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Sr. García .
Un druida en el tablero
Cuentos, jaques y leyendas

Un druida en el tablero

A pesar de su genio creativo, el jugador tártaro Rashid Nezhmetdinov es el gran olvidado de la historia del ajedrez

MANUEL AZUAGA HERRERA

Domingo, 6 de diciembre 2020, 01:02

La historia de hoy arranca a orillas del Volga, en Kazán, exótica capital de la República rusa de Tartaristán. Kazán es una ciudad milenaria en la que asoma con fuerza una mezquita, la Torre de Siuyumbiké, una atalaya que está inclinada, como la de Pisa. Cuenta la leyenda que el zar Iván el Terrible ofreció a la reina tártara Siuyumbiké ser su esposa en Moscú, pero ésta se negó. Enfadado, el zar ocupó Kazán con sus tropas y, para impresionar a la reina, mandó construir una torre en sólo siete días. Siuyumbiké, superada por los acontecimientos, aceptó casarse, pero antes subió las escaleras del torreón y, desde lo más alto, se dejó caer. Entonces, la reina se convirtió en un bello pájaro y voló lejos, tan lejos como fue capaz de batir sus alas. Hasta aquí, la leyenda. Mucho tiempo después, en septiembre de 1923, unos niños jugaban al escondite en el Palacio de Pioneros de Kazán. Quiero pensar que esa tarde los pájaros jugueteaban por el cielo y que uno de ellos, aquel que escapó, fue testigo de uno de los relatos más hermosos de la historia del ajedrez.

Un chico tártaro llamado Rashid encontró, al esconderse, un trozo de papel con extrañas figuras y textos ininteligibles. El pequeño tenía 11 años y no leía muy bien el ruso, así que se guardó aquello en un bolsillo, antes de que lo descubrieran. Esa noche, en casa, Rashid desdobló el misterioso papel. «Se trataba de una columna de la revista 'Smena' donde explicaban las reglas del ajedrez», escribió años más tarde. En aquel momento, Rashid no conocía nada sobre el juego de blancas y negras, pero quedó tan fascinado que, como Beth Harmon en la serie 'Gambito de dama', emuló en su cabeza el movimiento de las piezas. Durante un tiempo, Rashid fantaseó y trató de comprender por su cuenta, hasta que un día vio a unos jóvenes comunistas alrededor de unos tableros. «Descubrí que movían aquellas 'cosas' tal y como se explicaba en mi hoja de papel». El corazón de Rashid se aceleró de pura emoción. Sin nada que perder, preguntó si podía jugar una partida y, para sorpresa de los presentes, el muchacho ganó, uno tras otro, todos los duelos que disputó. Fue algo mágico. Insólito. La ciudad de Kazán, cuna de mitos y fábulas, no contaba con el advenimiento de un nuevo héroe. Pero allí estaba sonriendo, lleno de luz, el joven tártaro Rashid Nezhmetdinov.

Su pasión por el ajedrez se desdobló con el juego de las damas, de la que también fue campeón en Kazán

Nezhmetdinov nació en el invierno de 1912. Su infancia fue dura, muy dura. A las puertas del estallido de la Revolución de 1917, quedó huérfano de padre y madre, por lo que su hermano mayor, Kavi Najmi, con solo 15 años, tuvo que hacerse cargo de él y del resto de la familia. El pequeño de los hermanos, Talgat, fue adoptado por una familia sin hijos. Poco tiempo después, Kavi, que había sido reclutado por el Ejército Rojo, decidió que lo mejor sería enviar a Rashid (y a otra hermana, de la que poco se conoce) a un orfanato musulmán de Kazán. Y menos mal que lo hizo, porque esto les salvó de la hambruna del Volga, del «genocidio del hambre» de Tartaristán. Una sencilla sopa de pescado era un lujo, un imposible. En 1922, Kavi volvió de la contienda y sacó a sus hermanos del orfanato. A partir de ese día, Rashid pasó 30 años junto a su hermano mayor, quien se convirtió en su mentor y su consejero de vida.

Por las noches, la intelectualidad de Kazán se reunía en la casa de Kavi y al joven Rashid le gustaba observar en silencio. Kavi Najmi está considerado el escritor más influyente de la literatura tártara. Fue buen amigo del poeta Musa Cälil y del novelista Máximo Gorki, al que, por cierto, le fascinaba el ajedrez. Gorki jugó contra Lenin y, si aceptamos como auténtica la partida que se conserva entre ambos, le dio una soberana paliza al líder bolchevique, con negras, en la isla de Capri. Realmente, es esta una partida didáctica, para disfrutar en familia.

Kavi fue también el primer entrenador de ajedrez de Rashid. Antes, un tal Samsonov había presenciado el estreno triunfante del joven Rashid. Sorprendido por lo que vio, le entregó al chico un papel en el que escribió: «Su juego es prometedor, admítanlo en el club [de ajedrez]». Sin embargo, en el club la cosa se complicó mucho. En palabras de Rashid: «Me pusieron rápidamente en mi lugar». A pesar de su inmenso talento para encontrar jugadas brillantes, su nula preparación teórica le dejaba en posiciones inferiores en el medio juego. Desanimado, Rashid dejó de jugar al ajedrez durante un tiempo hasta que, a finales de 1927, con 15 años, disputó su primer torneo en el Palacio de Pioneros de Kazán. Nadie esperaba nada de él, pero Rashid se proclamó campeón con un pleno de 15 victorias. Aquel fue un triunfo incontestable, sobre todo por cómo lo hizo, con un estilo de ataque deslumbrante que parecía buscar la belleza.

Su pasión por el ajedrez se desdobló con el juego de las damas, muy popular entre los tártaros. Al poco de empezar a competir, Nezhmetdinov se coronó campeón de damas de Kazán. Se le daba bien. Tan bien que estuvo décadas deshojando la margarita, cambiando su interés por uno o por otro juego, según le daba. Al final, su hermano Kavi lo convenció desde un punto de vista económico. En el ajedrez, si llegaba lejos, quizás podría obtener un salario, pero en las damas, ni siquiera siendo el mejor ganaría un solo rublo. Rashid le hizo caso y justificó su elección con humor: «En las damas no tenía suficientes casillas blancas para atacar». La frase conecta con la broma de algunos ajedrecistas de la época, toda vez que consideraban que jugar a las damas era como tocar el piano, pero sólo con las teclas negras.

Rashid entró en contacto con los mejores jugadores de ajedrez de Odessa, la perla del Mar Negro. Pasó noches enteras en el club de la ciudad y mejoró notablemente su comprensión teórica del juego. Gracias a su estilo dinámico y clarividente, Nezhmetdinov se convirtió en el campeón de la región del Volga. Su nombre empezó a sonar como el de alguien capaz de tumbar a cualquier gran maestro, pero la vida no se lo iba a poner fácil. En 1937, arrestaron a su hermano Kavi. Lo acusaron de pertenecer a una organización militar túrquica, delito por el que lo condenaron a diez años de cárcel, de los cuales cumplió dos, ya que no encontraron pruebas que lo inculparan. De golpe, Rashid tuvo que incorporarse al Ejército Rojo. Sirvió durante cinco años en la frontera con China y, tras la derrota de Hitler, terminó sus días en Berlín Oriental. Alguna vez jugó al ajedrez en los torneos que organizaban los soldados. Por fin, en el otoño de 1946, Nezhmetdinov regresó a Kazán. Tenía 34 años y, seguramente, la Torre de Siuyumbiké le recordó aquellos tiempos en los que aún era un niño que jugaba al escondite. Ahora, Rashid era un hombre, un sobreviviente con el rostro seco y arrugado. Y tenía que mover pieza. Demostrarse hasta dónde podía llegar.

Distraído y brillante

Llegó lejos, es cierto, y peleó contra los más grandes del tablero, pero fue un jugador de fuerte contraste, ciclotímico, tan distraído como brillante, capaz de perder contra cualquier jugador vulgar y de vencer a campeones del mundo, como comprobaron Spassky, Smyslov, Botvinnik y el mago de Riga, Mijaíl Tal. Este último se convirtió en uno de los mejores amigos de Rashid, a pesar de que siempre lo consideró su particular bestia negra. En cierta ocasión, le preguntaron a Tal por el momento más feliz de su carrera. El letón sorprendió con esta respuesta: «Cuando perdí contra Nezhmetdinov. Jugamos cuatro veces y perdí tres, pero, para ser honesto, también debería haber perdido esta cuarta partida». Palabra de Tal.

A pesar de sus méritos, Nezhmetdinov nunca logró el título de gran maestro. El período de su máximo esplendor competitivo coincidió con la falta de torneos importantes en la Unión Soviética. Además, hubo otro factor que resultó clave. Victor Korchnoi, otra leyenda del ajedrez, lo explicó de este modo: «Nezhmetdinov fue uno de los maestros soviéticos más fuertes de la historia, pero, por alguna razón, rara vez lo enviaban al extranjero y, obviamente, es por eso que nunca logró convertirse en un gran maestro». En ajedrez, si no compites con los mejores, no subes en el escalafón, algo parecido a lo que ocurre en el tenis.

En 1960, Rashid asesoró a su amigo Tal en el duelo que éste mantuvo contra Botvinnik por el título del mundo. Su ayuda fue vital para que Mijaíl Tal destronara al todopoderoso padre de la escuela soviética, al patriarca Botvínnik, y se coronara nuevo campeón. Tal confiaba ciegamente en la inspiración del druida Rashid. Sabía que su forma de comprender el ajedrez era única. Y es que Rashid encontraba jugadas que no existían, oportunidades escondidas en el caos, en el desorden táctico de una posición inverosímil. Cuando Rashid murió, en 1974, Tal escribió: «Me siento a la vez triste y contento de que, en su último torneo, Rashid viniera a mi casa en Letonia. No ganó el primer lugar, pero el premio a la belleza [distinción que se otorga a la mejor partida de un torneo], como siempre, fue para él. Los jugadores mueren, los torneos se olvidan, pero las obras de los grandes artistas permanecen vivas para siempre».

Nezhmetdinov, sin duda, fue un artista extraordinario. Sin embargo, quizás sea el talento menos conocido de la historia del ajedrez. Me recuerda a Martin Lewis, el ignorado maestro del pintor Edward Hopper. En este caso, Mijaíl Tal sería Hopper, pues ambos comparten la gloria de una obra célebre y cotizada. En cambio, algunas combinaciones de Rashid son tan bellas e hipnóticas como los grabados nocturnos de Lewis, pero unas (las partidas) y otros (los cuadros) han caído en el olvido del gran relato contemporáneo. El encuentro disputado en Sochi, en 1958, entre Nezhmetdinov y su compatriota Polugaevsky es un ejemplo perfecto. El golpe de torre por peón (24. …, Txf4!!) que Rashid ejecuta, con sacrificio de dama incluido, es sublime. El gran maestro madrileño David Antón lo describe así: «Es una jugada difícil de ver, pero no me extraña que funcione porque ese rey blanco, en el centro del tablero, está pidiendo a gritos que le den mate».

Mientras oigo a David Antón me viene a la memoria una reflexión, llena de poesía, del propio Rashid. Dice así: «Creo que muchos de mis colegas de ajedrez han experimentado la siguiente sensación: crees que estás cerca del éxito porque todo lo que necesitas es extender una mano y atrapar un pájaro de fuego. Pero, de repente, todo se viene abajo. Tu mano está vacía y el pájaro de fuego ha volado». Quizás, sin saberlo, Rashid evocaba al pájaro de la reina Siuyumbiké, aquel que fue testigo de sus proezas desde el cielo color turquesa de una ciudad milenaria.

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