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Un primer plano de Enrique Caro, tomado durante su jornada de trabajo. SUR

«Imagina lo que es llevar unas gafas de bucear durante ocho o diez horas»

Enrique Caro es uno de los médicos malagueños que luchan contra la pandemia del coronavirus en el Hospital Valle del Guadalhorce

Jueves, 16 de abril 2020, 12:40

Espero que estés bien. Apenas hay una combinación de palabras que goza estos días de tanta popularidad. Enrique Caro la escucha todos los días. Dos, tres, cuatro, cinco, veces o más. Muchos correos electrónicos empiezan de esta manera. Nunca antes la intención detrás de un espero que estés bien habrá sido tan sincera.

Enrique Caro es de Málaga y tiene 39 años. Hasta hace nada era invisible. Apenas se hablaba sobre su profesión. Médico. Un gremio, sí, que goza de cierto estatus social y se presta bien para hacer series de televisión. Hace años, cuando él y sus compañeros salían a protestar por unas mejores condiciones laborales, al parecer, ya estaban pidiendo demasiado. Todo eso ha cambiado en semanas. Ahora Enrique es esencial para mantener el sistema. Le dan las gracias. Ministros, famosos y pacientes. Hasta comunidades de vecinos enteras.

Porque Enrique es uno más en el frente del coronavirus. Todos los días se sube a su coche y sale de Málaga para dirigirse a las urgencias del Hospital del Valle del Guadalhorce. Cuando entra un sospechoso con síntomas del Covid-19, o sea tos, dolor muscular, fiebre o apnea, él le da la bienvenida. «El paciente busca ayuda y la puerta de urgencias está abierta para todo el mundo. Ya saldrá por la puerta que tenga que salir», explica. Cuando uno pasa a consulta ya hay dos o tres sospechosos esperando su turno en el pasillo.

Si la radiografía muestra manchas en los pulmones, no queda otra que el ingreso. Si la radiografía está bien, confinamiento estricto en casa y activación del protocolo de seguimiento. Enrique todavía se acuerda cuando la gente venía a urgencias por un dolor de cabeza o porque sentía picor en la garganta. «Eso se ha acabado de forma radical», reconoce. En los balcones se aplaude su valentía, pero ahora nadie desea cruzarse con un sanitario que esté de servicio. «Casi todo es coronavirus. Todos los días tenemos a gente que viene con los síntomas», confirma.

En Málaga, como en el resto de España médicos, enfermeros y el resto de personal sanitario luchan las 24 horas del día para frenar el avance de esta pandemia. Cosechar testimonios no es tarea fácil. Muchos no quieren hablar. La información está centralizada y las autoridades están mirando todo con lupa. Enrique sí accede a compartir su experiencia y permite ver hasta qué punto el Covid-19 ha cambiado su rutina de trabajo. Entender la magnitud de la tarea.

El coronavirus vino como un tsunami. Cada día que pasa se hace más complicado soportar la cascada de muertos. En el Hospital Valle del Guadalhorce hay varios pacientes ingresados. El centro se ha dividido en dos para crear una zona de aislamiento. Por ahora hay camas de sobra. El problema está en que nadie puede vaticinar dónde está el pico de la curva. La provincia de Málaga es el epicentro de la pandemia en Andalucía. Muchos pacientes necesitan oxigeno y estar enganchados a uno de los cotizados respiradores.

«Material hay. El problema es saber hasta cuándo».

Enrique reza para que el suministro siga llegando. «Yo ahora mismo voy con doble patuco, doble guante, dos gorros. Si todo el mundo va así, imagínate», señala. Doble de todo para protegerse contra el enemigo invisible. A Enrique, al menos, le funciona. No siente miedo. En general, miedo es algo que, en estos momentos, no se pueden permitir los sanitarios.

Sí es consciente de la necesidad de evitar los contagios entre compañeros. Lo contrario sería el colapso y la palabra diezmar está censurada desde hace ya algo más de un mes. «Me siento protegido cada día que trabajo, pero hemos tomado algunas precauciones entre nosotros», reconoce.

Eso significa, por ejemplo, limitar las reuniones durante las comidas. Si las hay, aumentar las distancias entre compañeros. Actuar como si fueran extraños. Ya volverán las muestras de cariño porque Enrique está convencido de que al virus se le acabará doblegando.

Los médicos se escudan todo lo posible. Para que no haya contacto con el aire exterior, las gafas de protección deben estar muy ajustadas. De otra manera no sirven de nada. Lo que es muy incómodo, como prueban las marcas azules y moradas que dibujan su cara. «Imagina lo que es llevar unas gafas de bucear durante ocho o diez horas», precisa. Parece mucho tiempo.

La soledad del enfermo

Una de las cosas que más le pesa a Enrique es la soledad al que el virus somete a los infectados. Muchos de los ingresados llevan el susto incrustado en sus rostros. El aislamiento es el principal mandamiento. Ni familiares ni psicólogos se pueden acercar a las camas. Los infectados están solos con su miedo. Enrique ha llegado a un punto en el que mete su móvil en una bolsa de plástico y marca el número que le dicen sus pacientes para así establecer una vídeollamada.

Otra cosa son sus hijos. Un niño de seis años y una niña de 14 meses. La pequeña, explica, se soltó a andar durante la primera semana del estado de alarma. Ahora, cada vez que él entra por la puerta, su madre la tiene que frenar para que no se acerque a su padre: «Lo primero que hago cuando casa es irme directo a la ducha. Mi mujer tiene más miedo que yo. Tiene miedo a que la pueda contagiar. Quién va a cuidar entonces a Carmencita me dice».

Enrique trata de no pensar en eso. Ni en lo que vendrá en las próximas semanas. Para él sólo existe el aquí y en el ahora. La muerte de cada paciente deja un vacío. El dolor es grande. Aunque sabe que no puede perder tiempo con las experiencias negativas porque eso le robaría fuerza para seguir con los otros pacientes. Quizá, por eso no tiene problemas para dormir por las noches. O porque está muy mentalizado. Ya se ha acostumbrado al sofá cama.

En esta crisis sanitaria, que ha pillado tan desprevenida al país, la tentación de acudir al lenguaje bélico es alta. Lo hacen mucho los políticos y también los medios de comunicación. Serviría esto para afilar la capacidad de aguante de una población confinada y asustada. Los sanitarios ahora son soldados en la primera línea o ayudantes en las trincheras.

A Enrique todo esto, reconoce, le queda bastante lejos. El mayor tributo que se da a sí mismo es la evasión. «Cuando no estoy trabajando, trato de no saber nada del tema. No miro los grupos de whatsapp. Estoy viendo todos los partidos clásicos que están echando en Teledeporte», asegura. Preguntado por si se podían haber hecho mejor las cosas, duda: «No sé, hace dos meses, todos lo veíamos como un virus que estaba en China«.

Ayudan mucho, asegura, los momentos bonitos. En cada estepa nace una margarita. Aquí son los curados que abandonan el hospital o las muestras de solidaridad que se suceden a diario. Como ese bombero que llegó la semana pasada para dejar 100 máscaras de protección que él había fabricado con sus propias manos.

No cree que se ha contagiado aunque tampoco lo puede asegurar con absoluta certeza. Nunca imaginó verse en una circunstancia como la que está viviendo. A Enrique se le nota que está orgulloso de ser médico.

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«Imagina lo que es llevar unas gafas de bucear durante ocho o diez horas»