Carlos no abdicó sólo por aborrecimiento de la cosa pública, que también, sino para que su heredero, Felipe II, pudiera renovar los créditos que ya le negaban sus banqueros.

Me gusta el emperador Carlos por su intento de crear un estado supranacional respetando las diversidades. Y sobre todo me gusta porque con Dios hablaba en español, y creo que se entendían.

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