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PEDRO APARICIO
Sábado, 26 de septiembre 2009, 03:51
MADRID, colegio Calasancio, invierno del 47. Rodilla en tierra, un cura escolapio abrocha las botas de un niño de cuatro años. Éste repara en la tonsura de su maestro, la toca con el dedo índice, y pregunta si le duele esa herida tan redonda. El cura ríe y el niño queda confuso, sin respuesta. Esta escena es mi primer recuerdo. Ocho años antes, en este mismo colegio convertido en cárcel -la 'cárcel de Porlier'- había sufrido prisión el político español más íntegro del siglo XX: Julián Besteiro. Su figura y la de Marañón acompañaron mi juventud. Los dos fueron -don Gregorio desde mi adolescencia, don Julián más tarde- mis modelos humanos. Y tal vez la razón de elegir caminos decisivos: la medicina en los años 60, el socialismo en los 70. Hoy quiero recordar a don Julián, muerto un 27 de septiembre; mañana hará 69 años.
Aún hay españoles que consideran la guerra civil como una lucha entre buenos y malos; otros somos más pesimistas. En aquella década cainita, Azaña en el plano intelectual y Besteiro en el moral fueron, entre los políticos, los más firmes enemigos de la violencia. A don Julián, además, le adornaban galas de las que Azaña carecía: tolerancia, humildad, elegancia, cortesía... El atractivo personal de Besteiro, su ética, su disgusto ante las presiones revolucionarias que tanto debilitaron la República, su oposición a la 'insurrección' golpista del 34, su elección socrática final permaneciendo en el Madrid vencido. le convirtieron en una figura de gran prestigio -aún intacto hoy- para uno y otro bando. «No sacrificó ni a la popularidad ni al poder sus principios intelectuales y morales», puede leerse en una octavilla clandestina de 1960. Es, para mí, el mejor resumen de su vida.
Hoy, cuando muchos ciudadanos identifican la política con el sectarismo, la grosería o el provecho personal, debe recordarse que también ha dado hombres como Besteiro. Hoy, cuando dimiten diputados sin dar explicaciones a sus electores, abandonando el compromiso de representarles, debe evocarse la última decisión de don Julián: «Como diputado por Madrid me considero tan ligado moralmente a mis electores, que creo mi deber acompañarlos en tan difíciles momentos». Hasta el final estuvo con los más débiles.
Sus últimos meses en la cárcel de Carmona fueron un paradigma de la época más triste de nuestra historia. Nunca volverá aquella España rota y miserable. No volverá aquella cárcel de Porlier...
Aquella sordidez. Relata el propio Besteiro, en una carta, su traslado a Carmona: «Mientras esperábamos en la estación de Guadajoz, me afeitó un guardia civil en un vagón abandonado, lleno de chinches...». Aquella crueldad. La esposa de don Julián pide a Franco que, por razones humanitarias, atenúe la prisión de su marido, muy enfermo. No hay respuesta. Y muere Besteiro en su celda, sereno y solo. (Muchos años después, Serrano Súñer escribiría: «Dejarle morir en prisión fue un acto torpe y desconsiderado por nuestra parte»).
Aquel fanatismo. Ya encarcelado Besteiro, la Academia de Ciencias Morales y Políticas acuerda expulsarle y desposeerle de su medalla de académico. Y cumplen esta segunda parte del acuerdo ¡una vez muerto don Julián! Visitan para ello su domicilio; la viuda, conteniendo las lágrimas, busca y devuelve la medalla. Julián Marías presencia tan tremenda escena.
No, nunca volverán a España tanta incultura, tanta pobreza, tanta desigualdad. Entre otras razones, gracias a la lección moral que nos dictó don Julián. Defenderíamos mejor la 'memoria histórica' recordándole, imitando su conducta, leyendo sus discursos. que buscando vértebras y omóplatos por las cunetas de España. De Besteiro escribió un adversario: «Hombres como él pueden errar o acertar, pero merecen que se les siga hasta la muerte».
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