Las puertas del cielo
Leo la noticia del hombre ebrio que ha escalado una montaña en Los Alpes cuando intentaba llegar al hotel. Dos mil cuatrocientos metros de altitud, los últimos cuatrocientos de escalada. Me pongo en su lugar. Lo imagino abandonando la fiesta de madrugada, despistado, pero con el firme propósito de llegar al hotel y acostarse. Está cansado y ha bebido demasiado, algo habitual en él cuando sale solo de noche. El alcohol le proporciona calor en ambientes gélidos, lo estimula a seguir relacionándose con los demás aunque no le hagan demasiado caso, le hace vivir situaciones inverosímiles como esta. A medida que camina, el hombre ebrio se va despejando. Andar se convierte en un ejercicio mental. Un estímulo. No piensa en nada en particular, simplemente está obsesionado con llegar cuanto antes al hotel y refugiarse en la habitación. De pronto, se siente perdido. La fiesta se celebraba en un bar muy próximo al hotel. Sin embargo, al salir ha tenido que coger una dirección equivocada. Le ha ocurrido otras veces, incluso en su barrio, se desorienta y luego le da apuro preguntar a los vecinos cómo llegar a su propia casa. A cualquiera nos puede pasar, a veces yo también pierdo el norte. Pero ahora se trata de encontrar un hotel que no está en el centro de ninguna ciudad sino en la cordillera de Los Alpes.
El hombre va dejando sus huellas sobre la nieve. Unos pasos cortos que zigzaguean hacia la cumbre. La noche se extiende inmensa, clara y silenciosa. No se cruza con nadie a quien poder preguntar la dirección del hotel. ¿Qué hotel?, por cierto, ha olvidado el nombre. Tampoco vislumbra ningún camino, ni mucho menos carretera, ni señales que marquen un destino. Anda solo en medio de la nada. El hombre tiene la sensación de caminar entre las nubes. No mira hacia atrás, simplemente avanza con el único fin de llegar a la meta, como si disputara una carrera consigo mismo. Piensa en la vida cotidiana que deja atrás, en la ciudad. Una experiencia radicalmente distinta a la que está viviendo ahora. Hay quien se siente solo y aislado en medio de la multitud, nuestro hombre de Los Alpes es el caso opuesto. Lo considero un borracho amistoso que podría hablar horas y horas entorno a la soledad, esa sombra fiel que siempre le acompaña.
Por fin llega a un lugar en la cumbre. Saca del bolsillo del anorak la llave maestra de la habitación del hotel y abre la puerta del cielo. Hay determinados momentos en que todas las habitaciones de hotel son igual de acogedoras. Se acabó la fiesta, piensa, mañana será otro día. Se tumba y cae inmediatamente dormido.
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