Vernos retratados
María Dávila construye una alegoría sobre el espectador, sobre sus expectativas y sus posibles frustraciones ante la obra de arte, que puede ser residencia de lo inefable, de un vacío que debe ser salvado
juan francisco rueda
Lunes, 14 de septiembre 2015, 13:14
María Dávila (Málaga, 1990) viene recorriendo insistentemente el terreno del cuestionamiento de la representación pictórica mediante la apropiación de la imagen cinematográfica, que queda redimensionada al ser intervenida y desgajada de su contexto, relato y flujo fílmicos. Este muy concurrido territorio me atrevería a decir que es uno de los temas de la pintura y de los modos de pintar privilegiados desde hace varias décadas es transitado por Dávila con el acierto de avistar un paisaje que tiene como escenarios fundamentales la propia obra de arte y al espectador. Ésa es la singularidad de su propuesta, indagar sobre ese rol que desempeñamos ante la pintura y no poner al servicio de otro fin representacional sus obras. Tanto es así que parece construir una alegoría sobre los deseos y expectativas del que mira, sobre lo esquivo de la representación y su comprensión, así como sobre el proceso de dación de sentido de esas obras. Alegoría apoyada, como no puede ser de otra manera, en un cúmulo de metáforas, algunas de ellas verdaderamente brillantes y pertinentes.
'Dramatis personae'
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Autora María Dávila. La exposición
La poética pictórica que aborda la relación entre pintura e imagen fílmica (videográfica y fotográfica), sea cual sea el tema o contenido, lo que el referente o la imagen puede generar como relato, siempre lleva implícita una reflexión sobre la pintura, sobre la propia disciplina. Es nunca mejor dicho un asunto que se halla en la superficie, imposible de sortear. Ahora bien, y aquí reside el valor de la propuesta de Dávila, la artista hace de ese asunto en torno a la pintura y la imagen el tema central de su trabajo. La práctica pictórica, sus códigos y su relación con otras disciplinas no sólo son medios, no sólo son asuntos superficiales, eluden esa condición de superficie para convertirse en raíz o médula, en fondo, en tema de reflexión; es decir, Dávila hace de ellos medio y fin. Esto convierte su indagación pictórica en un ejercicio meta-artístico.
La creadora se sirve de una serie de imágenes que adquieren verdadero sentido metafórico. O mejor dicho, especular, ya que reflejan nuestra actitud y nuestra situación, puesto que los personajes representados, ante todo y por encima de otras circunstancias, son personas que miran, meros observadores, fisgones, voyeurs. Están haciendo lo mismo que nosotros. Ni más ni menos. Pero que sean personas que miran no los convierte en personas que ven. Aquí es donde nace el conflicto, en el que Dávila se centra, entre el espectador y la obra de arte.
Las obras aluden continuamente a nuestra condición de espectadores y a la obra de arte como posible espacio de lo inefable, tanto como a nuestras expectativas y deseos frustrados ante el silencio de la pintura. Ese conflicto o frustración se metaforiza en muchas de las imágenes que ocupan su pintura: personas que miran por una mirilla, que miran fuera de campo (algo que sucede fuera del espacio pictórico) o que nos dan la espalda en su rol como el nuestro de espectadores. Siempre se nos hurta saber lo que ven. Y nosotros, mientras, viéndolos nos vemos, nos sentimos reflejados, replicamos lo que hacen: mirar sin saber lo que ven. Nos hallamos en una suerte de bucle en el que nuestra mirada se refleja en cada cuadro, devolviéndonos, cual espejos, nuestra propia imagen.
La naturaleza fílmica de las imágenes que traslada Dávila a la pintura es innegable. La fotografía y el cine nos han legado un modo de ver que reconocemos en las obras de la artista malagueña. A los planos subjetivos, al fuera de campo o al primer y al primerísimo plano que laten en la arquitectura de sus cuadros, la pintora añade los subtítulos y el tratamiento a modo de grisalla que conecta con el cine en blanco y negro. Este registro cinematográfico refuerza aún más la consciencia del rol de espectador.
En alguna obra leemos el subtítulo «¡Quiero hablar, hablar, hablar!». El espectador quiere que la obra hable, que diga. Aquí nace el conflicto y desafección del (gran) público con el arte contemporáneo, en que se ve impelido a hablar por la obra, obligado a salvar los vacios. Otra pieza como Essaie, una pintura de una escultura a la que se le tapa la boca, podría actuar también como metáfora de lo que venimos diciendo: se espera que la obra cuente y ésta aparece muda. Al espectador sólo le cabe esperar, como reza el subtítulo de otra: «Hay que esperar, esperar». Y proyectarse en la obra, hacer un ejercicio de dilucidación, de dación de sentido. Dávila nos convierte en inexcusables interlocutores, lo cual puede crear en algunos la incomodidad que genera abandonar una actitud pasiva. Alguno se sentirá como la figura que aparece en Détournement, contra la pared, sin posibilidad de ver, como una suerte de castigo. De hecho, los títulos respaldan el registro visual: Silente, Soliloquio, Palabras incomprendidas, Arqueología del observador o Absence (Ausencia). Palabras que insisten en el silencio, en el vacío, en lo inefable y en la disposición contemplativa ante la imagen pictórica.
Reseñadas las fortalezas de este proyecto, no podemos dejar de advertir que lo medido del mismo y la profundidad del ejercicio conceptual y meta-artístico, lo sume, por el contrario o como consecuencia, en la más absoluta frialdad, pudiendo provocar cierto desapego.
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