«Al sistema le interesa que llegues cansado, cenes y te acuestes, no que pienses que algún día morirás»
El escritor ajusta cuentas con la muerte, lejos de la «pornografía emocional», en 'Isla con madre', elegía que presenta este lunes en el Aula de Cultura de SUR
Escribió poemas breves, como llanto ahogado en papel, mientras cuidaba y despedía a su madre enferma. Ahora, quince años después, Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) planta cara a su propia orfandad desde la sobriedad, sin «la pornografía emocional» que tanto detesta y bajo la reivindicación de la consciencia de la muerte: «Deberíamos vivir como moribundos con salud, que es lo que somos». El poeta nacido en Argentina y afincado en Granada, uno de los más brillantes de su generación, presentará 'Isla con madre', editado con mimo por La Bella Varsovia, este lunes a las 19 horas en el salón de actos de Unicaja (plaza de la Marina, número 3), en el Aula de Cultura de SUR.
–Imagino que, por la cuestión que aborda el libro, no está siendo una gira de promoción cualquiera.
–Hay muchas emociones. Las grandes experiencias de la vida, como el amor o la muerte, tienen algo de secreto íntimo e incomunicable, difícil de transmitir; nos convierten en una isla, de ahí el título del libro, pero la gira de presentaciones me está confirmando que hay muchas islas deseando cruzar el mar. Poder compartirlo, convertirlo en diálogo público, está siendo catártico para mucha gente. Ha habido lágrimas, pero de alivio.
–¿Sirve eso de consuelo?
–El consuelo siempre me ha parecido una aspirina, un analgésico a corto plazo. No soy muy partidario. Más que consuelo, creo que deberíamos hablar de acompañamiento. Porque además eso deriva en la cara oculta del conflicto: ¿quién acompaña a quienes acompañan?, ¿quiénes cuidan a los cuidadores? En las historias sobre la enfermedad, comprensiblemente, el protagonismo lo suele tener la persona enferma. No hay espacio público, simbólico ni poético para albergar a la multitud de personas que son, han sido y serán cuidadoras. Nunca terminaremos de librarnos de esa sensación de soledad e incomprensión si no somos capaces de poner el foco también en esos cuidadores.
–Al acabar el libro, pensé que era una reivindicación de los cuidados en plena era de la inmediatez, la autoayuda y esos mensajes que nos obligan a ser felices y buscar nuestra mejor versión.
–Estoy absolutamente de acuerdo. El tema era el texto, pero también el pretexto para decir que los dolores se llevan mucho mejor si se reparten, si se comparten.
–Pero nos meten prisa para todo, y el duelo requiere tiempo.
–Esto es clave. El duelo es una experiencia universal. Asumir la pérdida, en todas sus consecuencias, es un proceso lento, difícil y muy gradual por su propia naturaleza. Y, como te digo, no hay mucha tradición de verbalizarlo. Ese proceso es esencialmente poco productivo; una persona en duelo, igual que una persona en depresión, produce menos. Hacer introspección es lo más saludable que se puede hacer con la vulnerabilidad. Lo contrario es como pensar que estás más lejos de un cuchillo si le das la espalda. Tener un cuchillo delante de la cara es inquietante, pero más peligroso es darle la espalda. Y darle la espalda a la vulnerabilidad es algo parecido. Al sistema productivo no le interesa; el mercado laboral preferiría que esos procesos de duelo fueran abolidos, pero es vano intentar abolir el duelo. Sería como intentar evitar el enamoramiento.
–Y luego está el qué dirán, el pudor por mostrar emociones.
–Es una cosa muy de nuestro tiempo. Siempre que estoy cerca de alguien en proceso de duelo, digiriendo una pérdida, escucho: «Te veo muy entero». Es un elogio envenenado que, sin querer, es cómplice de ese sistema de producción. Quien está muy entero normalmente no se ha enterado de que está roto. A veces tardamos en caer, estamos en shock. Ver a alguien muy entero después de una pérdida es como ver esos jarrones de cristal o cerámica que están resquebrajados, a punto de explotar, pero parecen impecables. Basta que les rocen para que se rompan. Conviene no caer en la tentación de reforzar ese discurso por el cual la vulnerabilidad no es útil o no conviene… A largo plazo, de hecho, es más productivo hacer bien el duelo; si no lo haces, igual funcionas a corto plazo pero luego te sobreviene una hostia que acaba en una baja indefinida.
–Alguien que no haya leído el libro quizá espere montañas de imágenes dolorosas, pero los poemas acaban siendo muy sobrios.
–No me gusta regodearme en el dolor. Detesto la pornografía emocional. Parece en los últimos tiempos que los libros sirven para presumir de algún tipo de dolor, y que los lectores deben aplaudirte o recompensarte por ello. No me gusta nada eso. Me interesaba que fueran poemas sintéticos que dejaran aire alrededor, silencio y sobreentendidos. Temía que fueran tristes, porque yo estaba muy triste cuando los escribía, pero mi editora me dijo que eran de una alegría paradójica. Porque también hay mucho de agradecimiento al ser querido que se va.
–Hay incluso un diálogo con la madre ya fallecida.
–Por la sensación de que el ser ido o ausente regresa por otros medios que no son físicos ni esotéricos sino a través de la memoria y el estado de ánimo. A nuestra madre o nuestro padre los llevamos puestos, para bien o para mal. Son como nuestro software emocional, un software emocional que nos ha sido descargado. Y eso ocurre no sólo con el duelo sino con el paso del tiempo. Cuanto más te alejas de la infancia, más cerca estás de ella. En el libro hay un adulto que cuida de su madre, pero también hay algo de balbuceo infantil, de niño que quiere decir «mamá»…
–Siendo el dolor tan aislante, como hablábamos antes, resulta generoso que no te recrearas en el yo.
–Sí, bueno… Hay una experiencia que me marcó: cuando mi padre tenía la edad que yo tengo ahora tuvo un infarto muy parecido al que mató a su padre. Mi madre, mi hermano y yo lo cuidamos, temimos perderlo. Ahí sigue, aunque sea un enfermo crónico. Poco después fue mi madre quien, siendo muy joven, cayó enferma. El enfermo pasó a cuidador y la cuidadora pasó a cuidada. Mi madre, desgraciadamente, no sobrevivió. La vida, de manera violenta, me enseñó lo fácil que es estar del otro lado. Por eso quizá siempre pienso que puedo estar en el lugar del otro, porque yo mismo vi cómo esos personajes se convertían en el otro.
–Porque todos, por muy sanos que estemos o parezcamos, estamos a un segundo de necesitar cuidados.
–Eso me interesa; hay una relación entre la enfermedad y el carpe diem. Siempre me conmovió la manera en que Bolaño se puso a escribir libros cada vez más largos y ambiciosos conforme menos tiempo le quedaba. Había algo de optimización brutal de la fugacidad. Y yo siempre he pensado: joder, ¿no podríamos vivir así antes de que nos diagnosticaran algo? No vamos a vivir en un estado de desesperación constante porque también hace falta calma, ¿pero no podríamos tener una especie de luz intermitente en el rabillo del ojo? Vivir como moribundos con salud, porque es lo que somos.
–Con la consciencia de que la vida es finita.
–Es finita en ambos sentidos: porque termina y porque es delgada como un hilillo. Pero estas reflexiones le convienen poco al sistema productivo, porque alguien que recuerda a menudo que se va a morir a lo mejor es un trabajador más rebelde e inconformista.
–Y quizá decida llegar antes a casa.
–Claro. El sistema necesita que llegues cansado, sin tiempo, que no pienses demasiado, cenes un bocadillo y te acuestes. La conciencia de la mortalidad tiene algo de subversiva.
–¿Sigues pensando que el verdadero amor por los padres es póstumo?
–Sería deseable que no tuviera que morirse la gente para quererla, pero hay un margen de distancia, de comprensión profunda y de relectura de los vínculos que muchas veces, por desgracia, se produce póstumamente. Y eso es parte del duelo, que no solamente es un monólogo oscuro. Cuando va resolviéndose o cicatriza, ese duelo se convierte en un diálogo. Juarroz decía que la palabra es un acto de amor porque crea presencia; por eso estos poemas están escritos en segunda persona, en forma de conversación con un ser que desaparece.
–Pero no deja de ser frustrante, al menos para los ateos, que algunos de esos diálogos más trascendentes sean póstumos.
–Es que ser mortal es maravilloso pero también muy frustrante. La vida va de subir el umbral de frustración. La consciencia es un regalo envenenado. Antes hablabas de consuelo: a mí me consuela pensar que lo mejor que producimos como especie, como la belleza, el arte, la amistad o el amor, se producen desde la consciencia de la muerte. Si no supiéramos que vamos a morir haríamos poco más que dormir, comer y excretar.
–Qué triste.
–¿Alguien inmortal, con toda la eternidad por delante, se va a molestar en leer un libro? ¿Para qué, si le quedan incalculables millones de años? Pensaríamos: «Bah, esto lo hago dentro de tres o cuatro millones de años». No hay que perder de vista el poder de saber, como tú decías, que esto es finito. Y no generar un espacio filosófico para estas cuestiones, y los planes de estudios no hacen más que acabar con la filosofía, que es el suelo por el que caminamos, hace que sobrevengan una serie de tormentos interiores que mucha gente no resuelve. No dejamos espacio a estos asuntos, pero no por no hablarlos dejan de estar en algún lugar de nuestra cabeza.
–¿Te envejeció la muerte de tu madre?
–Creo que todas las emociones tienen algo de ciencia ficción. La muerte de una madre envejece pero también te hace retroceder, porque la orfandad es una experiencia en cierto sentido infantil: es la pérdida del amparo. Cuando perdí a mi madre sentí que me hacía mayor pero a la vez muy pequeñito.
–¿Y ser padre te rejuveneció?
–(Risas). Ocurre algo similar: por un lado me siento joven y a la vez más mortal que nunca. Es un contraste brutal. Estoy en el ecuador de mi vida, y eso siendo generoso porque tendría que vivir 92 años para estar ahora en mitad del camino. Ver florecer a una criatura en casa es recordar que tú no estás precisamente en tus primeras floraciones, pero también por eso te entregas al presente. Por otra parte, hay gente que pensará que los niños viven permanentemente en Disney, en un mundo inmaculado de fantasía, pero yo me recuerdo tanático, con pensamientos siniestros. Recuerdo, de niño, pensar mucho en la muerte.
–Yo también.
–Y seguramente nos hubiera gustado hablar más abiertamente de eso. Yo lo viví como si hubiera algo mal en mí. Tal vez ayude que los niños sean conscientes de que sus adultos cuidadores también tienen algo de niños asustados ante lo que viene.
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