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Isabel y Jeremy, en uno de sus últimos paseos. SUR

«Te preguntas: ¿La habré contagiado yo?»

Isabel y Jeremy ·

Abuela y nieto tenían una relación «muy chula», llena de complicidad: «Me gustaba peinarla, pintarle las uñas, llevarla al cine...» Hasta que Isabel enfermó y tuvo que ser hospitalizada. Murió tres semanas después

Alberto Gómez y VÍDEO: PEDRO J. QUERO

Domingo, 31 de enero 2021, 01:50

Cuando la ayudó a ajustarse la mascarilla y subir al coche, Jeremy cerró la puerta porque pensó que volvería a ver a su abuela en un rato: «Creí que como mucho le dirían que tomase Paracetamol cada ocho horas y que la mandarían a casa». Entonces tuvo un impulso inexplicable: «Abrí la puerta y le dije: 'Abuela, te quiero'. Algo me dijo que lo hiciera». Isabel tenía 78 años y nunca regresó de aquel viaje en principio sin demasiada importancia, desde Yunquera hasta el Hospital del Guadalhorce, para tratar los síntomas de un resfriado que se había complicado. Tenía fiebre y un malestar que no terminaba de aliviarse. Las alarmas saltaron en la familia ante la posibilidad de que se tratase de coronavirus, la enfermedad que había puesto a medio mundo contra las cuerdas en cuestión de semanas pero de la que apenas se sabía nada. Era marzo de 2020, el mes que lo cambió todo. Isabel permaneció unos días ingresada, pero su estado empeoró y, una vez confirmado el diagnóstico de Covid-19, los médicos ordenaron su traslado al Clínico. Murió tres semanas después de haber escuchado aquel «te quiero» de su nieto.

Los días en el hospital fueron duros, repletos de incertidumbre. Aún no había protocolos de acompañamiento a los pacientes, aislados entre cables y tubos, con el único contacto de los sanitarios que los atendían, vestidos «como astronautas», con equipos de protección que deshumanizan el trato y la convalecencia. Las enfermeras de la Unidad de Cuidados Intensivos del Clínico se propusieron combatir aquel drama, especialmente cruel con los mayores, a quienes la incomunicación desorienta hasta la tristeza, y consiguieron dispositivos y datos móviles para facilitar que los hospitalizados pudieran comunicarse mediante videollamadas con sus familiares. A Isabel le costó adaptarse a las nuevas tecnologías. «Le dimos un teléfono», cuenta Jeremy, «pero no lo cogía porque no lo entendía y no sabía a qué botón darle». Enfermeras como María José se convirtieron en un canal de conexión en medio del caos, un resquicio para la luz entre tanto desasosiego: «Se portaron genial, gracias a ellas pudimos hablar con mi abuela casi a diario».

–Abuela, ¿qué tal?

–Pues mira, aquí estamos.

–Te queremos mucho.

–Y yo, y yo. ¿Por qué lloráis?

«No entendía por qué estábamos mal», recuerda Jeremy: «Al principio nos decían que se encontraba estable e incluso mejoraba, pero de un día para otro nos explicaron que tenía los pulmones secos y que mantenerla en cuidados intensivos sólo serviría para prolongar la agonía. Nos quedamos en shock». La última noche, ya sedada, apenas podía hablar. La restricción de aforo en los tanatorios, una de las primeras medidas tomadas por las administraciones para frenar la curva de contagios, impidió organizar un velatorio y limitó la ceremonia a tres personas: «Y somos cinco nietos, además de mi madre y mis dos tíos». Porque Isabel Córdoba, como se apellidaba, natural de Yunquera, un pequeño pueblo de la Sierra de las Nieves, tuvo tres hijos con Luis Navarrete, con quien estuvo más de medio siglo casada hasta enviudar hace cinco años. La muerte de su marido hundió un ánimo hasta entonces intacto, a prueba de enfermedades y mucho trabajo, una vida dura pero feliz. Por eso Jeremy insistía en que se maquillara y saliera: «Teníamos una relación muy chula. Me gustaba mimarla, llevarla al cine y a comer fuera. Le pintaba las uñas, la peinaba... Quería que se viera guapa cuando se mirara el espejo, a ver si le subía la autoestima. Si me decía que no le apetecía maquillarse, le respondía: Pues ya te pinto yo, abuela».

Jeremy, en el parque donde solía ir con su abuela. Salvador Salas

La culpa abrió luego su habitual agujero: «Mi familia tiene una peluquería al lado de casa y mi abuela se sentaba a charlar con los clientes. Cuando comenzaron a aparecer los primeros casos, mi madre y mi tío se lo prohibieron. Pero casi todos tuvimos síntomas. Yo vivo en Málaga y la última vez que vino a verme la llevé al cine, al parque del Oeste... Te preguntas: ¿La habré contagiado yo? Es mejor no pensarlo. Pasó porque tenía que pasar, ya no se puede hacer nada». Les queda el recuerdo de una mujer «buena», capaz de superar un cáncer de ovarios y sacar adelante a su familia. Trabajó dentro y fuera de casa, como profesora particular y limpiadora, entre otros empleos. Como muchos españoles de su época, tuvo que emigrar a Suiza con su marido en busca de un futuro menos áspero. Allí regentaron una cantina y abrieron una barbería, hasta que pudieron volver a Málaga treinta años después. Su pérdida en abril dejó una herida que nunca terminará de cicatrizar pero también una lección que su familia comparte cada vez que puede: «Hasta que no lo vives, no sabes lo que es perder a un ser querido y no poder despedirte, decirle adiós. Si la gente se parara a pensarlo, nos iría mejor a todos».

El día que la ingresaron, el 27 de marzo, permanece marcado en el calendario familiar, primero como celebración, ahora como un martillo sobre la memoria. El marido de Isabel hubiera cumplido años ese mismo día. «A veces decimos que es como si se la hubiera llevado él», confiesa Jeremy, lleno de agradecimiento a los sanitarios que atendieron a su abuela, a quien ha dedicado la última canción que ha subido a YouTube: «Me gusta cantar y a ella le encantaba escucharme. Me animaba a colgar vídeos, así que grabé una versión de 'En cambio no', la canción que Laura Pausini escribió tras la muerte de su abuela, en memoria de la mía. Ahora me hincho de llorar cada vez que la escucho».

A Jeremy le queda el consuelo de aquel último «te quiero» antes de que el coche arrancara, una despedida anticipada: lo único que el coronavirus no puede llevarse.

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