Frío
Cruce de Vías ·
Al mirar tras la ventanilla del vagón vi despejarse el paisaje como si lo despojaran del sudario que lo había cubierto hasta entoncesHacía frío, mucho frío, tanto que las palabras se quedaban congeladas en el aire, se podían leer. Mis padres acudían al mercado que se celebraba un día a la semana y mantenían diálogos con los conocidos que también quedaban grabados en el aire. Vivíamos en una plaza con soportales donde los vecinos se refugiaban de la lluvia. Recuerdo las calles blancas, la plaza blanca y las huellas de nuestras ligeras pisadas en la nieve. Unos vendedores pasaban las horas pregonando en voz alta la excelente calidad de su mercancía y otros tenían la boca cerrada todo el rato excepto cuando la abrían para decir el precio de las cosas. La gente se reunía los sábados en el mercado, los demás días acudían al trabajo y al finalizar la jornada regresaban a casa o salían exclusivamente a comprar lo que fuera y volvían a encerrarse. Yo iba por las mañanas al colegio y el vaho de los alumnos de la clase formaba pequeñas nubes de humo igual que las que hacían los fumadores. La niebla de la calle y el humo de las casas creaban un ambiente misterioso. A veces, la niebla era tan densa que no veíamos a nadie aunque estuviera al lado. Pasábamos el día buscándonos incluso en el interior de las viviendas. Hasta que llegaba el sábado y entonces la niebla se despejaba y sólo quedaba el frío y las palabras congeladas en el aire.
Una tarde al llegar mi padre del trabajo se puso a hablar con mi madre en el dormitorio. Apenas los oía, como si estuvieran muy lejos. Luego nos llamaron y dijeron que nos íbamos a vivir a una ciudad que se hallaba a más de mil kilómetros de distancia. Mi madre lo repitió varias veces por si no lo habíamos escuchado. Hasta que una de mis hermanas respondió que estábamos con ellos en la misma habitación y que nos habíamos enterado de todo perfectamente. Después seguimos soltando todavía más humo por la boca. La noticia no nos dejó más helados de lo habitual, pero a partir de ese día comenzamos a echar de menos aquel mundo que pronto íbamos a abandonar. Nunca pensé que pudiera añorar el frío. Durante las semanas que permanecimos en la antigua casa, los cinco salíamos a todas horas a la calle como si hubiera un mercado permanente. Nos fuimos despidiendo de los vecinos y las palabras que pronunciábamos quedaban escritas en el aire. Las despedidas me recordaban las lápidas del cementerio que se mantenían toda la vida en el mismo sitio. Un domingo por la mañana temprano nos montamos en el tren y viajamos lejos del frío. Al mirar tras la ventanilla del vagón vi despejarse el paisaje como si lo despojaran del sudario que lo había cubierto hasta entonces. Como si el mundo se fuera descongelando y todo cobrara vida.
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