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Cuentos, jaques y leyendas

Ajedrez, la perfecta armonía

La conexión entre música y ajedrez ha inspirado la obra creativa de Ennio Morricone, Prokofiev o el grupo sueco ABBA

MANUEL AZUAGA

MÁLAGA

Domingo, 20 de febrero 2022, 00:13

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El músico Ennio Morricone amaba el ajedrez. Estaba suscrito a las revistas especializadas 'L'Italia Scacchistica' y 'Torre & Cavallo - Scacco!'. Tuvo como maestro a Stefano Tatai, doce veces campeón de Italia, y dejó clara evidencia de su entusiasmo por el noble juego: «Si no me hubiera convertido en compositor, me hubiera gustado ser un jugador de ajedrez, pero uno de alto nivel, alguien que compitiera por el título mundial». No llegó Morricone a esas cotas deportivas, pero sí demostró tener una fuerza más que aceptable. En cierta ocasión, en Turín, hizo tablas contra el excampeón del mundo Boris Spassky. También jugó contra Judit Polgár, la mejor jugadora de la historia, y contra Kárpov y Kaspárov. Desde la perspectiva creativa de Ennio, música y ajedrez eran dos mundos íntimamente fusionados. En su libro 'En busca de aquel sonido. Mi música, mi vida', dio pistas sobre este vínculo: «He encontrado fuertes puntos de contacto entre el sistema de notación musical, dividido entre duración y altura, y el ajedrez. Aquí las dos dimensiones siguen siendo espaciales, el tiempo es de lo que dispone el jugador para hacer el movimiento adecuado. Además, son combinaciones verticales y horizontales, disposiciones gráficas diferentes, como las notas en armonía». Cuando Morricone compuso la banda sonora de 'Los odiosos ocho' (2015), de Quentin Tarantino, «iba descubriendo la tensión que silenciosamente crecía entre los personajes y pensaba en el estado de ánimo que se experimenta durante una partida de ajedrez». La pasión en blanco y negro de Morricone le llevó a lanzar un disco bajo el título 'Tablero de ajedrez musical'. Y es que, para el director de orquesta italiano, «jugar es un poco como escribir música».

No fue Morricone el único que sintió esa doble fascinación artística. Música y ajedrez, o viceversa, han venido acompañándose a lo largo de los siglos como elementos necesarios para la creación de lo que llamamos cultura humana, son el neutrón y el protón de un mismo núcleo atómico. El electrón, rodeando este núcleo, estaría representado por otra materia que es un misterio y a la vez es mágica: las matemáticas. Es por ello que en el ajedrez, la música y las matemáticas aparecen niños prodigio. En cambio, en campos como la literatura o el cine, nadie puede escribir una obra maestra durante la infancia.

Uno de los casos más prodigiosos que conocemos lo protagonizó el francés François-André Danican Philidor. En 1732, con seis años, Philidor ingresó como paje en la Capilla del Palacio de Versalles, bajo el reinado de Luis XV. El canto de Philidor era el de un mirlo. El escritor inglés Richard Twiss describió cómo Philidor aprendió las reglas del ajedrez por observación, viendo jugar a los músicos de la orquesta real. Cuando la voz de Philidor dejó de sonar como la de un castrato, el chico, con 14 años, abandonó la corte. Para entonces ya había escrito algunas óperas cómicas y motetes. El joven Philidor, huérfano como en un cuento de Dickens, viajó a París. Visitó el Café de la Régence, santuario del noble juego. Allí conoció a Kermur Sire de Légal, el mejor jugador de Francia, quien se convirtió en su maestro, dentro y fuera del tablero. En poco tiempo, Philidor superó a Légal. Y a todo aquel que lo desafiara. Escribió un reglamento de ajedrez e introdujo una máxima que sigue siendo una ley sagrada para cualquier aficionado: «pieza tocada, pieza movida». En paralelo, Philidor siguió componiendo óperas y comedias líricas. Estas otras piezas eran aclamadas en los teatros y la gente acudía al Café de la Régence para verlo jugar, para contar que estuvieron cerca del prodigio. Hoy, gracias a sus partidas, aún pueden acercarse a Philidor. O viajar al pasado a través de su música. Escriban en cualquier buscador «La Marche des Mousquetaires», seguido de «Philidor». Si es posible, pónganse unos auriculares. Sentirán que escuchan la obra de un ser extraordinario, un tipo triunfal que comprendió el juego como nunca nadie lo había hecho porque, en su cabeza de corcheas y escaques blancos y negros, se reveló el mayor de los secretos: «los peones son el alma del ajedrez».

En 1934, siglo y medio más tarde, el pianista y compositor soviético Sergei Prokofiev acudió al Café de la Régence, al eterno lugar de los hechos. Ese día, Prokofiev dio jaque mate al maestro polaco Tartakower, uno de los jugadores más superlativos de la historia del ajedrez. Veinte años antes de esta hazaña, Prokofiev ya había demostrado su fuerza de juego al ganarle una partida a José Raúl Capablanca, a quien cariñosamente llamaba «Capablanchik». Es cierto que lo hizo durante una exhibición de simultáneas pero, hasta ese momento, el cubano no había perdido nunca una partida en esta modalidad. El campeón del mundo Mijail Botvinnik también se enfrentó varias veces a Prokofiev y calificó su estilo como «vigoroso y directo». Otro músico imprescindible, Igor Stravinsky, dijo: «Las profundidades de Prokofiev solo se activan cuando juega al ajedrez».

La música y el ajedrez, en su perfecto maridaje creativo, van dibujando un paisaje tridimensional lleno de coincidencias y territorios comunes. Así, al citar a Prokofiev, aparece al toque su buen amigo el violonchelista Gregor Piatigorsky, para algunos el mejor intérprete de cuerdas de todos los tiempos. Gregor escapó de las autoridades soviéticas, en un tren de ganado, y acabó en Francia, violonchelo en mano. Se casó con Jacqueline, una escultora y ajedrecista que pertenecía a la familia de banqueros Rothschild. Pero los nazis ocuparon París y el matrimonio huyó a Nueva York, donde fijó residencia. Jacqueline Piatigorsky logró ser la segunda mejor jugadora de Estados Unidos. Mujer culta y con vocación bohemia, jugó con Prokofiev y con Marcel Duchamp. Su casa era un lugar de encuentro para artistas e intelectuales. Durante años, Jacqueline se convirtió en la gran mecenas del ajedrez estadounidense. Celebró la Copa Piatigorsky, un par de torneos que reunió a algunos de los mejores jugadores de la época. En su segunda edición (1966), en Santa Mónica, el ruso Boris Spassky logró el triunfo, por delante de un jovenzuelo que ya deslumbraba: Bobby Fischer. El matrimonio Piatigorsky parecía una pareja de Hollywood. He encontrado un documental, 'An Afternoon with Gregor Piatigorsky' (1978), en el que hay una bellísima escena en la que Jacqueline juega al ajedrez con su marido. De fondo, la voz en 'off' de Gregor y el chelo que suena, tranquilo y melodioso.

Encuentro

El encuentro entre Fischer y Spassky de Santa Mónica fue el preludio de la batalla que ambos libraron más tarde en Reikiavik, la histórica cita de 1972 en la que el estadounidense se coronó campeón del mundo. Con su victoria, Fischer ganó algo más que un título, abrió un paréntesis –y una herida– en el relato glorioso de tantos años de hegemonía soviética. Entre los millones de aficionados que siguieron el duelo de Reikiavik como si se tratase de una novela policíaca, pondré el foco sobre uno de ellos, Tim Rice, un productor musical que había alcanzado la fama internacional con la ópera rock 'Jesucristo Superstar'. Rice quedó impresionado por el devenir político que, en plena Guerra Fría, estaba alcanzando el campeonato. Entonces pensó en adaptar todo aquello y escribir un musical ambientado en un torneo de ajedrez. Le contó la idea a varios colegas de profesión, pero el proyecto no terminó de cuajar y quedó en el olvido. Pasaron los años hasta que, una tarde, Rice se quejó de su mala suerte al productor de teatro Richard Vos, quien sabía que Björn Ulvaeus y Benny Andersson, las dos B del grupo sueco ABBA, querían escribir un musical a lo grande.

Tim Rice voló a Estocolmo y se reunió con Björn y Benny. Les puso por delante dos posibilidades escénicas: la idea original del torneo de ajedrez o montar algo inspirado en la crisis de los misiles en Cuba. La doble B lo tuvo claro. Apostaron fuerte por el proyecto de ajedrez. Y se pusieron manos a la obra. Durante más de un año, trabajaron duro sobre una primera trama amorosa que había escrito Rice. Finalmente, en octubre de 1984, el musical 'Chess' se estrenó en una gira de conciertos por distintas ciudades de Europa. En 1988, el espectáculo llegó a Broadway. Benny Andersson estaba emocionado: «Nunca he sentido tanta satisfacción con ningún trabajo que haya hecho. También me complació gran parte de la música de ABBA, pero 'Chess' es mucho más en términos de atmósfera y sustancia». La revista 'Time' calificó la propuesta como «la mejor partitura de rock jamás producida para el teatro». Con semejante gancho publicitario, no he podido resistirme. Lo confieso, he revisado el musical y, para mi disfrute, me parece haber comprendido la esencia y el contexto de muchos de los temas. Canciones que, en mi caso, son además un viaje a la infancia, como me sucede con 'One night in Bangkok', número 1 en las listas musicales de medio mundo.

«Bangkok, escenario oriental,

y la ciudad no sabe que la ciudad está recibiendo la 'creme de la creme' del mundo del ajedrez.

[…]

Es un fastidio, es un aburrimiento, es realmente una pena estar mirando el tablero y no mirar la ciudad».

Perdónenme, no sé cómo hemos acabado hablando de ABBA. Pero ya les avisé, caminábamos por un paisaje lleno de coincidencias y territorios comunes. Me guardo para otra ocasión contarles la vida de Vasily Smyslov, un campeón del mundo que fue barítono, o el amor de Robert Schuman y Chopin por el noble juego. La lista de concomitancias entre la música y el ajedrez es casi inagotable. Y creo que existe una clave que todo lo explica: ambas áreas del conocimiento se disciernen de un modo similar, mediante el reconocimiento de patrones. Así, tocar de oído o reconocer una posición familiar en el tablero no es más que identificar un modelo, una cadencia, si lo prefieren. Y esto lleva al músico y al ajedrecista a un proceso mental creativo que tiende al infinito… y que, en última instancia, solo busca la verdad, la perfecta armonía.

En palabras de Ennio Morricone: «Dirijo las piezas de ajedrez como si fueran los músicos de una orquesta».

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