Lo que no tiene nombre
JUAN JOSÉ TÉLLEZ
Sábado, 18 de octubre 2014, 12:41
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JUAN JOSÉ TÉLLEZ
Sábado, 18 de octubre 2014, 12:41
La vigésimo tercera edición del diccionario de la Real Academia Española ha supuesto el mayor acto de reconciliación de este país con América Latina desde el fichaje de Leo Messi o de Jorge Valdano. Felizmente, sus páginas ya se encuentran salpicadas de atlántico, con sabor a lunfardo o a remotos ecos guaraníes, cuando no promiscuos neologismos de patente de corso inglesa, desde el jonrón cubano-estadounidense al tanguear del Río de la Plata, por no hablar de amigovio, limpiavidrio, papichulo o zíper.
En otras lenguas, el diccionario lo escribe la calle, con el uso cotidiano, democrático, el del hábito que hace al monje sin más academia que la que imprime el prestigio de quien lo difunda en forma de libro o de edición virtual. Aquí, desde el siglo XVIII, contamos con quien fija, limpia y da esplendor a nuestras palabras, como si estas fueran migrantes sin papeles que necesitaran un visado para ser legales.
A partir de ahora, abandonan la clandestinidad lingüística los mileuristas y los gorrillas, los blogueros, los naturópatas, los frikis, los drones y el botox, el chat, el Pilates y las precuelas, los hackers, el spanglish y el impasse, el cameo, el SMS, la multiculturalidad y la serendipia. Algunas de estas regularizaciones llegan tarde, como la voz botellón, a la que incluso le ha crecido una compañera de viaje al fin de la noche. Y, en otros casos, el reconocimiento de ciertas expresiones emerge cuando ya apenas se usan, como culamen, aquel neologismo que consagró Forges en nuestro imaginario colectivo desde finales de los años 70 y que hasta hoy no había merecido la carta de naturaleza que imprime la RAE. Ya podemos decir feminicidio -a buena hora, mangas verdes y mujeres muertas-, mientras pasan a mejor vida algunas definiciones machistas como la de asociar los términos débil y endeble a lo femenino y la descripción como varonil y enérgico de la palabra 'masculino'. Claro que hasta la última edición del Diccionario, aparecía la palabra 'flamenca' asociada a una mujer «de buenas carnes, cutis terso y bien coloreado», cuando ni siquiera sus ilustrísimas reconocían la existencia de nuestra seguiriya.
Gabo nos describió un mundo primerizo al que había que nombrar todo lo desconocido. Ahora, sigue habiendo mucho por hacer y no me refiero sólo a la urgencia de reactualizar expresiones como murcios, pícaros o filibusteros, ampliar acepciones tal que mangazos, trincalinas o llevárselo calentito. Habrá que ingeniar un palabro que defina esta perplejidad cotidiana a la que nos entregamos con el mismo estupor de quienes sufrieran sucesivos accidentes de tráfico: cuánto chorizo, cuánto trilero en este finibusterrae del desencanto no ya sólo con respecto a las instituciones sino hacia una sociedad que parece renunciar a regenerarse. Espero que la palabra butifarra ya identifique, por fin, al corte de mangas, pero necesitamos ponerle un nombre nuevo a la rebeldía o, mejor, inventar una rebeldía nueva contra lo que no tiene nombre.
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