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La variante Petrosian, de niño pobre a campeón mundial de ajedrez
Cuentos, jaques y leyendas

La variante Petrosian, de niño pobre a campeón mundial de ajedrez

Tigran Petrosian, hijo de un conserje analfabeto, se convirtió en el mejor jugador defensivo de todos los tiempos. Su relato de vida es una historia de superación irrepetible

MANUEL AZUAGA

MÁLAGA

Sábado, 16 de abril 2022, 23:37

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El pintor y escultor Nikolái Nikoghosyan, Medalla de Oro de la Academia Rusa de las Artes, esculpió el busto de algunos de los más grandes campeones soviéticos de ajedrez. Al parecer, Nikoghosyan no volcó su talento en el tablero, pero sí fraguó amistad con Botvinnik, Taimanov o Smyslov, entre otros. Una tarde, Nikoghosyan jugaba al backgammon con Tigran Petrosian, un tipo con el que, sin saberlo, estaba conectado.

Ambos tenían ascendencia armenia y orígenes humildes. Nikoghosyan, hijo de un granjero, se erigió en un tótem de la vanguardia cultural de la Unión Soviética. Petrosian, el tercer hijo de un conserje analfabeto de la Casa de Oficiales de Tiflis, se convirtió en el noveno campeón del mundo de la historia del ajedrez. Tras lograr la corona, Tigran visitó el estudio de Nikoghosyan para inmortalizar su gloria en arcilla y poder ser invocado como el rey de reyes. «Tigran», en honor al rey Tigranes que combatió a los romanos años antes de Cristo.

El caso es que allí estaban Nikoghosyan y Petrosian frente a las fichas negras y rojas del backgammon, hasta que el artista, experto en ese tipo de batallas, venció sin esfuerzo. «Backgammon no es ajedrez», exclamó Nikolái como el personaje burlón de una mojiganga. «Aquí tienes que pensar».

La anécdota del backgammon nos acerca al sentido causal de una de las grandes reflexiones que Tigran Petrosian repetía una y otra vez: «Estoy profundamente convencido de que no hay nada accidental en el ajedrez». Solo así podemos explicar su estilo de juego y comprender por qué Petrosian es recordado como el ajedrecista más precavido de todos los tiempos. Bobby Fischer habló sobre este rasgo ultradefensivo: «Petrosian tiene la habilidad de ver y eliminar el peligro veinte jugadas antes de que surja». Y el propio Tigran lo explicó sin complejos: «Algunos consideran que soy excesivamente cauto, pero me parece que la cuestión es otra: trato de evitar el azar. Los que confían en el azar deberían jugar a las cartas o a la ruleta».

En sus inicios, Tigran leyó 'La práctica de mi sistema', de Nimzovich, una lectura que, junto a los postulados de Capablanca, cinceló su mirada estratégica. Petrosian, no obstante, siempre receló del criterio de los maestros: «Seguir las recomendaciones de los teóricos de ajedrez es peligroso».

Petrosian nació en Tiflis en 1929. Con 12 años acudió a un campamento de pioneros donde la organización juvenil del Partido Comunista de la Unión Soviética celebraba todo tipo de actividades deportivas. Era 1941. El país sufría el horror de la 'Operación Barbarroja', el asedio de las tropas nazis. Por una extraña ironía, la guerra del 41 se proyectó en la habitación número 41 del Palacio de Pioneros de Tiflis. Y quiso el destino que el pequeño Tigran abriera la puerta de esa habitación, y no otra, para descubrir que era allí donde un joven maestro impartía clases de ajedrez. En ese instante empezó todo. Petrosian leyó una y mil veces a Nimzovich, al punto que, de tanto estudiarlo logró memorizar todas las partidas del jugador letón sin la ayuda del tablero.

La guerra transformó la infancia de Petrosian en una tragedia. En un año Tigran perdió a su madre y a su padre. Su hermana mayor se hizo cargo de la familia y él tuvo que trabajar de conserje, como su padre, y barrer las calles del vecindario. Pese a todo, Tigran venció en los campeonatos juveniles de la URSS de 1945 y 1946. Su talento era tan extraordinario que pronto lo invitaron a trasladarse a Moscú, donde entró en contacto con los mejores entrenadores del club Spartak. En la capital, sus condiciones económicas no mejoraron. El joven Petrosian, con su chaqueta raída y su pantalón de franela gris, vivía en la pobreza. Por las tardes, acudía furtivamente al club de ajedrez y colocaba unas piezas hechas por él mismo sobre un tablero de cartón viejo. Una noche, el gran maestro André Lilienthal lo encontró en el club, concentrado y con aspecto enfermizo. «Vamos, chico, ya es hora de que vuelvas a casa», le dijo. «Sí, de hecho, me quedo», respondió Tigran. Y se acomodó sobre una mesa, mientras se acurrucaba en busca del sueño.

Su pasión por el ajedrez le salvó la vida. Petrosian no hablaba el ruso de forma fluida y tenía problemas auditivos, pero en el tablero era elocuente, entendía como nadie cuál era la esencia de cada posición. Gracias a este entendimiento, durante la década de los 50, Tigran se convirtió en uno de los jugadores más fuertes de la Unión Soviética. Pero hubo otro factor decisivo en el éxito de su carrera: Rona Avinezer, una intérprete ucraniana de la que Petrosian se enamoró. Dicen que el ajedrecista Efim Geller, compañero de Tigran, también cayó bajo el hechizo de los encantos de Rona. Y que ambos, Petrosian y Geller, como en un cuento medieval, lucharon por conquistar a la bella dama. «¿A quién de los dos prefieres?», le preguntaron antes de ir a jugar un torneo Interzonal en Suecia. «El torneo decidirá», contestó Rona. Y el torneo decidió a favor de Tigran, a quien Rona amó y acompañó hasta su muerte. Petrosian escribió: «He tenido suerte en esta vida. Una gran parte de mi éxito en el ajedrez se debe a ella».

Así ocurrió en 1962, en el Torneo de Candidatos que se celebró en Curazao, una pequeña isla del Caribe. Allí se dieron cita ocho jugadores. Solo uno de ellos se ganaría el derecho a enfrentarse al campeón mundial Mijail Botvinnik, el patriarca del ajedrez soviético. Finalmente, el retador de Botvinnik fue Tigran Petrosian, quien superó (de nuevo) a Efim Geller y al estonio Paul Keres, el príncipe sin corona. Pero la intrahistoria de Curazao es más interesante, si cabe, que el relato oficial porque, por un lado, Bobby Fischer se quejó de un complot entre los jugadores soviéticos -Petrosian, Keres y Geller-, a quienes acusó de amañar los resultados en sus encuentros directos para favorecer a Petrosian. Y, por otro, porque Petrosian se negó a jugar la última y decisiva partida: «Si gano», argumentaba, «tendré que jugar contra Botvinnik. Y, Dios no lo quiera, si venzo a Botvinnik, me convertiré en el campeón. Cuántos problemas por delante». Entonces intervino Rona: «Al menos ofrece un empate, Tigran. Simplemente no pierdas, y luego ya veremos».

El poder de la determinación

Meses más tarde, en el Teatro Estrada de Moscú, Petrosian se enfrentó a Botvinnik por el título de campeón del mundo. En las plazas de Armenia, a miles de kilómetros, se instalaron murales gigantes para que el pueblo siguiera el curso de las partidas. Tigran perdió la primera de las batallas, pero él mejor que nadie sabía que los comienzos no siempre eran fáciles y que, con determinación, superaría cualquier obstáculo. Debía afrontar el duelo como si se tratara de una prueba de vida, la metáfora en blanco y negro de su infancia. En cierta ocasión, aficionados armenios lanzaron tierra sagrada de Echmiadzin, la primera catedral del cristianismo, a los pies de Botvinnik, mientras éste subía las escaleras del teatro. El patriarca pisó la arena contrariado y supo que la suerte, si existiera, estaba en su contra.

Petrosian, además del ajedrez, amaba el hockey, el fútbol, la fotografía y la música. Como parte de su entrenamiento contra Botvinnik, Tigran escuchaba a diario la Quinta Sinfonía de Tchaikovsky. Hasta que perdió la primera ronda, entonces optó por el Concierto para Piano nº1, también de Tchaikovsky. Y el cambio surtió efecto: tras veintidós partidas, logró derrotar a Botvinnik. En Armenia la gente se abrazaba por las calles, el cielo se llenó de colores y fuegos artificiales. «En esos días sentí que toda la República vivía el ajedrez», confesó Petrosian. «Este apoyo moral, sin duda, jugó un papel decisivo para que pudiera vencer a un titán ajedrecístico como Botvinnik».

Tigran retuvo la corona de campeón del mundo en 1966 contra Boris Spassky, al que superó en un combate igualadísimo. Pero tres años más tarde, en 1969, cayó en las fauces de Spassky -ahora sí- y perdió el título. Esto no le impidió seguir compitiendo al más alto nivel. Petrosian jugó hasta 1983. A principios de los 80, los jóvenes Kaspárov y Kárpov se disputaban el trono como dos mastines que luchan por un mismo hueso. La doble K marcó territorio y convirtió la disputa por el título en un vis a vis irrepetible, a cara de perro. El 13 de agosto de 1984 Tigran Petrosian murió en Moscú debido a un cáncer de estómago. Entre sus logros deportivos hay uno que resume por sí solo por qué hoy sigue siendo el rey supremo de la defensa. Petrosian participó con el equipo soviético en diez Olimpiadas de ajedrez, lo que supone un total de 130 partidas, de las cuales ganó 79, empató 50 y perdió solo una, en 1972, contra el alemán Robert Huebner, por apuros de tiempo. Al parecer, Tigran estaba tan enfadado que amagó con hacer añicos el reloj contra el suelo.

Dos caras

Pienso en esta última imagen y le pongo título en mi mente: «Vesania». Leo que Petrosian tenía dos caras, la del tipo áspero, volcánico y rocoso; pero también la del padre amable y cariñoso, amigo de sus amigos. Escribo a Juan Manuel Bellón, leyenda viva del ajedrez, quien conoció a Petrosian porque jugó dos veces contra él. Tablas las dos. Bellón recuerda una escena que es hermosa y literaria: «En uno de los torneos de Palma de Mallorca en los que yo era muralista, por la noche, después de cenar, Mijail Tal y Petrosian jugaban partidas 'blitz'. Casi siempre ganaba Petrosian. Lo que nunca olvidaré es el gesto que Petrosian le hacía a Tal. Con las palmas de la mano abiertas, Tigran parecía pedirle a Tal un poco de calma, mientras iba refutándole, una a una, todas sus embestidas. Petrosian siempre hacía la jugada precisa al toque, tenía una facilidad asombrosa para comprender el ajedrez. Para mí era el mejor, tanto en 'blitz' como en simultáneas, y mira que he conocido prácticamente a todos los grandes campeones del mundo desde 1966».

Tras las palabras de Bellón, me prometo revisar las partidas de Tigran Petrosian, el hijo del conserje. Porque su gloria ya quedó grabada en arcilla, en la tierra sagrada de Echmiadzin o, quién sabe, sobre un tablero de cartón viejo.

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