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Rosana Benítez da clases de refuerzo en Altamar.
Tres maneras de cambiar el mundo

Tres maneras de cambiar el mundo

Voluntarias que colaboran con distintas ONG ponen rostro al lado más solidario de los malagueños

Amanda Salazar

Lunes, 27 de febrero 2017, 00:22

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El escudo de la ciudad ya lo dice con el lema de Muy benéfica, que se concedió en 1922 a Málaga por socorrer a los soldados heridos en la guerra de África. Casi un siglo después, los malagueños siguen haciendo honor a este título con un movimiento asociativo cada vez más activo y volcado en la acción social y en la lucha contra la pobreza y las desigualdades. Según datos del Registro Municipal de Asociaciones del Ayuntamiento de Málaga, el número de organizaciones sin ánimo de lucro ha crecido un 9% en dos años y se acerca ya a las 3.000 entidades.

Es la tercera ciudad en número de asociaciones, solo por detrás de Barcelona y Madrid, lo que, según Ruth Sarabia, directora el Área del Derechos Sociales, demuestra el alto índice de participación de los ciudadanos. El papel desinteresado de los voluntarios que trabajan en estas ONG se hace imprescindible para su funcionamiento. Juan Luis Peña, presidente de la Plataforma del Voluntariado, estima que unas 17.000 personas prestan su tiempo como voluntarios en alguna de las 187 asociaciones del denominado tercer sector de acción social, de las que la gran mayoría son mujeres. Dentro del voluntariado, las opciones son muy variadas: con niños, ancianos, inmigrantes, personas sin hogar, para luchar contra las adicciones, para recoger alimentos, para ayudar a los animales, en proyectos internacionales... Marta Brinkmann, Javiera Salas y Rosana Benítez ponen rostro al lado más solidario de los malagueños.

Marta Brinkmann. Da compañía a una señora mayor: «Te conviertes en la familia de estas personas»

Marta Brinkmann (47 años) ya conocía la labor de la Fundación Harena, pero fue una exposición de fotos en la calle Larios sobre esta ONG malagueña la que le empujó a dar el paso. Las imágenes que resumían el papel de esta entidad que sobre todo trabaja para luchar contra la soledad de las personas mayores eran muy emotivas y le llegaron al corazón. De eso hace ya tres años y desde entonces, prácticamente todo el tiempo que esta jefa de cocina ha prestado al voluntariado se lo ha dedicado a Manolita. Cada jueves por la tarde, Marta sale a merendar con Manoli Mañas (76 años) y se van un rato de tiendas. «Aprovecha para hacer los recados conmigo, y mientras paseamos, me cuenta su vida», explica Marta, quien señala que le ha tocado una señora «muy marchosa» y a la que le encanta estar con gente más joven. «Me dice que soy como su hija y sabe que yo no voy con ella por obligación sino porque me gusta», afirma Marta, quien asegura que entre ellas se ha creado un vínculo especial, y que pueden contarse cualquier cosa. «Ella me habla a veces de sus achaques y de su soledad y es una forma de desahogarse», afirma Marta, que está ultimando los detalles para abrir su propio restaurante, que se llamará La Vikinga por sus antepasados alemanes. Pese a «todo el lío» que tiene como nueva empresaria, saca tiempo para quien ya considera parte de su familia.

No es la única experiencia solidaria que ha vivido Marta, que el pasado año viajó a Etiopía con otros voluntarios de Harena para supervisar una guardería que financia la ONG dentro de su programa de cooperación internacional. En total, esta entidad cuenta con 205 voluntarios en Málaga, la mayoría de su programa Soledad 0-Vida 10.

Javiera Salas. Fue a campamentos de refugiados: «Lo que viví en Idomeni me ha cambiado»

Cuando en 2015 Javiera Salas (26 años) terminó la carrera de Trabajo Social, las oportunidades laborales en su área brillaban por su ausencia. En todas las ofertas de empleo se pedía experiencia, cosa de lo que ella, recién graduada, carecía. No estaba dispuesta a quedarse esperando de brazos cruzados, así que se informó sobre el Servicio de Voluntariado Europeo (SVE) del programa Erasmus Plus. Se marchó a Sofia, la capital de Bulgaria, para colaborar con la ONG Smart Fundation, que realiza proyectos de educación no formal para niños en casas de acogida.

El SVE, financiado con fondos europeos, es un voluntariado atípico, puesto que el programa incluye una serie de beneficios. La ONG de destino tiene que ofrecer de forma gratuita un lugar en el que vivir, se incluye la manutención o en su defecto dinero suficiente para la alimentación del voluntario, y además cuenta con un dinero de bolsillo. A pesar de que su función principal en Sofia era colaborar con esta ONG, Javiera empezó a trabajar con otras dos entidades de forma paralela, Caritas y Arabis. Las dos trabajaban en el campo de refugiados de Voenna Rampa, donde Javiera conoció de primera mano los problemas de las familias que llegaron huyendo de la guerra de Siria. «Fue como tirarte al mar sin salvavidas, una de esas experiencias que no asimilas hasta que la has pasado», dice. Su trabajo haciendo talleres de manualidades y deporte con los niños servía para intentar que pasaran el tiempo allí lo mejor posible.

Pero si aquella experiencia fue inolvidable, más lo fue su paso por el campamento de Idomeni, en Grecia, donde acudió a ayudar hasta en dos ocasiones. «La primera vez tenía vacaciones en nuestra ONG de acogida y decidí coger un tren con dos amigos españoles y plantarnos allí. Al llegar a Salonica, se encontraron con casi un centenar de jóvenes de todo el mundo que habían llegado con la misma idea que ellos. «Allí se había creado de forma espontánea una red de asociaciones. Y funcionaba. Se organizaban para atender a los más de 12.000 refugiados sirios que se habían establecido en la zona; cada día un responsable acudía al punto de encuentro en Salonica, que conocíamos por Internet, daba una charla a los nuevos voluntarios de cómo se estaban organizando y te llevaban al campamento», recuerda. Aquello era un ejemplo de solidaridad y organización a gran escala. «Había equipos que se dedicaban a repartir solo plátanos, otros que se encargaban de los servicios de higiene, otros de comida caliente, uno para levantar jaimas...», señala.

Ella estuvo en el equipo de Hot Food de Idomeni, elaborando y repartiendo más de 5.000 menús diarios. «No he pelado más patatas en mi vida, fue lo más cercano a hacer la mili», bromea. La comida básica era una taza de café con sopa o potaje, una rodaja de pan de pita, un huevo duro y un gajo de limón. Veía la situación de los refugiados que se pasaban el día haciendo cola. «Nosotros aquí esperamos media hora y ya nos ponemos nerviosos y allí tenían que aguardar horas para ir al baño o no podían ducharse más que una vez cada semana; y eso con suerte», dice. «Vivir aquello me ha cambiado», señala Javiera, que estuvo presente en los días del cierre del campamento improvisado. Ahora, ya en Málaga y a la búsqueda de un empleo, colabora con la asociación de ayuda a los inmigrantes ASPA. Y confiesa sentirse algo decepcionada con la situación. «Después de sentirme tan útil como voluntaria, me da mucha pena no encontrar un trabajo en el que pueda volcar todo lo que he aprendido», señala.

Rosana Benítez. Ayuda a niños en riego de exclusión: «Desarrollas paciencia y mucha mano izquierda»

Rosana Benítez (47 años) es nutricionista y coach. Dos ámbitos que le han servido también en su faceta de voluntaria en las clases de apoyo escolar que desarrolla la ONG Altamar, que realiza un programa integral con 40 niños en riesgo de exclusión social de la Trinidd y El Perchel y sus familias, con otros 20 menores en lista de espera. De hecho, Rosana llegó a la asociación para realizar talleres puntuales de alimentación saludable para las madres. Y poco a poco se fue «enganchando». Lleva tres años acudiendo los miércoles por la tarde a ayudar a estudiar a niños de 5º y 6º de Primaria. Su faceta como coach también le sirve para motivar a niños que en muchas ocasiones llegan con la autoestima muy tocada.

«Me metí en esto porque creo que he tenido una suerte en la vida que no me he merecido, sino que me ha tocado así; esta es una forma ayudar a quienes no han tenido la misma fortuna», señala. Asegura que en el voluntariado ha aprendido a desarrollar una paciencia infinita y a tener mucha mano izquierda. «Muchos de ellos llegan agresivos, con un mal día y lo que menos quieren es ponerse a estudiar; nuestra labor es llegar a ellos para que cambien esa actitud y crearles rutinas para que puedan trabajar», señala. No son niños fáciles, asegura, «cuentan con una mochila llena de problemas».

Pero la mayor recompensa es notar ese cambio. Que ellos mismos vean que son capaces de sacar buenas notas y hacer lo que se propogan. Y el agradecimiento de sus madres. «Muchas no pueden ayudarles con los deberes porque ellas no han estudiado, así que se sienten en deuda con Altamar a la que todos conocen como la asociación de Peque por su presidenta, Victoria Marín por darle esa oportunidad a sus hijos que ellas no han tenido», afirma. Uno de los momentos que más le han marcado fue cuando detectó un cambio en una de las niñas que acudía al centro. «Era muy sutil, la vi más triste; se lo dije a Peque y fue ella la que tiró del hilo y se descubrió que sufría abusos sexuales», señala. Fue un shock, pero por otro lado, se alegra de haber ayudado a la pequeña.

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