

Secciones
Servicios
Destacamos
Lorena Codes
Domingo, 22 de noviembre 2015, 00:03
Adela Aguilera tiene madera de artista. Cuando blandía la gubia treinta años atrás, su padre, un carpintero ya jubilado, no sólo estaba fabricando muebles, sino que al mismo tiempo moldeaba inconscientemente la creatividad de su hija. El olor de los químicos que Blas usaba para tratar la madera en su discreto taller del barrio de la Divina Pastora en Marbella se convirtió en la huella olfativa de una infancia con cinco hermanos que se embelesaban cada tarde con la tarea de papá. Adela, concretamente, no recuerda demasiado bien las creaciones que salían del taller, pero es capaz de sentir aún el tacto de los pedazos de madera que su padre le dejaba para que los lijase. «Me encantaba acariciar el material, ¡lo dejaba como un cristal!», rememora.
Antes que artesano y carpintero, Blas había probado suerte con otros trabajos hasta que se cruzó con la carpintería de Pepe Figueredo, ya desaparecida, donde aprendió lo necesario para comenzar a desarrollar un oficio por el que todavía hoy siente pasión. Ahora, en el mismo taller, su hija confiesa que sigue siendo su guía cuando se atasca con una idea, mientras da forma a una de sus últimas esculturas. La experiencia de su progenitor es el más valioso de los vademecum, aunque él nunca abriese un libro para desentrañar los secretos de la madera, sino que lo hizo a base de noches sin dormir y la técnica que nunca falla: ensayo y error.
Lo de Adela y el arte vinieron después, su vocación ha sido como el torso que sale de un tronco después de pulir y moldear, a veces por intuición. Ella siempre quiso ser decoradora. Dice que su casa no le gustaba. Siempre que tenía ocasión usaba sus mañas para disfrazar un rincón o un mueble, hacerlo más agradable a la vista. Así, a los 18 años se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios de Málaga. Entre las optativas que eligió estaba la Talla en Madera. Tanto le gustó que se volcó en la materia. Eso sí, siempre por libre. Mientras los docentes se empeñaban en que aprendiera las tallas del Barroco, Adela caminaba hacia otras ideas.Como si la propia materia guiara sus manos para salirse por la tangente, el resultado de sus clases poco tenía que ver con el del resto de sus compañeros.
A punto de terminar su formación, se mudó un año a Alemania, donde trabajó en la restauración de monumentos históricos y, más tarde, a Italia, donde cursó un taller de piedra. En todos aquellos años su hermano mayor había estado trabajando codo con codo con su padre en la carpintería, hasta que un golpe del destino se lo llevó con 23 años. Poco tiempo después, tras idas y venidas a Alemania y Madrid, Adela se instaló definitivamente en Marbella y se convirtió en la mano derecha de Blas. Padre e hija trabajaron juntos hasta la jubilación de éste, un periodo que Adela guarda en su memoria con gran cariño, no sólo por la felicidad de labrarse un futuro junto a los suyos, sino porque cada día junto a Blas fue «una máster class», asegura. De aquel periodo conserva el afán perfeccionista que comparte con su progenitor: «Si una idea se me fija en la cabeza, le doy mil vueltas y estoy sin dormir hasta que encuentro una forma de materializarla».
Sin embargo, además de la materia per se, a Adela le interesa el mensaje, la idea, la emoción. «Para mí no tiene sentido ninguna pieza si no te conmueve, si no te causa ninguna sensación, sea cual sea», insiste. Por eso ha seguido y sigue aprendiendo e investigando en diferentes campos artísticos, que compagina con su labor de restauradora de antigüedades y diseñadora de muebles. Su faceta de escultora compite, de hecho, con su mirada de fotógrafa, que logra su mejor versión en el enfoque social. Aguilera posee una especial sensibilidad para ver la realidad por encima de la fachada, para desglosarla y ponerle contorno. Lo hizo con gran habilidad en su serie Chatarreros, un grupo de fotografías en las que ha inmortalizado a personajes de la calle a los que encontraba recogiendo chatarra. Sus torsos de tizne en blanco y negro, sus miradas sin brillo y los fuertes brazos bajados hablan de historias tan corrientes que se han vuelto invisibles. Como la del maître del restaurante al que la crisis le cambió la pajarita por el carro y las elegantes mesas por los talleres y polígonos. O la del padre de familia que cada día se arregla para compatibilizar un trabajo con la chatarrería porque ya no alcanza para mantener a sus tres hijos. Adela los retrata con gran dignidad y una dosis justa de ternura. Porque sabe mirarlos a los ojos.
Dice que lo que más le gusta en el mundo es encerrarse en el taller para crear y sueña con el día en que pueda hacerlo a tiempo completo, sin dedicarse a otra cosa. Mientras, disfruta con la otra parte de su trabajo, la que, como a gran parte de artistas, le llena la nevera. «Mi labor consiste en encontrar nuevas maneras de hacer algo y es algo que me apasiona», concluye, al tiempo que ajusta los últimos detalles de mesas vintage que ha recuperado y actualizado con unos toques de pintura o nuevos materiales. Todo parece más humano cuando se atraviesa el umbral de la casa-taller de Adela. Dichosa la rama que al tronco sale.
Publicidad
Antonio M. Romero y Encarni Hinojosa
Pilar Martínez | Malaga y Encarni Hinojosa
David S. Olabarri y Lidia Carvajal
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.