En casa de José Carlos García: al otro lado de los fogones
El chef malagueño busca la tranquilidad de un hogar a las afueras cuando cuelga el delantal
Lorena Codes
Domingo, 7 de junio 2015, 00:09
José Carlos García sabe muy bien lo que es tener a sus padres eternamente enredados entre fogones. Dos generaciones de cocineros le preceden, se ha criado en medio del ajetreo de una sala de restaurante. Se podría decir que es su hábitat natural. Cuando sólo contaba con dos años su padre abrió una churrería con la que, según afirma, le fue muy bien. Corría el año 76 cuando decidió ampliar su oferta gastronómica e innovar en la mesa. El don de la curiosidad debe ser hereditario. En 1982, José García y Encarna Ortiz inauguraron en La Malagueta El Café de París, especializado en cocina tradicional andaluza y malagueña, pero con un fuerte componente creativo.
El éxito ha acompañado al establecimiento desde sus orígenes, más si cabe desde que José Carlos tomó las riendas del negocio familiar y llegó la primera Estrella Michelín. Su idilio con la gastronomía a nivel profesional, sin embargo, le vino casi sin buscarlo, de forma casual. Durante dos años decidió ayudar a sus padres trabajando en sala. «Con ello conseguía un doble objetivo, pasar más tiempo con ellos y, como un chaval que era, ganar unas pelas», recuerda. Al principio no era más que un trabajo cualquiera pero poco a poco el gusanillo de la gastronomía se le fue metiendo dentro. «De mis padres me quedo con su capacidad de esfuerzo, su tesón para caerse y levantarse mil veces con tal de hacer lo que les gustaba», insiste.
Al terminar su trabajo en sala, a eso de las once de la noche, José Carlos acababa dentro de la cocina, curioseando. Así que se decidió a olvidar su pasión por el mundo del motor (aún hoy la conserva) y dedicarse a algo de lo que se había enamorado sin pretenderlo. El primer paso fue la formación, así que en el año 1995 ingresó en La Cónsula, donde afirma que adquirió la enseñanza más importante que debe recibir un chef: «aprendí el por qué de cada cosa y sobre todo a administrar una cocina, algo fundamental en la carrera de cualquier cocinero». Después vendrían las alas que le proporcionaron maestros como Berasategui y Joan Roca. Quizá a priori tenga poco que ver la tarea de un mecánico de aviones o de un piloto (es lo que quería ser de niño) con la labor que hoy realiza al frente del restaurante que lleva su nombre en Muelle Uno. Pero tal vez ambas profesiones compartan esa inyección de adrenalina que les hace dar lo mejor de sí mismos bajo la presión que supone estar muy arriba. O a lo mejor se parecen bastante si se tiene en cuenta que el chef es el encargado de ensamblar el trabajo de un equipo de quince personas, así como de introducir cada pieza de sabor en el momento preciso, en la cantidad exacta para hacer que el menú funcione en su conjunto.
Lo que está claro es que al soltar el pie del acelerador y colgar el delantal después de un servicio, su hogar se convierte en el espacio para el descanso del guererro, el lugar en el que disfruta compartiendo juegos con sus dos hijos, de cuatro y seis años. Dos torbellinos que afirma «han revolucionado la casa». Se mudó a las afueras de la ciudad hace ahora casi una década, después de vivir justo encima del Café de París. «Había días en que no me quitaba el traje de cocinero, no había forma de desconectar», apunta.
Ahora, desde su vivienda posee unas preciosas vistas a la ciudad pero no hay más alboroto que el que hacen sus pequeños con sus risas. Dice José Carlos que uno de los grandes placeres que conserva es llevarles y recogerles del colegio. «Por la tarde no me perdonan la hora de los crepes, se sientan en la barra de la cocina y me van diciendo cómo tengo que hacerlos, los ingredientes que le gustan a cada uno». «Jamón del rosa», le dice uno, mientras que el otro prefiere sabores dulces. Una cocina tradicional y unida al comedor y al salón, requisito que puso el chef para adquirir la casa.
La decoración habla de un hombre sereno y discreto, anclado a las cosas que de verdad importan. «Necesito tranquilidad, no me gustan los colores ni lo estridente, un punto de calidez me basta». Así resulta. El salón comedor está unido a la cocina a través de una península que hace las veces de mesa de desayuno. Maderas en tonos caoba y tapizados en beige visten todo el ambiente, que posee cierto aire zen.
Algunos objetos decorativos de diseño, combinados con materiales naturales como la rafia y la chimenea central de piedra componen un todo uniforme que invita a la calma. Destaca en el conjunto el rincón de lectura al lado del ventanal con vistas. Arriba aguarda la zona de dormitorios. En un vistazo a los infantiles y al cuarto de juegos se intuye que los dos niños han heredado la afición del padre por el mundo del motor. Sobre un fondo verde menta suave desfilan toda una serie de personaje de 'Cars', la película de Disney. También hay una revista de gastronomía abierta por la página en la que sale su papi. A ellos trata de trasladarles el gusto por la gastronomía, hacer que disfruten de una buena mesa, que comprendan el ritual que supone. Una tarea didáctica que seguramente tendrá que poner en práctica en breve, cuando se materialice el proyecto de dirigir la escuela de gastronomía que la Diputación de Málaga ha anunciado. «Es una aventura preciosa, me fascina la idea de compartir conocimiento con los jóvenes, si lo pienso es algo que hago continuamente», declara, mientras sube las escaleras que llevan al jardín y la piscina.
El comedor exterior es también lugar de reunión, a la pareja les encanta compartir con amigos en casa, e incluso cocinar para ellos. Eso sí, García va rebajando el nivel de implicación: «ahora les pido que traigan ellos un plato y yo me lo curro con el que me toque». «Menos cuando viene un amigo cocinero, ahí nos picamos», bromea. Al final, concluye, «hacer feliz a los demás a través del paladar es una tarea preciosa, dentro o fuera del ámbito profesional».
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