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Sr. García .
Vera Menchik, la mujer que dio jaque al machismo

Vera Menchik, la mujer que dio jaque al machismo

Cuentos, jaques y leyendas ·

La primera campeona oficial del mundo luchó contra las estructuras que apartaban a las mujeres del juego del ajedrez

manuel azuaga herrera

Domingo, 10 de noviembre 2019, 00:51

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El 16 de febrero de 1906 nació en Moscú Vera Menchikova, una niña tímida que, pocos años más tarde, daría un inesperado golpe en el tablero moral de su época, un jaque definitivo que supuso una lucha vital por la igualdad de género en el ajedrez de competición. Su padre, Frantisek, un checo de la región de Bohemia que gestionaba propiedades de la nobleza rusa, y su madre, Olga, institutriz de los hijos de los clientes de su marido, no pudieron imaginar que entre sus brazos acunaban, varios grados bajo cero, a la Simone de Beauvoir del ajedrez. En efecto, el papel que la mujer desempañaba en ese capítulo de la historia del juego-ciencia estaba a punto de cambiar para siempre.

Antes de maravillarnos con la asombrosa aventura de Vera, debemos arrojar algo de luz y contexto. Lo primero que haré será marcar en rojo que la celebración de torneos de ajedrez estuvo, durante mucho tiempo, reservada en exclusiva a los hombres. Las mujeres no tenían ninguna representación, salvo contados encuentros, casi clandestinos, organizados por ellas mismas. En realidad, este veto impuesto a las jugadoras supone un tropiezo imperdonable en el recorrido femenino que, desde sus más remotos orígenes, siempre distinguió al ajedrez. En 'Las mil y una noches' ya existen referencias explícitas a una mujer ajedrecista. Y en el siglo XIII, Alfonso X el Sabio publicó el 'Libro de los juegos de ajedrez, dados y tablas' -el más antiguo testimonio conocido sobre el noble juego, aunque no se circunscriba estrictamente al ajedrez-. El rey Alfonso incluyó un buen número de miniaturas en este bello códice, y así podemos ver que la mujer aparece jugando, con absoluta normalidad, con otros hombres o con otras mujeres. Entonces, ¿qué sucedió con la mujer ajedrecista?

Para el filósofo Nicola Lococo, autor del libro 'Las reinas del tablero' (Ed. Chessy, 2019) y especialista en la materia, «es a partir del siglo XVII cuando la mujer se aleja del ajedrez, pero lo hace porque, en cierto modo, la echan, es apartada». Me cuenta Nicola que «durante siglos, mientras los hombres hacían la guerra, los juegos de mesa, no solo el ajedrez, estaban en manos de las mujeres. Entonces, los cortesanos se dieron cuenta de que el mejor modo de acercarse a doncellas y novicias era aprender a jugar al rey de juegos. Porque su lento transcurrir -una partida podía durar varios días-, permitía que los pretendientes pasaran mucho tiempo a solas. La excusa era perfecta, y encima estaba bien considerada, ya que se suponía que, durante el juego, blancas y negras respetaban una cierta distancia física, la del tablero». Tengan en cuenta que la pieza de la dama, la de mayor valor, no adoptó su actual movilidad hasta finales del siglo XV, precisamente durante el reinado de Isabel la Católica, quien influyó, sin duda, en la aparición del 'ajedrez moderno', o 'ajedrez de la dama loca', como muchos hombres de la época, molestos con el cambio, empezaron a llamarlo. Cuando, a partir de esta revolución, el juego del ajedrez se hizo más rápido, también dejó de servir de coartada para el cortejo y la mujer quedó, metafórica y literalmente, fuera del tablero.

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Otro factor decisivo fue que, desde finales del XVIII, en Europa, y como consecuencia de la Revolución Industrial, el tiempo dedicado al ocio llegó a otras capas de la sociedad, lo que provocó una proliferación muy considerable de cafeterías y locales de juego. El espacio lúdico ya no era exclusivo de la burguesía y, en ese contexto, el ajedrez se popularizó. Así contado suena bien, pero el relato esconde una nota que desentona: la mujer tenía prohibido entrar en las cafeterías, salvo que lo hiciera acompañada de su marido. Durante décadas -siglos-, los grandes jugadores de ajedrez midieron sus fuerzas en el Old Slaughter´s Coffee House de Londres, o en el mítico Café de la Régence de París, por citar solo los dos templos ajedrecísticos más importantes. La mujer, en cambio, tuvo que contentarse con jugar en el ámbito privado y familiar.

Volvamos, ahora sí, a la pequeña Vera. Sabemos que su padre le enseñó a jugar cuando tenía nueve años. También su hermana Olga -dos años menor que Vera- se convirtió en una jugadora de nivel aceptable y, de hecho, la acompañaría, más adelante, en numerosas competiciones. El biógrafo Robert B. Tanner cuenta que ambas asistieron a una escuela pública y que probablemente fue allí, con catorce años, donde Vera jugó su primer torneo de ajedrez. Pero en 1921 sus padres se separaron. Entonces, Frantisek regresó a Bohemia y Olga decidió salir de Moscú con sus dos hijas. Se instalaron en la localidad inglesa de Saint Leonards, donde vivía su madre. Les cuento aquí que un pequeño pueblo costero llamado Hasting, que fue la sede, en 1895, del torneo más importante de la historia del ajedrez, quedaba a poco más de un kilómetro de la nueva residencia de Vera. Y ella, debido a que aún no sabía hablar inglés, se sumergió en el ajedrez. «Es un juego tranquilo y, por lo tanto, el mejor pasatiempo para una persona que no puede hablar el idioma», dejó escrito Vera en un artículo. Surge de nuevo, como en tantos casos y ocasiones, el acercamiento al juego del ajedrez como retiro de calma y refugio.

Con diecisiete años, Vera Menchik -quien ya había renunciado al patronímico ruso 'Menchikova'- se incorporó al club de ajedrez de Hasting. Su primer profesor fue John Arthur James Drewit, un cincuentón que logró ser campeón varias veces del torneo local. Poco tiempo después, el gran maestro húngaro Geza Maroczy pasó por el club para dar unas charlas y quedó muy asombrado con el talento natural de Vera. «Cada centímetro suyo es el de un maestro». Así que se dedicó a enseñarle los secretos posicionales del juego y fraguaron una amistad que duró toda la vida. Solo cuatro años más tarde, en 1927, Vera Menchik se convirtió en Londres en la primera campeona del mundo de la historia del ajedrez. Se presentaron al torneo doce jugadoras, pero Menchik ganó once partidas y empató solo una, contra Edith Michell, una fuerte rival británica. Eso sí, el premio fue ridículo: veinte libras. Durante toda su carrera, Vera Menchik se proclamó campeona mundial ocho veces, las mismas que optó al título, con un resultado global apabullante: cuatro derrotas, nueve tablas y noventa victorias. A pesar de estos registros, no todo era ajedrez en su vida. Vera siempre tuvo otros intereses más allá del tablero. Le encantaba la música, jugar al tenis, leer a Chejov, los libros de Katherine Mansfield y, sobre todo, moldear con arcilla.

El verdadero golpe en el tablero lo dio en 1929 en el torneo de Ramsgate, en el condado de Kent. El sistema de competición enfrentó a dos equipos, uno formado por los mejores jugadores ingleses y otro compuesto por jugadores extranjeros. En este segundo combinado, a última hora, alguien incluyó a Vera Menchik, lo que causó un enorme revuelo. Su actuación fue memorable -invicta, cosechó tres victorias y cuatro empates- y, en el cuadro final, quedó segunda clasificada, por delante de su amigo y maestro Maroczy, del polaco Akiba Rubinstein, y a tan solo medio punto de José Raúl Capablanca, campeón del mundo hasta 1927. El cubano, vencedor del torneo, habló a los medios acerca de la actuación de Vera y, al querer brindarle un elogio, firmó una desafortunada machada: «Ella es la única mujer que juega como un hombre».

Tras su brillante actuación en Ramsgate, a Vera le llovieron las invitaciones, su sola presencia ya era un reclamo extraordinario. Así fue que ese mismo año 1929 participó en un torneo de súper élite que se celebró en el balneario de Carlsbad, en la región de Bohemia. Menchik aprovechó esta visita para reencontrarse con su padre, con quien hasta entonces había mantenido correspondencia. En la jornada previa, el jugador austríaco Hans Kmoch -un tipo que ni siquiera participaba en la competición- marcó territorio: «Si Menchik gana más de tres puntos, me apuntaré a ballet femenino». Y una vez se disputó la primera ronda -Vera perdió contra Frederick Yates-, otro austríaco con aires de falócrata, Albert Becker -este sí que jugaba, y quedó quinto-, se vino arriba al proponer la creación de un club ficticio llamado Club Vera Menchik. De tal modo que aquel que perdiera una sola partida contra Vera se convertiría en socio de este. Y aquel que empatara con ella sería de facto un miembro candidato. Pero ya saben que la historia está llena de lecciones y, en la tercera ronda, Vera (blancas) derrotó a Becker (negras), así que le hizo tragarse su petulante jactancia. Justicia poética. En otras palabras, Becker se convirtió en el primer socio del club que él mismo había propuesto. Por su parte, Menchik acabó el torneo en última posición, con tres puntos, pero demostró que podía competir de tú a tú contra los mejores ajedrecistas del momento. Por cierto, no puedo menos que imaginarme a Hans Kmoch, en penúltima ronda, delante de un escaparate, eligiendo mentalmente el color de su falda de tul.

Y no crean que la historia del Club Vera Menchik quedó únicamente en la anécdota con moraleja de Becker. Fueron miembros del club jugadores de la talla de George A. Thomas, dos veces campeón de Inglaterra; Ramón Rey Ardid, varias veces campeón de España, quien, tras perder contra Vera en Barcelona, la definió como «una fuerte hembra […] a la que le falta imaginación»; Samuel Reshevsky, o el excampeón del mundo Max Euwe, considerado el 'presidente de honor' del club, pues de las cuatro partidas que jugó contra Vera, solo consiguió ganarle en una de ellas. Es increíble, pero se cuenta que, cuando Menchik le ganó por segunda vez, la mujer de Euwe quiso saber en persona si su marido estaba siendo seducido por una mujer fatal.

El 27 de junio de 1944 una bomba V-1 del ejército nazi acabó con la vida de Vera, de su hermana Olga y de su madre. El impacto destruyó el hogar familiar y cortó en seco la proyección de Vera como pionera y figura mundial del ajedrez femenino. Si hoy pudiéramos darle las gracias, rescatarla de aquel trágico derrumbe, siento que este verso del poeta Luis García Montero, cantado por Quique González, podría sacarnos de la tristeza: «…porque serás amada, porque el mundo es arcilla, aquí tienes tu casa».

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