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Gibraltar

La sucesión de Rajoy

Todo indica que Rajoy, que escenificó el insólito paso del PP desde la mayoría absoluta hasta la oposición, no mantendría su liderazgo si fuera también derrotado por segunda vez en marzo, algo que es perfectamente posible a juzgar por las encuestas y por la propia lógica de la situación: el electorado suele otorgar la confianza a una opción durante al menos dos legislaturas.

ANTONIO PAPELL

Jueves, 6 de septiembre 2007, 04:24

A veces, en política, los circuitos del subconsciente afloran a la superficie y engendran fantasmas más o menos corpóreos que toman carta de naturaleza y se instalan en el debate político. Así, las ambiciones de algunos líderes 'populares' ligadas a determinadas carencias reales o imaginarias de Rajoy y vinculadas a la lógica de la propia situación 'popular' han lanzado la insidiosa especie de la sucesión de Rajoy. Una hipótesis que no viene a cuento -Rajoy se ha batido duramente el cobre durante la legislatura; otra cosa es que haya acertado o no- y que, evidentemente, lesiona tanto al candidato como a la opción política que éste encabeza, ya que ambos, la persona y el partido, salen debitados por esta polémica.

La política democrática, ya se sabe, es irremisiblemente cainita. La conocida teoría de circulación de elites (Pareto) que explica la sucesión de liderazgos al frente de las organizaciones alecciona sobre las tácticas que deben utilizase para desplazar a los instalados y ocupar su lugar. Y tales rivalidades, que dinamizan el mercado político, son saludables por cuanto constituyen el mejor procedimiento de selección: los dirigentes van siendo reemplazados a medida que se desgastan o demuestran inaceptables limitaciones. Pero en el caso de Rajoy, y de la codicia manifiesta que suscita su cargo, hay además otros factores externos que explican la situación.

Rajoy, en efecto, era por méritos propios uno de los candidatos a la sucesión de Aznar en aquella coyuntura extraña provocada por el ex presidente con su decisión de no presentarse nuevamente a las elecciones tras haber desempeñado la jefatura del gobierno durante dos legislaturas. Para una mayoría de la opinión pública, contrastada mediante encuestas, el sucesor idóneo era Rodrigo Rato pero Aznar temió que su fuerte personalidad le hiciera desviarse del camino pautado y lo descartó (después se conoció que Rato fue el único colaborador próximo de Aznar que discutió su política en Irak).

Rajoy fue finalmente el designado, pero no pudo zafarse ni de aquella condición de segundón, ni, por supuesto, de aquella singularidad originaria, la designación arbitraria por el presidente saliente, que le provocaba un déficit de legitimidad. Aquel déficit hubiera sido colmado con creces si Rajoy hubiera ganado, como se esperaba, las elecciones generales del 14-M del 2004, pero no fue así. Y Rajoy arrastra todavía aquélla excentricidad originaria.

Pero hay, además, otros elementos que explican que haya salido a la luz esta insana rivalidad que genera la apariencia de que se le disputa el sillón (un puro espejismo, puesto que los otros candidatos potenciales saben que, a estas alturas, sólo Rajoy tiene opciones de ganar las próximas elecciones). Uno de los argumentos que explican la fragilidad del candidato Rajoy es su idiosincrasia, su propio temperamento. En efecto, Rajoy trasmite una inusual bonhomía en estos parajes de la cosa pública y refleja una imagen de hombre apacible, hedonista, cordial, contemporizador y tranquilo, con la mayor parte de sus ambiciones colmadas. Está en las antípodas del político ávido de poder que está dispuesto a todo para conseguirlo, del 'killer' que se abre paso a codazos hasta imponerse, del pragmático sin demasiados escrúpulos que está dispuesto a todo con tal de triunfar.

Así las cosas, todo indica que Rajoy, que escenificó el insólito paso del PP desde la mayoría absoluta hasta la oposición, no mantendría su liderazgo si fuera también derrotado por segunda vez en marzo, algo que es perfectamente posible a juzgar por las encuestas y por la propia lógica de la situación: el electorado suele otorgar la confianza a una opción durante al menos dos legislaturas. Así las cosas, y dado que efectivamente puede abrirse el proceso sucesorio dentro de unos meses, no es ilógico que los políticos que se consideran con méritos y posibilidades de aspirar al liderazgo tomen posiciones para estar en el lugar correcto en el momento oportuno. Es el caso de Ruiz-Gallardón, que sabe perfectamente que tiene que conseguir el acta de diputado si quiere concurrir a la competición sucesoria con posibilidades reales de ganarla (el caso de Hernández Mancha, que sin ser diputado ocupó la presidencia del PP en la primera refundación tras la retirada de Fraga, está todavía en la mente de todos).

También influye en este desvalimiento manifiesto de Rajoy su falta de equipo personal. Ha sido notorio durante toda la legislatura que sus colaboradores más cercanos no eran de su estricta confianza, y alguno de ellos constituía definitivamente un lastre insoportable para quien no ha osado promover una renovación a su alrededor. Sea como sea, los conmilitones de Rajoy deben tener cuidado para que no cale la sensación de que, en su ambición desmedida, desean más la derrota de Rajoy que les brinde posibilidades de ocupar su puesto, que la victoria de su candidato que les permitiría tocar poder pero desde los escalones inferiores.

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