Una semana de colegio después
Mascarillas, gel hidroalcohólico y un poco de distancia. La docencia en las aulas debe ser casi igual que siempre. A pesar de ello se quiere evitar una ola de contagios
El día que la Consejería de Salud notifica 298 casos de Covid-19 y nueve muertes suena a las diez y media de la mañana la campana en el CEIP Arturo Reyes. Una veintena de alumnos salen del aula y corren hacia el patio interior para disfrutar del primer recreo.
Hace unos 28 grados en este miércoles de septiembre y se han cumplido seis días desde la vuelta de la docencia presencial. Los niños visten camisetas y pantalones cortos, faldas y zapatillas, llevan mascarillas. A algunos les gotea el sudor por el cuello como en un concierto de rock. Los alumnos hablan en voz alta, corren, comparten historias, marcan los pasos para un ejercicio que simula el salto en longitud. La gran mayoría parece feliz, sonríen. Durante meses solo se han podido ver a través de una pantalla. De repente, un maestro ondea su brazo izquierdo y exclama: «¡Por favor, mantened las distancias!». La clase de educación física toca a su fin.
Hay otra vez colegio en la provincia de Málaga. Colegio de verdad. Con sus deberes, sus horarios y sus aulas llenas. ¿Cómo ha sido la primera semana de clases en un centro público que puede ser representativo para los demás? Mucha voluntad y una pequeña dosis de sálvese quien pueda se entremezclan por el camino.
El Arturo Reyes se ubica en la zona del Tiro Pichón, donde la barriada de Los Corazones y de Portada Alta se dan la mano. El entorno es justo como uno se imagina un núcleo de clase media-baja en una capital española. Pisos y más pisos forman el paradigma de la alta densidad poblacional. Hay fruterías y tiendas de todo a 100. Un Carrefour, varios gimnasios, muchos bares y franquicias de comida rápida. La obra para reasfaltar una avenida principal genera un ruido infernal. Tampoco hay muchas zonas verdes que inviten a pasear tranquilo.
A pesar del cierre de algunos colegios, el 99% de los centros educativos en la provincia no han registrado incidencias
Unos 400 alumnos de entre tres y doce años están matriculados en el Arturo Reyes. Una construcción de los años 70, dos plantas, mucho ladrillo visto y el suelo de granito. Hay una biblioteca empapelada con cartulinas, un gran patio interior con dos porterías que no tienen red y una sala de maestros que ejercía a su vez de cafetería. Durante medio año aquí no ha habido vida alguna y ahora hay que resucitar. Al menos, ese es el plan.
El plan se llama 'Protocolo de actuación Covid-19'. Unas 40 páginas en las que pone, por ejemplo, que la distancia de seguridad debería ser de dos metros, que uno no debe acudir al centro si tiene síntomas o se levanta con tos seca, que está prohibido chocar la mano o dar abrazos. Las manijas, los picaportes y las mesas hay que desinfectarlas varias veces al día. La redacción de estos protocolos ha recaído en los directores de los centros. María José Vergara no recuerda unas vacaciones de verano que se le hayan hecho tan cortas.
María José está sentada en el ordenador de su despacho de directora, lleva mascarilla y se pelea con una telaraña llamada burocracia. «Yo de chica quería tener una papelería. ¿No querías papeles? Pues toma papeles», se dice a sí misma.
Luego se levanta y recorre el largo pasillo central de la primera planta. Saluda y conoce a cada niño que pasa por su nombre, podría decir si sus padres están divorciados. Cintas en blanco y rojo marcan las zonas prohibidas como la escena de un crimen. Las superficies que podrían dar lugar a aglomeraciones son tabú. Hay un dispensador de gel hidroalcóhlico en la recepción. Tendría que haber muchos más, pero la mercancía prometida por la Consejería de Educación aún no ha llegado.
María José lleva tres años como directora del Arturo Reyes. Tiene 47 años y cuando habla de sus dos hijos se le iluminan los ojos. Uno está en segundo de bachillerato y el otro en tercero de la ESO. «Edades complicadas, pero también me da la tranquilidad de que ya los puedo dejar solos».
Nació en Málaga y forma parte de la primera hornada de maestros que salió de la Facultad de Ciencias de la Educación. «Teatinos era un patatal, a veces tenía problemas con mi Vespino», recuerda. Ha dado clases de inglés en colegios de Pizarra, Moraleda de Zafayona, Serrato, Pizarra o Casarabonela. Luego habría querido otra cosa, quizás un reto más grande, y por eso aceptó la jefatura de estudios primero. Después dijo que sí cuando le ofrecieron el cargo de directora.
«La enseñanza tiene que ser presencial, hay niños que no tienen Internet en casa. Nos dijeron que no contáramos el último trimestre para las notas»
Mª josé vergara, directora del ceip arturo reyes
«Recorro el colegio unas diez veces al día, pero amo mi trabajo. Tengo amigas que limpian portales y cobran una miseria, no me quejo»
maría ocaña, limpiadora
«Los protocolos contra el covid son imposibles de cumplir, la situación es flagrante. Yo he dejado de seguir las informaciones sobre el coronavirus»
ángeles gonzález, maestra de inglés
Mientras camina por su colegio rememora cómo ha vivido los últimos meses. Aún hay momentos en los que todo le parece un mal sueño. «De repente, dejaron de venir los alumnos chinos. Una semana más tarde nos vimos repartiendo libros entre los alumnos porque nos íbamos. Para después de Semana Santa, la verdad, contaba con estar de vuelta». El resto ya es historia.
Si María José quiere remarcar algo aguanta un segundo la palabra y levanta la mirada. Por ejemplo, cuando explica que el cierre de los colegios ha dejado a muchos por el camino, a los más débiles. Asegura que en su centro hay alumnos que viven en hogares en los que no hay ordenador. Otros no tienen ni internet. «Nos dijeron que no contáramos el último trimestre para hacer las notas», reconoce.
El confinamiento también habría tenido efectos negativos sobre la actividad física de los niños. «Muchos han vuelto mas repuestitos, como yo digo». El virus, eso queda claro, alberga peligros que no se ubican en la faringe.
Personal esencial
Una hora más tarde, son las once y media, María Ocaña apura un trago de agua y se coloca la mascarilla: «Volvemos a empezar». Empuja el carrito, coge un cubo y agarra una botella con spray desinfectante. Tiene paños de distintos colores. Los azules están reservados para las instalaciones sanitarias.
María tiene 53 años y lleva 21 como limpiadora en el Arturo Reyes. Durante el confinamiento la operaron de un pecho. Es la persona encargada de materializar el plan de higiene. Puede que ahora mismo tenga el trabajo más importante. «Eso me dicen todos», asienta.
Debe desinfectar todo lo que sea susceptible de ser tocado por un alumno. Desde que llega hasta que se va a su casa habrá recorrido el colegio unas diez veces. Friega los váter y lavabos, sobrevuela picaportes. «Te tienes que organizar muy bien para que te dé tiempo a todo, pero yo le pongo amor a lo que hago», asegura.
Por donde pasa deja un rastro de alcohol y limón. Cuando abre la puerta del servicio de chicos pone cara de una madre que está a punto de regañar. Los charcos que se forman por debajo del urinario obligan a tirar de la fregona. «Algunos no apuntan bien, pero son niños», dice. «Más guarros son los adultos, solo hay que ver los baños de un pub por la noche», concluye.
La jornada laboral de María empieza a las siete de la mañana y acaba a las tres de la tarde. Tiene el pelo corto y unas gafas de pasta que se empañan por culpa de la mascarilla. El oficio de limpiadora lo vive con pasión, pero el tiempo no perdona. «Me encanta mi trabajo, aunque cada vez me cuesta un poco más». La vitalidad de los niños sería su mejor vitamina. María elimina focos de infección a diario y tiene una nómina de 1.300 euros al final de cada mes. «Mis amigas que limpian portales cobran una miseria, no me quejo», señala que no se considera mal pagada.
También cree que muchas personas no se están tomando en serio al virus. Si es verdad que la evolución de la pandemia depende del comportamiento individual de cada persona, lo ve todo muy negro. Sigue hasta que acaba otro recorrido. Descansa lo justo y vuelta a empezar, como si fuera el mito de Sísifo.
Un curso raro
La cuarta hora del día marca inglés para el curso 6b. El temario de hoy, ampliación de vocabulario y repaso de los tiempos verbales con el adecuado uso de los pronombres 'he', 'she', 'it'. La clase se compone de 24 alumnos, cada uno sentado en un pupitre individual, codo con codo. La distancia de seguridad es aquí una utopía y el sol entra por la ventana para quemar como un mechero. Las persianas bajadas evitan la entrada de los rayos, pero al mismo tiempo frenan la circulación de oxígeno. Huele a lo que huele un cuarto cargado de niños preadolescentes. «Es el curso más raro al que nos enfrentamos», asegura Ángeles González. El objetivo para junio es que sus alumnos pasen al instituto con una base sólida del idioma.
Angie, como aquí la llama todo el mundo, tiene 54 años y lleva 31 de maestra. Su plaza en el Arturo Reyes la consolidó en el 2000. No sabe bien si la etiqueta de «veterena» es motivo de vergüenza o de orgullo. Viste con una camiseta negra de Los Beatles y luce un colgante con la Virgen de la Fuensanta, la patrona de Coín. Conjuga verbos irregulares con soltura y dice frases como «ahora hay que hablar a grito pelado para que los niños te entiendan». Es esa especie de maestra que a uno le hubiera gustado tener.
La docencia 'on-line', exclama Angie, «esa ya no lo quiere nadie». La alegría del reencuentro inicial ya habría dado paso a la postura básica del alumno medio: el colegio no mola, cuántos días quedan para las próximas vacaciones. Los protocolos anticovid estarían bien en teoría, pero el papel no aguanta la realidad. Angie tiene decidido que habrá más huelgas. «No recuerdo tanta unión, pero la situación es flagrante», dice. Ya no lee nada sobre el coronavirus, eso ya no lo haría nadie de sus compañeros. Prosigue con su clase y 24 alumnos agachan la cabeza.
La temida diáspora no se ha producido. Casi todos los niños matriculados en el Arturo Reyes han vuelto. No los de origen chino. El 99% de los centros educativos de la provincia siguen abiertos.
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