

Secciones
Servicios
Destacamos
En el salón de su casa descansan muchos retratos y recuerdos. Los de la familia de sangre; por ejemplo, los de sus dos hijos, ahora en la treintena. Pero también los de los pequeños que han tenido en acogida. La galería está compuesta por fotos y también por dibujos hiperrealistas, porque hay un artista aficionado en ese hogar, Jesús Agua González, de 55 años, que maneja muy bien el lápiz y los colores. Ese humilde pero entrañable museo está tan bien nutrido de estampas porque esa casa ha acogido a alrededor de veinte niños desde que hace tres lustros, en torno al año 2006 o 2008, a ella, Ángeles Gómez Bonet, una amiga le contara lo enriquecedor y lo necesario que resulta dar un hogar a pequeños que han perdido el suyo por circunstancias penosas e injustas de la vida para personas que casi ni han empezado a vivir –malos tratos, descuido en la atención que precisan, así como dificultades económicas, enfermedad, encarcelamiento o fallecimiento de los progenitores–.
«Ángeles me lo comentó tres veces y a la cuarta llamé a Infania –organización en la que junto a Hogar Abierto se apoya la Junta de Andalucía para la acogida de niños que temporalmente necesitan un hogar– y enseguida comenzamos a trabajar con ellos», rememora Jesús. Sus hijos, entonces pasada la adolescencia, también se mostraron conformes con la idea; de hecho, presumen los padres, «ellos también son acogedores», y en eso se convierten también hasta las mascotas de la familia: tienen un perro y dos gatos. Así que, Jesús, socarrón, dice: «Aquí no hay manera de tener la cocina limpia. Cuando no entra uno, entra el otro».
Ésta es una casa muy viva y muy vivida. Ahora se vuelven a oír los gorjeos de un bebé y las carantoñas que le hacen los adultos. Es la primera vez que tienen a un recién nacido en acogida. «Míranos, somos ya maduritos, qué necesidad teníamos de volver a pasar malas noches...», ironiza Jesús mientras se le cae la baba mirando a la rolliza y tierna bebita. «En realidad, me tiene loco», admite. Y añade: «Nosotros no sabemos vivir cómodamente. O, en realidad, ésta es nuestra zona de confort: tener la casa llena». «El último niño se nos había ido en septiembre y nos íbamos a tomar unos meses sabáticos en la acogida porque necesitábamos descansar y también pintar la casa, por ejemplo, pero nos llamaron en octubre para que recogiéramos a esta niña recién nacida en el hospital y no pudimos decir que no. Su madre tiene problemas de salud y no puede cuidarla. Hay más niños que hogares dispuestos a acoger y todos los niños tienen derecho a crecer en una familia. De otra manera, estarían en un centro», agrega Ángeles.
«Además, esa sonrisa vale una millonada», subraya Jesús. Porque sí, esta casi recién nacida es muy simpática, muy sonriente, no llora, por las noches sólo se despierta cuando tiene hambre y come estupendamente.
Pero retrocedamos tres lustros: con toda la familia de acuerdo, se les evaluó la idoneidad, realizaron el cursillo correspondiente y pronto les llegó el primer niño. Era un pequeño suizo de seis años que estaba de vacaciones con su padre en España, el hombre murió, el niño se echó a la calle, la policía lo vio, la Junta se hizo cargo y, hasta averiguar las circunstancias en que se encontraba el chico, le buscó una casa de acogida, la de Ángeles y Jesús.
Cuando un hogar se inscribe como tal, puede serlo de tres tipos: de urgencia, que son aquellos dispuestos a acoger a un pequeño en cualquier momento, a cualquier hora del día o de la noche en situaciones de emergencia y durante un plazo máximo de seis meses; los temporales, que son para acogidas por periodos de hasta dos años, aunque a veces se prorrogan; y los permanentes, que son aquellos que se ofrecen hasta que los menores dejan de serlo, es decir, hasta que cumplen 18 años.
Jesús y Ángeles se postularon para ser acogedores de urgencia, pero también firman acogimientos temporales con el fin de que si los niños siguen necesitando una familia, no tengan que cambiar de hogar. También se ofrecieron para acoger a grupos de hermanos, para que no tengan que afrontar un trauma añadido al de salir de su casa: el de la separación fraternal. La finalidad del programa es que los niños tengan un entorno estable en el que puedan crecer.
Ese primer acogimiento del niño suizo por parte de Ángeles y Jesús duró apenas 24 horas, hasta que las autoridades encontraron a los abuelos del chico, que se terminaron presentando en Málaga para llevárselo. Aunque ésta no fue la única vez que la familia se convirtió en un refugio 'exprés'. También rememoran que en una ocasión les llamaron para recoger a un niño al que la policía encontró en situación de desamparo en la calle por negligencia del padre, que se había ido de fiesta y había dejado al pequeño solo en la casa.
Pero, después de su larga experiencia como hogar de acogida, exponen que en la mayor parte de los casos los niños proceden de familias desestructuradas, de entornos violentos, de situaciones de malos tratos o de cuidado negligente. Por lo tanto, de lo que se trata en primera instancia es de alejar al pequeño en cuestión de esa situación de peligro en un hogar de acogida, mientras se busca si alguien de la familia biológica puede hacerse cargo de él y, de lo contrario, se inicia el proceso de adopción permanente.
«Cada vez que vamos a acoger a un niño, tiemblo. No sé lo que nos vamos a encontrar. Todos vienen con una mochila muy pesada, con problemas, con miedo, con mucho susto. Hay algunos que han tenido que crecer de golpe. Pero hay otros, ya mayores, que se hacen caca encima y se despiertan por la noche con pesadillas. Aunque poco a poco se va viendo el cambio y es muy gratificante que los niños que al principio no querían contacto físico contigo, luego te busquen para darte un abrazo o un beso. Los niños, cuando llegan a una casa y ven que los escuchas, van perdiendo el miedo», explica Ángeles.
¿Cómo actuar para que sea posible ver esa evolución? Esta madre de acogida comenta que hay que actuar con normalidad, sin hacer preguntas y escuchando. Así, dice, poco a poco se van dando cuenta de las condiciones en que algunos de ellos han llegado a vivir: «Tuvimos a una niña a la que le encantaba bañarse, estar en la bañera, porque decía que en su casa no tenía». «Vienen totalmente cerrados, pero luego te van contando cosas», continúa.
Aconseja que las familias de acogida traten a los pequeños como si fueran sus propios hijos: «Se despiertan por la noche con una pesadilla, pues los calmas con normalidad». Y la pareja insiste en que hay que marcar una rutina: «Hay niños que no están acostumbrados a tener un horario de comida y de irse a dormir y hay que acostumbrarlos a su comida y a su baño a su hora». «Y sabemos además que vamos a tener que tomar decisiones sobre ellos: cortarles el pelo cuando lo tienen largo, regañarlos, llevarlos al colegio...», añade Jesús.
Pero la familia sabe que el niño que llega estará en casa temporalmente, que la separación será inevitable y que seguramente ello tenga lugar cuando más cariño se le haya cogido. Admiten que es duro. Explican que muchos regresan con su familia biológica, pero que la mayoría van a familias de adopción.
«Nos sentimos mejor cuando creemos que han ido a un buen sitio, pero hemos tenido malas experiencias», confiesan. Hablan por ejemplo de un pequeño de dos años que los quería muchísimo, que estaba enganchadísimo a esa familia, que los llamaba papá y mamá (no es infrecuente, sobre todo entre los de menor edad que hablen incluso de 'titas' o de abuelos para referirse al resto de la familia de acogida), que llegaba incluso a decirle a Ángeles que había nacido de su barriga. El juez al final dictaminó que debía volver con su madre biológica, pero ésta al poco lo volvió a abandonar. Además, esta misma progenitora había llegado a llevarse al niño en una de las visitas (la normativa establece encuentros regulares de los niños con sus padres en las que el hogar de acogida y la familia biológica no deben tener contacto).
Pero el caso que llevó a Jesús a entrar en un proceso depresivo fue el de una niña de cuatro años que tuvieron en acogida y a la que la justicia envió a Nigeria, el país en el que vivían sus abuelos. De esa manera, interpretan, su familia biológica evitó que participara en un proceso de adopción en España. «Supimos después que hubo un secuestro de muchas niñas en el país –a manos de Boko Haram- y me dolió tanto que parecía que me estaban metiendo un clavo. Hasta entonces pensaba que la ansiedad era un invento para no ir a trabajar. Pero esta experiencia me enseñó hasta qué punto se sufre. Con ella antes había aprendido a no ver el color de la piel, a vernos a todos de igual manera», explica Jesús.
Pero, sea como sea, incluso aunque la historia para los pequeños tenga el mejor de los finales, el duelo hay que pasarlo. Y hay grupos de apoyo entre los padres y las madres de acogida. Al igual que organizan planes de ocio juntos, también hacen terapia. «Te desahogas. Hablarlo te va a terminar ayudando. Porque tenemos una mezcla de sentimientos cuando los niños vuelven con su familia o con una adoptiva: rabia, envidia, alegría, ilusión y también dolor», confiesa Ángeles. «Cuando se van, nos quedamos como tontos», añade Jesús.
En estas cerca de dos décadas que llevan acogiendo han visto mejoras en el proceso. Pero, porque, aclara Jesús, ellos se han encargado de que progresaran: por ejemplo, para escolarizar a los niños, ahora ya saben que como los pequeños son responsabilidad de la Junta de Andalucía, tienen derecho a tener plaza en el colegio público más cercano, aunque eso no siempre se cumple, porque algunos centros sacan a relucir las ratios o los plazos. También han aprendido que para ir al pediatra tienen que pedir la cita en persona, porque por protección de datos de los niños, no lo pueden hacer por teléfono ni por la aplicación.
Ángeles y Jesús dicen que en su entorno no entienden el porqué de su enganche con la acogida: «Los niños nos dan más de lo que nosotros les damos», dicen. Hacen proselitismo de la acogida y utilizan sus dotes de persuasión hasta con esta redactora. «Aunque uno piense que no tiene hueco para nada más en su vida, seguro que sí lo puede hacer. Nosotros tenemos un negocio y podemos», argumentan. Sí, estamos de acuerdo: todo el mundo puede tener el tiempo, pero no la generosidad suficiente. Porque ellos mismos reconocen: «Sí, ahora podríamos estar yéndonos a cenar a un restaurante o tomando una copa, y aquí estamos». Con un bebé rechoncho y encantador que se ha tomado el biberón enterito y ahora tiene que echar los gasecitos.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Sara I. Belled
Alba Martín Campos y Nuria Triguero
Cristina Vallejo, Antonio M. Romero y Encarni Hinojosa | Málaga
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.