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Vista general de La Nogalera, con la calle San Miguel al fondo; en Torremolinos
Una ciudad dentro de otra

Una ciudad dentro de otra

La Nogalera, en su día orgullo oficial, pervive como foro variopinto

Juan Francisco Gutiérrez

Martes, 29 de julio 2014, 13:00

Cuando Manuel Fraga inauguró en 1966 los edificios de La Nogalera de Torremolinos, sus bloques eran, con el cemento todavía fresco, toda una declaración de principios. Desde lo rectangular de su perfil, desde sus elevadas piscinas interiores o desde sus pasarelas y galerías babilónicas, dictaban un gran lema: que la felicidad vivía arriba, en uno de sus 250 apartamentos. Happy is up, que se diría en inglés, más o menos. Fraga, ministro de Información y Turismo, fue promotor también en inglés del Spain is different, frase que los opositores al franquismo repetían con cierta sorna.

En las fotos de aquel evento el ministro no aparece en Meyba, sino enchaquetado y locuaz, como casi siempre. Con su cohorte de hombres con bigotitos y gafas de pasta, dispuesto a dar fe del progreso vertical: de los techos y paredes con listones de madera, de salones con detalles en piedra, muebles castellanos, alguna tizona y otros guiños de corte medieval. Todo ello coronado en La Nogalera por un luminoso fetén, faro del turismo que potenciaba obras estilo aquí -estoy-yo, con vistas al litoral y ciertos guiños a lo andaluz (como el pueblo típico adjunto). España quería ser la reserva playera de Occidente; Fraga era, pues, el Cid hablador que recorría el terruño y lo pregonaba desde cualquier orilla.

El tiempo, que casi todo lo orilla, ha mantenido al barrio de La Nogalera, a su luminoso y a su plaza, como zona central de Torremolinos (con permiso de la Plaza Costa del Sol). Vistos desde lejos, sus grandes bloques son imponentes pero no resultan espantosos. Tienen un gracioso punto californiano. Acaban de ser remozados en su exterior (queda algún andamio suelto). Pese a los toldos naranjas, el retoque hace brillar la contundencia del toque chic de Antonio Lamela: un arquitecto autor también de Playamar y de otros hitos españolistas como las Torres de Colón o el Santiago Bernabéu.

En la web Torremolinoschic.com (de Cabrera, Petry y Muñoz) se pueden ver postales de aquel tiempo. Quizá lo más chocante para jóvenes o desmemoriados sea contemplar cómo la estación, en el meollo de la plaza, no era aún subterránea (lo sería a mediados de los setenta). A ras de tierra y lento pasaba el ferrocarril; como escribía ABC en 1971, «la estación de Torremolinos podría parecerse a la del lejano oeste que nos hacían ver en las películas del far-west. No se cierran las barras de los pasos a nivel para los vehículos o los peatones. Por el contrario, se cierran para que al trenecito no se le ocurra perturbar la peregrinación de paseantes».

El texto apuntaba que La Nogalera era ya «una ciudad dentro de la ciudad», donde menudeaban los restaurantes internacionales (como El caballo vasco o La vaca sentada), las peluquerías y las oficinas de turismo y de compañías aéreas (Iberia, Lufthansa). Apostados en las cercanías, múltiples vendedores callejeros de baratijas y pintores que hacían retratos a bocajarro. «¿Quién se priva de llevarse su vera efigie por mil, quinientas o hasta por doscientas pesetas?», decían los cronistas, alabando el «retrato social al alcance de todos».

Hoy La Nogalera se retrata a sí misma gracias a los usos y costumbres -constantes y cambiantes- que artistas, vendedores, habitantes o turistas hacen de un lugar al alcance de todos. Unas veces suelen ser reuniones institucionales; otras reivindicativas (aquí también se dieron cita en los ochenta para pedir la autonomía municipal); y otras subversivas y hasta irónicas, a veces las más dotadas de sentido común (como la caravana de travestis de hace unos días).

Hay quienes dictan sobre el papel lo que debe ser una urbe (con planes sucesivos; con soterramientos; hasta con mociones moralistas). Pero hay quienes (sin pensarlo, o pensándolo mejor) les dan vida y pasan de toques de atención o toques de queda. Así se escribe la tensión y la maravilla de cualquier comunidad. Este juego de transformismo perenne se percibe en La Nogalera, foro ocupado siempre con algún evento (una feria del libro usado, un día del turista) y donde se pueden mezclar (¡a un metro!, sí, ¡lo normal!) un parque infantil, turistas, jubilados que sestean junto al templete, amas de casa y hasta La Prohibida o Nacha la Macha dando arengas cargadas de razón y rímel.

En la plaza, una hamburguesería sigue regalando aire acondicionado y wifi gratis. El estreno del verano ha sido un comercio inglés low cost, que recuperó el local abandonado -como un bar del oeste- por una conocida marca de ropa. El lavado de cara que le dan ahora a la estación de Renfe también es de poca inversión: han desmontado su cubierta acristalada geométrica, sustituida ahora por un acabado ramplón pero más limpio.

La reforma no ha llegado, sin embargo, al pavimento de las galerías internas del conjunto. Allí sobrevive como puede, de noche, la mítica zona de ocio de público gay (y no tan gay pero afín, que es mucho). No se cierran sus barras hasta muy tarde, «aunque los meses buenos ya no son tantos», dice Robbie, que regenta Contacto, donde se reúnen hombres maduros (los jóvenes van al pop del Parthenon, o a la nueva Edén). Robbie, de Holanda, lleva un cuarto de siglo poniendo copas y cantando por La Tacones o Lola Flores. Dice que los casi tres mil euros de derrama por las obras de mejora no se notan en la zona de bares. Y si lo dice, me lo creo: es una fuerza viva resistente de esta ciudad diferente dentro de la ciudad.

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