La cara de la Cruz Verde: «Somos personas civilizadas y sabemos estar»
Un barrio con leyenda, en el que las viviendas sociales conviven con las turísticas, se reivindica, con sus carencias, necesidades de atención y vicios propios que no esconde y de los que no se avergüenza
En el paisaje, el aspecto habitual de las viviendas sociales de la Junta y carteles que informan del abundante tejido asociativo, lo que revela las necesidades del barrio, pero también la atención que se le presta. Los de ese puñado de calles y callejones alrededor de la Cruz Verde parece que no son vecinos dejados a su (mala) suerte. Y de eso da fe el testimonio de Mavi Nieto Jiménez, de 58 años y residente desde hace un cuarto de siglo en el vecindario: «Aquí se vive muy bien. Los vecinos son gente normal, trabajadora, como en todos lados. Esto no está abandonado. Hay muchas cosas del Ayuntamiento: baile, memoria, ordenadores… nos dan clases de muchas cosas. Ahora, por ejemplo, me voy a taichí. Tengo todos los días cogidos». Pero necesita acudir al banco de alimentos de la Asociación de Vecinos de Lagunillas a recoger verdura; no lo ve como un drama y ahí está haciendo cola, porque los recursos con los que cuenta se limitan a una paga no contributiva por enfermedad. Lo bueno es que la Junta le concedió una vivienda que tiene dos dormitorios en la que vive con su hija y con su nieta por un alquiler de 55 euros.
Curro López, responsable de la asociación, explica que cada semana reparte 5.000 kilos de fruta y verdura entre medio millar de familias con ayuda del Consistorio. Además, todos los días del año prepara una olla de comida a mediodía y meriendas con té y café a partir de las cinco. «Hubo un apagón, pero esta gente está sin luz todos los días, no ve la luz al final del túnel», comenta López echando mano de la metáfora que le pone sobre la mesa el reciente corte de la electricidad e internet.
«Las asociaciones somos el termómetro de los barrios; sabemos que aquí se pasa hambre. ¿Dudas que haya hambre?, ¿qué crees que pasa con las personas a quienes se llama 'sin papeles'?»



«Las asociaciones somos el termómetro de los barrios; sabemos que aquí se pasa hambre», asegura. «¿Hay hambre en Málaga?», le espetamos. Y contesta indignado por nuestro escepticismo: «¿Dudas que haya hambre?, ¿qué crees que pasa con las personas a quienes se llama 'sin papeles'?, ¿y con quienes no pueden trabajar? Esta asociación nace porque hace 17 años mi mujer, ya fallecida, vio a un niño llorar y era de hambre. Hay que salir de los despachos e ir a la calle. Aquí viene gente de todo tipo: de clase trabajadora, pensionistas… Qué crees que ha pasado con la cesta de la compra de los jubilados, cuánto crees que cobra una camarera de piso; las camareras de piso vienen aquí, dónde van a ir. La gente tiene que comer hoy, nosotros no somos de los que dan citas para otro día».
Yalal Kessidi, de 20 años, acompaña todas las mañanas a Curro López a Mercamálaga a recoger los alimentos que repartirán y después pasa el día en la asociación ayudando a la gente: «Veo casos desesperados de personas sin trabajo y que no tienen para comer, hay jóvenes y también personas mayores», dice.

Por esas calles, mientras hay gente que ayuda y otra que pide socorro, también pasa algún turista despistado. O de los que han alquilado alojamientos para pasar unos días en Málaga. De hecho, Mavi Nieto Jiménez lo que ve distinto que sucede en el último par de años en el entorno es que cada vez hay más visitantes. Y López se queja de que de las casas que no son sociales se está echando a los inquilinos para convertirlas en alojamientos turísticos. A diario, desde su asociación, lamenta que asiste a órdenes de desalojo, de desahucio, burofax… De hecho, junto a la puerta del local que hace de almacén, de cocina y de centro social, hay pegado un cartel que reza 'No a los pisos turísticos. Si alquilas un piso turístico contribuyes a mi pobreza' traducido al inglés y al alemán.
Antonio Rodríguez, de 65 años, y Alicia Montes, de 60, ponen el rostro al problema habitacional: a su edad se han visto obligados a compartir piso. No son pareja y lo dejan claro; Alicia dice: «Él habla por él y yo por mí». El hombre cobra una pensión no contributiva porque ha trabajado muchas veces en negro, lo que le ha hecho perder veinte años de cotización. Ella percibe un subsidio de 480 euros. Pagan un alquiler de 800 euros. ¿Cómo se lleva tener que compartir piso a su edad? Como a cualquiera; con resignación y orden: «Tenemos que dividirlo todo. Los gastos de la casa y el trabajo».

El propio Yalal Kessidi se considera víctima del incremento del coste de la vida y de la vivienda. Lleva dos años buscando piso por la zona. Su padre trabaja en la hostelería en el entorno de la Cruz Verde y su hermano va a la escuela por ahí y a todos les vendría mejor ese área de la ciudad que Las Chapas donde ahora viven y pagan 900 euros de renta porque la casera les hace precio ya que es también la dueña del local donde trabaja el padre. «Tú sabes lo que es para un chico de veinte años no poder aportar ni un euro a casa; qué hago si quiero comprarme ropa o si tengo que ir a la peluquería. Necesito un trabajo. Aquí estoy todo el día como voluntario, desde por la mañana hasta por la noche, vengo y voy andando todos los días desde Las Chapas, pero no gano dinero», lamenta.
Este testimonio contrasta con el de Marta Vera. Está hablando con dos amigos a la puerta de su casa de la calle Refino. Los tres van muy arreglados. Su ropa, su maquillaje y su pelo es muy distinto al común del vecindario, sobre todo cuando se dobla la esquina y se entra en la calle Cruz Verde. Vera lleva pocos meses viviendo ahí. Se mudó a Málaga por trabajo. Y cayó en esta zona porque encontró un pequeño apartamento por el que paga 650 euros. «Creo que en Teatinos está más caro», dice.
A esta hora de la tarde en que han salido ya de los colegios, del paisanaje también forman parte grupos de niños, adolescentes y jóvenes, sobre todo masculinos. En el que rodea una tienda de chuches y ultramarinos anda también 'El Tijerita'. Y alguien a quien los niños llaman 'el jefe', que camina muy erguido, como controlándolo todo y con actitud desafiante y que intimida. Un poco más allá, en unas escaleras que conducen a uno de los corralones hay otro grupo de jóvenes. Uno de los muchachos luce unas enormes gafas de sol pese a que empieza a lloviznar. Está sentado en una a todas luces cara silla de 'gamer', como si fuera el trono de un monarca. «Pareces todo un rey», le decimos. Así que hincha el torso; si fuera un pavo real habría desplegado su bello plumaje. La corte que tiene alrededor dispuesta teatralmente sobre los escalones se siente orgullosa de formar parte de ese grupo que ha llamado la atención del equipo de SUR que pasea por la Cruz Verde para ver y contar. Pero la redactora les pregunta si les puede sacar una foto, porque la imagen lo merece, y ahí acaba la conversación.
-¿Qué queréis ser de mayores -Policía, ¡el chivato! -No le hagas caso, es muy chiquitillo, tiene cinco años
Muchas familias se forman prontísimo, con padres muy jóvenes. Un adulto que se confunde con un chaval por su fisonomía y porque no hace más que lanzar un trompo tiene ocho hijos o siete, o media docena, al menos, si es que los niños no están gastando bromas continuas a la periodista: «Somos ocho hermanos, pero éste es de otro padre», dice uno de ellos. «¿Qué queréis ser de mayores?». «Policía; ¡el chivato!», contesta el pequeño. «No le hagas caso, es muy chiquitillo, tiene cinco años», salta un hermanito. «Pero tú ya eres muy mayor para estar así con la peonza», lanza la periodista al padre de las criaturas. «La distracción es lo que hace…», contesta.

«Me dedico a la venta ambulante. Me busco la vida. Estaría mejor teniendo un trabajo, no dependiendo de poco. He tenido oportunidades en la vida y me arrepiento de no haberlas sabido aprovechar»
«En este barrio podría volver a caer en la droga y no quiero», reconoce Juan Manuel Cortés, de 38 años, que circula en patinete y que se detiene al ver la cámara de Salvador Salas: «¿Necesitáis algo?». Una historia. La suya. «Me dedico a la venta ambulante. Me busco la vida. Estaría mejor teniendo un trabajo, no dependiendo de poco. Vivo con mi hermana, que trabaja de cocinera en una cafetería, y mis sobrinos, a los que llevo al colegio. Pagamos 40 o 50 euros de alquiler. He tenido oportunidades en la vida, me pusieron las cosas fáciles, pero me arrepiento de no haberlas sabido aprovechar. A mi padre lo metieron en la cárcel y fui un niño tutelado junto a mi hermano gemelo por la Junta de Extremadura, que me llevó a buenos colegios. El futbolista Iñaki Eraña me pagó poder estar en la Escuela de Mareo de Gijón... Pero cuando pude elegir, me volví con mi familia. Hice mal. Me dejé influir por amistades y acabé en la cárcel».
Sí, el barrio tiene fama de que por ahí circula droga, de que a veces hay conflictos, de que hay gente que vigila quien pasa y quien habla con quien… Pero surge la duda de si la reserva con la que se camina por la zona está justificada o si el temor se debe a los prejuicios y a la aporofobia (miedo al pobre por serlo) de quien mira. Paramos a una mujer que pasa por allí. Su figura, su ropa y sus ojos claros hacen pensar que es guiri, turista, pero es malagueña de toda la vida y explica su impresión de cómo ha cambiado el barrio: «Ahora parece pacífico. Antes quizás era más conflictivo. Cuando estudiaba en El Ejido, la gente trataba de no atravesarlo, daba un rodeo. Y ahora, ya ves, vengo de casa de una amiga y lo estoy cruzando para ir a la Victoria. A mí nunca me ha pasado nada ni he visto nada raro».
«Ahora el barrio parece pacífico. Antes quizás era más conflictivo. Cuando estudiaba en El Ejido, la gente trataba de no atravesarlo, daba un rodeo. Y ahora, ya ves, vengo de casa de una amiga y lo estoy cruzando para ir a la Victoria. A mí nunca me ha pasado nada ni he visto nada raro»
Jorge Fernández, vecino desde hace 27 años de una de las bocacalles de Cruz Verde y que va con una niña que viste uniforme de colegio privado, expresa: «Aquí vive gente como en todos los barrios, trabajadora la mayoría. No es que haya ido a peor, pero he visto mejor situación. Antes era más barrio-barrio, los vecinos se juntaban más en la calle, ahora van más a lo suyo». Aunque entra en cierta contradicción: «Ya sabemos que en los años ochenta y noventa había mucha droga, todos los jóvenes estaban metidos».

«Mi padre era chatarrero, pero yo he trabajado muy poquito; no soy muy buen trabajador. Quiero ser mi propio jefe. Mi meta es crear mi propia empresa»
En plena Cruz Verde está la peluquería de Mounir Chefraou Benamar. Allí se pela Miguel Vara, nacido en el barrio y donde ahora vive con su mujer, Samara, y su hijo, Kylian (por Mbappé). Ella es camarera, pero está recién parida y no trabaja. Él cuenta: «Mi padre era chatarrero, pero yo he trabajado muy poquito; no soy muy buen trabajador. Quiero ser mi propio jefe. Mi meta es crear mi propia empresa». Tiene treinta años y ha visto la evolución del barrio: «Ahora hay mucha gente nueva. Tiene sus pros y sus contras. De noche la cosa está más difícil, porque la gente bebe… Pero he nacido aquí y tengo mucho orgullo por ello. El barrio es muy bonito, me gusta». «Tienes muchos tatuajes, cuestan dinero y no trabajas…». «Ella me los paga», contesta apuntando a su mujer, que sonríe resignada.
Luis Heredia, también cliente de la peluquería de Mounir, sobre la presunta peligrosidad del barrio, dice: «No es tan fiero el león como lo pintan; aquí hay buena gente, somos personas civilizadas y sabemos estar». Para cerrar este reportaje, posa junto a los peluqueros aún con las pinzas que usa el profesional de la tijera en el pelo para perfeccionar corte y peinado. También parece un rey en su trono. De fondo, música urbana. Quizás el artista que sale por la tele actúa sobre un decorado. El de la Cruz Verde, con sus pintadas y sus grafitis, es rabiosamente real. Sus personajes son fieramente humanos.
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