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Un centro comercial fantasmagórico. A oscuras. Sólo lo ilumina la enorme claraboya que hay en el centro. Únicamente las escaleras mecánicas y el Carrefour, que tiene un generador propio, funcionan con normalidad en La Rosaleda. ¿Cuánto puede durar la autonomía de ese supermercado? Un guardia de seguridad bromea: «Mientras le sigan echando gasoil aguantará». La mayor parte del resto de tiendas ha tenido que echar el cierre. Resisten un poco algunos establecimientos de hostelería. Los clientes que no pueden comprar se sientan tranquilamente en sus terracillas a esperar.
La cafetería Bombonboss funciona a medio gas: no tiene la suerte de contar con un generador propio, así que sus frigoríficos, cafetera y tostador no funcionan; su camarera, Carmen Durán, sólo puede vender bollos y debe recibir el pago en metálico. Y así ha abonado Antonio Contreras su camisa verde en Koröshi, con su billete de 50 euros: «Volvemos a la Edad Media», ironiza. La dependienta, Esther Blat, comenta, mientras rellena la factura a mano, a boli, que sólo ha hecho uso de esa libreta cuando le ha fallado el ordenador o cuando los informáticos le han avisado de alguna actualización, pero nunca durante un apagón de esta dimensión.
Acometer el cierre literal de las tiendas cuesta, puesto que hasta para echar la persiana se requiere electricidad. Hay que tener cierta mañana y hacer uso de fuerza bruta para bajarla a pulso. Los guardias de seguridad se pasean establecimiento por establecimiento y echan una mano a los trabajadores para hacerlo. Por ejemplo, a los de Mango, que por fin se pueden ir a casa. A los dependientes de la cadena deportiva Sprint sus superiores les han dicho que si pueden dejar la tienda cerrada, también se pueden marchar. Y eso hacen, capitaneados por Cristian, el supervisor de la tienda de La Rosaleda. Pero enfrente, los de MiOptico, no pueden imitarlos: la suspensión de las comunicaciones que ha acompañado al apagón ha impedido que se puedan poner en contacto con sus jefes y han intentado bajar la persiana, pero no han podido; la suya parece más dura de pelar. Así que Álvaro Martín reflexiona que no se pueden mover de ahí al menos hasta que el centro comercial tome la decisión de clausurarse, si es que llega a hacerlo. Ahí están sentados, de tertulia, a la espera, después de que se frustrara la última venta que pudieron haber hecho: unas gafas de sol de 49 euros.
«Cuando hemos visto que la luz se iba y no volvía, nos hemos venido todos a la puerta y hemos dicho a los clientes que se fueran porque además de no ir el ordenador y los datáfonos, tampoco funcionaba la alarma», comenta Raquel Recio, de JD Sports, que afirma que en ese momento estaba vendiendo unas zapatillas y una camiseta. Y es que, sí, una de las razones que ha llevado a los dependientes a hacer salir a los clientes de las tiendas no es sólo que no se podía ver, ni operar, ni pagar, era también la seguridad: «¿Es que hay muchos robos aquí?», preguntamos. Recio responde: «Bueno, ahora menos». Pero en una joyería, la encargada, Carmen Rojas, también reflexiona: «Las cajas están cerradas con llave, no con un mecanismo eléctrico, así que yo podría vender, pero a ver cómo saco una cadena de oro de 3.000 euros si aquí no hay cámaras grabando».
El ambiente del centro comercial es cada vez más oscuro. Cada vez hay más tiendas cerradas. Pero siguen los corrillos de empleados preguntándose por lo que pasa, lanzando hipótesis más o menos conspirativas sobre lo que sucede, confiándose lo que tienen en la nevera, los pocos euros con que cuentan en el bolsillo, diciéndose que no pueden hablar con sus seres queridos, recordando la cita médica, el resultado de análisis que tienen que recoger... También hablan de cómo estarán las carreteras, sin semáforos: «Tened mucho cuidadito», recomienda Cristian a sus compañeras tras abandonar su puesto de trabajo.
También está ese hombre que justo ha pensado en este lunes para fundirse el suelo en ropa y zapatos. Plan frustrado. Aunque una madre que necesita ropita para su bebé ha decidido usar el Carrefour, que sí está operativo.
Pero es que para Teresa García éste es su primer día en La Rosaleda trabajando para Affinity, la tarjeta de fidelización del grupo Inditex. Debe hacer entre seis y siete tarjetas al día. No ha empezado con buen pie: viene de Vélez-Málaga y le ha costado llegar y aparcar, así que se ha retrasado y al poco de llegar, apagón. Hoy ya sabe que no va a poder cumplir: «Yo podría abordar a la gente y convencerla para que se hiciera cliente, pero es que el ordenador no me funciona», comenta. Ya sabe que a partir de hoy sólo puede ir a mejor su experiencia laboral.
En los 100 Montaditos hay un ruidoso grupo de amigos. Son vigilantes del aeropuerto que celebran el cumpleaños de uno de ellos, que había sido quien había recaudado todo el dinero por bizum y transferencias para hacer una reserva en un restaurante especializado en wok. «Como no funcionan las tarjetas, los datáfonos, pues aquí estamos celebrando el cumpleaños con cervezas y aceitunas; ya nos iremos otro día al wok», ríen, aportando un poco de alegría y celebración al caos, a la incertidumbre y a las pérdidas asociadas para el comercio de un día sin actividad.
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